
A muchos les incomoda la sola mención de la fecha. Se ha intentado echar
tierra a los hechos que la precedieron, en busca de un blanqueo de
culpables y responsables en grados diversos, incluyendo el silencio
cómplice.
“La historia juzgará”, dicen otros, mientras disfrutan de los
dividendos del golpe de estado, botín escandalosamente sustraído al
pueblo de Chile.
Mediante el expediente hipócrita de las
“responsabilidades compartidas”, se omiten datos tan innegables y
contundentes como la traición de los altos mandos castrenses, la
conspiración de las derechas política y económica y, sobre todo, el
decisivo accionar del imperialismo, personificado en la siniestra pareja
Nixon-Kissinger.
La honda fisura instalada en el subsuelo de la
conciencia de millones de chilenas y chilenos, ha jugado un papel de
difícil cuantificación, aunque innegable, en los acontecimientos que han
tenido lugar en los últimos años de nuestra historia política y social.
Grandes masas sufrían los diarios embates de la dictadura, con
un repertorio que incluía desde la violencia extrema –asesinatos,
desaparecimientos, torturas, relegaciones y exilio- hasta las más o
menos sutiles formas de penetración vía terror, introducción de la droga
para favorecer su consumo masivo particularmente en los combativos
sectores de las periferias urbanas, las presiones vía políticas
laborales, etc., etc.
Pero esas mismas masas eran las que, de mil
formas, participaban en las movilizaciones, luchas, protestas y formas
agudas de resistencia para oponerse al opresivo dominio ejercido con el
apoyo terrorista del estado.
La transición pactada, cuya
propiedad intelectual sería ridículo discutirle al Departamento de
Estado norteamericano, inauguró un nuevo estilo de gobierno y de
relación entre una dirigencia –concertacionista- auto erigida en una
“clase política” que monopolizaba la expresión libre de la ciudadanía.
Fue
necesario que las limitaciones de los sucesivos gobiernos de “la
transición” quedaran al desnudo ante el país, para que los millones de
personas que se habían embarcado en la embriaguez del consumo y
abandonado en manos ajenas su presente y su futuro, se liberaran de los
espejismos y asumieran una conducta como la que vemos hoy en las calles y
plazas de todo Chile.
Es claro, también ocurrió la vuelta de la
derecha al gobierno, luego de 20 años de haber sido desalojada junto con
el dictador, y tras más de medio siglo sin haberlo conseguido por la
vía democrática.
Lo sustantivo del momento actual es que los
grandes anhelos -“utopías”, por qué no- que marcaron el Chile de las
primeras décadas de la segunda mitad del siglo pasado, han vuelto a
transitar de la mano, particularmente, de las nuevas promociones de
estudiantes de todos los niveles de la educación: secundarios,
universitarios, y con la participación a su lado y activamente del
extenso contingente de profesores y el apoyo aplastante de la
ciudadanía.
Las palabras que hace 38 años pronunciara Salvador
Allende en medio del bombardeo a La Moneda, alcanzan plena vigencia:
“volverán otros hombres a abrir las anchas alamedas por donde pase el
hombre libre del mañana”.
No se trata de tender un puente que
desde el hoy alcance a ese año 1973, como si nada hubiera pasado.
No,
porque lo ocurrido fue terrible en demasía y las lecciones extraídas de
los largos años de dolor y de lucha no pueden de ninguna manera ni bajo
pretexto alguno ser olvidadas u omitidas.
En las manos y los cantos de miles y miles de chilenos, y en primer lugar de su juventud, está el porvenir. Gracias a ellos, a su conciencia y su capacidad de encender con su decisión las certezas y esperanzas de todo un país, Salvador Allende no habrá muerto en vano.