Partí de la Bahía de Guantánamo de manera muy similar a cómo había
llegado casi cinco años antes, aherrojado de las manos a la cintura, de
la cintura a los tobillos y de los tobillos a un perno en el piso del
avión.
Mis oídos y mis ojos estaban cubiertos, mi cabeza encapuchada, y
aunque era el único detenido en ese vuelo, me drogaron y me vigilaron
por lo menos 10 soldados.
Esta vez, sin embargo, mi buzo era de
mezclilla azul en lugar del naranja de Guantánamo.
Más tarde me dijeron
que mi vuelo militar en un C-17 de Guantánamo a la Base Aérea Ramstein
de mi patria, Alemania, costó más de 1 millón de dólares.
Cuando
aterrizamos los oficiales estadounidenses me desencadenaron antes de
entregarme a una delegación de funcionarios alemanes.
El oficial
estadounidense ofreció volver a esposar mis muñecas con un nuevo par de
esposas de plástico. Pero el oficial alemán a cargo lo rechazó
enérgicamente:
“No ha cometido ningún crimen, es un hombre libre”.
No
fui un buen estudiante de secundaria en Bremen, pero recuerdo que
aprendí que después de la Segunda Guerra Mundial los estadounidenses
insistieron en que se realizara un juicio a los criminales de guerra en
Nuremberg, y que el evento ayudó a convertir a Alemania en un país
democrático.
Extraño, pensé, mientras estaba en el asfalto y observaba
cómo los alemanes daban una lección básica a los estadounidenses sobre
la ley de la guerra.
¿Cómo llegué a ese punto? Este miércoles es
el décimo aniversario de la apertura del campo de detención en la base
naval estadounidense en la Bahía de Guantánamo, Cuba.
No soy terrorista.
Nunca he sido miembro de al Qaida ni lo he apoyado.
Ni siquiera
comprendo sus ideas.
Soy hijo de inmigrantes turcos que llegaron a
Alemania en busca de trabajo.
Mi padre ha trabajado durante años en una
fábrica de Mercedes.
En 2001, cuando tenía 18 años, me casé con una
devota mujer turca y quise saber más sobre el Islam para tener una vida
mejor.
No tenía mucho dinero. Algunos de los ancianos en mi ciudad
sugirieron que viajara a Pakistán para aprender a estudiar el Corán con
un grupo religioso en ese país.
Hice mis planes justo antes del
11-S. Tenía 19 años, era ingenuo y no pensaba que la guerra de
Afganistán tendría algo que ver con Pakistán o con mi viaje.
De modo que
seguí adelante.
Estaba en Pakistán, en un autobús público, de
camino al aeropuerto para volver a Alemania cuando la policía detuvo el
vehículo en el que iba.
Yo era el único no paquistaní en el autobús –hay
gente que bromea sobre que mi cabello rojizo hace que parezca irlandés–
de modo que los policías me pidieron que me bajara a fin de controlar
mis papeles y para que respondiera algunas preguntas. Periodistas
alemanes me contaron que lo mismo les había pasado a ellos.
Yo no era
periodista, sino turista, expliqué.
La policía me detuvo pero prometió
que pronto me dejaría ir al aeropuerto.
Después de algunos días, los
paquistaníes me entregaron a funcionarios estadounidenses.
En ese
momento me sentí aliviado por estar en manos estadounidenses; los
estadounidenses, pensé, me darían un trato justo.
Más adelante
supe que EE.UU. pagó una recompensa de 3.000 dólares por mi persona.
No
lo sabía entonces, pero al parecer EE.UU. distribuyó miles de volantes
por todo Afganistán, prometiendo que la gente que entregara a presuntos
talibanes o miembros de al Qaida, recibiría, según el texto de un
volante, “suficiente dinero para ocuparse de su familia, de su aldea, de
su tribu por el resto de sus vidas”.
Como resultado, mucha gente
terminó recluída en Guantánamo.
Me llevaron a Kandahar, en
Afganistán, donde los interrogadores estadounidenses me hicieron las
mismas preguntas durante varias semanas: ¿Dónde está bin Laden?
