El movimiento que canaliza la indignación neoyorquina, tras sufrir un
desalojo este martes, se prepara para una ambiciosa jornada de
protesta, que contempla la toma del New York Stock Exchange -la Bolsa- y
varias estaciones de la red subterránea de transporte.
Pero, sin las tiendas de campaña, sin su cocina o su librería, el
campamento de “la plaza de la libertad” donde han pernoctado durante
casi dos meses los ocupantes de Wall Street amaneció ayer casi desierto,
con el aroma de haber perdido un punto de referencia.
Sólo una veintena
de personas, casi todos homeless, afrontaron el reto de dormir al
descubierto y sentados, como mucho.
“Ni siquiera nos han dejado tumbarnos. Cuando nos veían estirados,
venían a despertarnos”. Así lo dice Luis Daniel, un miembro de la
comunidad hispana de Nueva York al que casi se le ha olvidado hablar
español.
Llevaba un mes y dos días durmiendo en la cuna de la corriente
de protesta que se ha expandido por Estados Unidos. “No nos han
permitido tener nada, sólo nos hemos protegido de la lluvia con paraguas
y mucha ropa”, añade.
Casi todos optaron por irse a casa o a apartamentos de amigos, o
aceptaron pasar la noche en los centros de un par de iglesias o
instituciones de la ciudad.
Amos, que juega a construir una torre con
figuras ilustradas del dominó, reconoce que la noche le ha vencido.
“Quería quedarme aquí, pero he acabado buscando cobijo en una estación
del metro”, afirma.
Y eso que Nueva York, tras la sorprendente nevada de
finales de octubre, está disfrutando de un noviembre benigno.
Después de que, por cuestiones “de higiene y seguridad”, el alcalde
Michael Bloomberg ordenara “limpiar” el parque -con nocturnidad y la
alevosía de la detención de periodistas-, una resolución judicial sembró
dudas respecto a la legalidad de la operación.
Sin embargo, más tarde,
el mismo martes por la tarde, otro magistrado avaló la operación.
No había nada que objetar a la intervención policial, ni a que el
dueño del recinto –Zuccotti es propiedad de la inmobiliaria Brookfield-
impusiera la norma de que no se pueda acceder con tiendas de campaña,
sacos de dormir u otros objetos personales: las mochilas son materia de
inspección.
Ni que, ni siquiera, se permita tumbarse en el suelo o en
los bancos.
Una vez reabierto el parque a la ciudadanía, la tarde del martes, “la
plaza de la libertad” se llenó de nuevo de manifestantes.
La humanidad
recubría un escenario de piedra y árboles, sin rastro alguno del poblado
donde se ha amamantado este movimiento que despierta la simpatía de la
mayoría de los neoyorquinos (según las encuestas), las críticas de
muchos vecinos y la ira del conservador ‘The New York Post’.
A los reunidos, que discutían las nuevas estrategias, les rodeaban
las vallas y los policías. Y dentro, con chalecos verdes, los vigilantes
contratados por Brookfield, siempre dispuestos a revisar cualquier
paquete.
La guitarra entra, le dicen a su músico, pero van a la basura
los plásticos en los que la envuelve. Hay un gesto de compasión.
Como
llueve, permiten que el instrumento vaya dentro de una bolsa de esas
transparentes.
La imagen de esa vuelta al lugar que ha articulado la protesta
contrastó, el miércoles, con la desolación del amanecer. Bill Dobbs, uno
de los encargados de la comunicación del movimiento, no esconde su
preocupación.
“Hemos calado en la sociedad, nuestra lucha se ha
extendido a otros ciudades, esta es una lucha nacional e internacional,
pero no disponer de un campamento puede ser muy negativo”, replica al
plantearle que hay otros integrantes de esta iniciativa que consideran
que ya no se necesita un lugar físico.
Que se abre otra etapa.
Bill insiste. “La plaza nos
facilita convocar las asambleas generales y no da visualidad, es un
foco, algo todavía muy necesario”. Matiza, sin embargo, que la cuestión
más candentes en esta jornada consiste en “preparar todo lo de mañana”,
en referencia al jueves 17 de noviembre, conmemoración de los dos meses
de ocupación.
No quiere especular con lo que pasará –asalto al poder
económico, al Ayuntamiento, ocupación del puente de Brooklyn-, ni sobre
el futuro. “Ya veremos cómo sale el sol el viernes”, replica.
De momento, este miércoles, el entorno del edificio de la Bolsa
neoyorquina parece cualquier cosa menos una zona de una ciudad que
ejerce de adalid de la libertad.
Las vallas se suceden, hay barricadas
policiales para impedir el paso por el centro de la calzada de algunas
calles, los agentes, en las aceras, no esconden su sofisticado
armamento.
Si esto es así hoy, cómo será el jueves, día de la gran
protesta.
Francesc Peirón / La Vanguardia