¿Estuviste con al Qaida?
No, les dije, no estuve con al Qaida.
No, no
tengo la menor idea de dónde se encuentra bin Laden. Rogué a los
interrogadores que por favor llamaran a Alemania para averiguar quién
era yo.
Durante sus interrogatorios, hundieron mi cabeza bajo agua y me
golpearon en el estómago; no lo llamaban waterboarding pero viene a ser lo mismo.
Yo estaba seguro de que me ahogaría.
En
una ocasión me encadenaron al techo de un edificio y estuve colgado por
las manos durante días.
Un doctor revisaba a veces si estaba bien;
luego me colgaban de nuevo. El dolor era inaguantable.
Después de
dos meses en Kandahar, me transfirieron a Guantánamo.
Hubo más
golpizas, interminable confinamiento solitario, temperaturas gélidas y
extremo calor, días de insomnio forzoso.
Los interrogatorios continuaban
siempre con las mismas preguntas.
Les conté mi historia una y otra vez,
mi nombre, mi familia, por qué estaba en Pakistán. Nada de lo que les
dije los satisfacía. Me di cuenta de que mis interrogadores no estaban
interesados en la verdad.
A pesar de todo esto, busqué maneras de
sentirme humano. Siempre me han gustado los animales.
Comencé a ocultar
un trozo de pan de mis comidas y a alimentar a las iguanas que llegaban
a la cerca.
Cuando los funcionarios lo descubrieron, me castigaron con
30 días de aislamiento y oscuridad.
Seguí confuso sobre problemas
básicos: ¿por qué estaba allí? Con todo su dinero e inteligencia,
EE.UU. no podía creer honestamente que yo era de al Qaida, ¿verdad?
Después
de dos años y medio en Guantánamo, en 2004, me llevaron ante lo que los
funcionarios llamaban Tribunal de Estudio del Estatus de Combatiente,
en el cual un oficial militar dijo que yo era un “combatiente enemigo”
porque un amigo alemán había realizado un atentado suicida en 2003,
cuando yo ya estaba en Guantánamo.
Yo no podía creer que mi amigo
hubiera hecho algo tan demencial pero, si lo había hecho, yo no tuve
nada que ver con el asunto.
Un par de semanas después me dijeron
que tenía la visita de un abogado. Me llevaron a una celda especial y
entró un profesor de derecho estadounidense, Baher Azmy.
Primero no creí
que fuera un verdadero abogado; los interrogadores nos mentían a menudo
y trataban de engañarnos.
Pero el señor Azmy tenía una nota escrita en
turco que había recibido de mi madre, lo que me llevó a confiar en él.
(Mi madre encontró un abogado en mi ciudad natal en Alemania, quien
averiguó que ´los abogados del Centro por los Derechos Constitucionales
representaban a detenidos en Guantánamo; el centro asignó mi caso al
señor Azmy).
Creía en mi inocencia y descubrió rápidamente que mi amigo
“atacante suicida” estaba, de hecho, sano y salvo en Alemania.
El
señor Azmy, mi madre y mi abogado alemán ayudaron a presionar al
gobierno de Alemania para que lograra mi liberación.
Recientemente, el
señor Azmy hizo pública una serie de documentos de inteligencia
estadounidenses y alemanes de 2002 a 2004 que mostraban que ambos países
sospechaban que yo era inocente.
Uno de los documentos decía que los
guardias militares estadounidenses pensaban que yo era peligroso porque
oraba durante la ejecución del himno nacional de EE.UU.
Ahora,
cinco años después de mi liberación, trato de olvidar mis terribles
recuerdos.
He vuelto a casar y tenemos una hermosa hija.
A pesar de
todo, me cuesta no pensar en mis días en Guantánamo y preguntarme cómo
es posible que un gobierno democrático pueda detener a gente en
condiciones intolerables y sin un juicio justo.
© 2012 The New York Times
Murat Kurnaz, autor de Five Years of My Life: An Innocent Man in Guantánamo, estuvo detenido de 2001 a 2006.