El 9 de julio de 1962, los Estados Unidos realizaban una prueba nuclear en el espacio exterior con el nombre en clave Starfish Prime: hicieron estallar una carga termonuclear de 1,44 megatones propulsada mediante un cohete Thor a 400 km sobre el Océano Pacífico.
Por aquellos tiempos ya se sabía que las explosiones atómicas a gran
altitud no pueden causar daños directos en tierra, pero presentan unas
propiedades especiales que fueron un secreto absoluto durante más de
treinta años, hasta el extremo de convertirse en un arma clave para la
guerra nuclear sin que el público tuviera ningún conocimiento de ello.
Los físicos sí que se lo imaginaban aunque, naturalmente, no dispusieran
de los medios para realizar el experimento, que caía dentro de las
atribuciones exclusivas de sus compañeros al servicio de las fuerzas
armadas.
Aunque a partir de 1981 se publicaron numerosos artículos enScience y otras revistas científicas revisadas por pares,
fue sólo tras el final de la Guerra Fría –cuando sus posibilidades eran
ya un secreto a voces en el mundo académico– que se empezó a hablar
públicamente de la cuestión.
“Eran los daños causados por el EMP, tanto como los debidos a la explosión, el fuego y la radiactividad, lo que ensombrecía todos los estudios detallados sobre la posibilidad de recuperarse después de una guerra nuclear.
Sin disponer de esencialmente nada eléctrico o electrónico, incluso en remotas áreas rurales, parecía sorprendentemente difícil que América pudiese recuperarse.
La América posterior al ataque, en todos estos estudios, quedaba anclada a principios del siglo XX hasta que pudieran adquirirse en el extranjero equipos eléctricos y componentes electrónicos.
Por razones obvias, todo el tema EMP era alto secreto y los seguimientos del Congreso se efectuaban a puerta cerrada.
De hecho, esta es la primera sesión de seguimiento a puertas abiertas que recuerdo”
–Dr. Lowell Wood, director de los Laboratorios Nacionales Lawrence Livermore,en audiencia ante el Congreso de los Estados Unidos, el 7 de octubre de 1999.
No se lo dijeron a nadie, pero Starfish
Prime modificó el campo magnético de la Tierra –específicamente, el
cinturón interior de Van Allen– y creó un cinturón de radiación a su
alrededor que dañó tres satélites.
Durante muchos años, hubo que
construir los satélites artificales con mayor blindaje debido a este
hecho.
De manera más notoria, ocurrieron cosas extrañas en las Islas
Hawaii, situadas a casi mil quinientos kilómetros de distancia: se
fundieron misteriosamente trescientas farolas del alumbrado urbano, se
dispararon cientos de alarmas contra robo e incendio aunque no hubiera
llegado ni la más mínima vibración, y el enlace interinsular de
microondas de una compañía telefónica se quemó.
Estas averías fueron
reparadas rápidamente, sin dar ninguna explicación.
La Unión Soviética protestó, como era de
esperar, aunque sólo uno de sus satélites había resultado afectado
marginalmente.
Lo que no dijeron los rusos es que ellos tenían ya
preparada sus propias pruebas para apenas tres meses después,
relacionadas con el estudio de la Defensa Antibalística de Moscú: la
serie K, que se hizo estallar en Kazajistán entre octubre y noviembre de
1962, con cinco cargas de hasta 300 kilotones.
La tercera prueba de la
serie, denominada poco imaginativamente K-3, detonó el 22 de octubre a
290 kilómetros de altitud, no muy lejos de la vertical de Jezkazgan,
mientras el resto del mundo andaba ocupado con la Crisis de los Misiles
de Cuba.
Los científicos soviéticos monitorizaban muy discretamente una
línea telefónica aérea de 570 km para medir los efectos de aquella
energía secreta que parecía hacer cosas a los sistemas
eléctricos a distancias enormes; para ello, la habían dividido en varios
sectores de 70 u 80 km., instrumentados independientemente.
Se puede imaginar su estupor cuando los
570 km quedaron fritos con corrientes de 1.500 a 3.400 amperios, con
todos sus fusibles y disyuntores a gas, y con ellos toda la red de
líneas secundarias.
No sólo eso: también se incendió violentamente la
central eléctrica de Karaganda, mientras 1.500 km de cables eléctricos
subterráneos entre Astana y Almaty quedaban fuera de servicio, además de
una cantidad incontable de daños menores.
De nuevo, aquella energía
secreta invisible e imperceptible había demostrado su capacidad de dañar
gravemente la infraestructura civil y militar a distancias enormes
mediante la sobrecarga masiva de los sistemas eléctricos y electrónicos
radicalmente indispensables para cualquier forma de sociedad
tecnificada.
Al año siguiente, los Estados Unidos y la
Unión Soviética firmaron el Tratado de Limitación Parcial de las
Pruebas Nucleares, prohibiendo todos los ensayos excepto los
subterráneos, que después suscribiríamos hasta 123 países.
La razón
fundamental de este tratado fue reducir la cantidad de lluvia radiactiva
que estaba ya contaminando toda la Tierra debido a las 331 pruebas
atmosféricas norteamericanas, las 200 soviéticas y las decenas de
Francia, el Reino Unido y China.
Y eso estuvo bien. Aunque también hubo
otra razón menos confesable: mantener esta fuerza secreta en la oscuridad, lejos del alcance de cualquier futura potencia nuclear.
Pero, ¿de qué se trataba?
¿Qué clase de
fuerza extraordinaria es esta que puede destruir el sustrato más básico
de la civilización tecnológica contemporánea a lo largo y ancho de todo
un continente, después de una explosión nuclear en el espacio exterior
que ni siquiera llega a verse y mucho menos notarse desde tierra?
Porque
este arma sólo deja como prueba de su presencia unas luces multicolores
bellísimas, muy altas en el cielo, que son en realidad auroras
boreales: las luces del fin del mundo.
Por eso la llaman la bomba del arco iris.
El pulso electromagnético de gran altitud (HEMP).
Cuando se produce un pico súbito de
energía electromagnética, durante un periodo muy corto de tiempo,
decimos que se trata de un pulso electromagnético.
Podríamos afirmar que, por ejemplo, un rayo o un relámpago causan pulsos electromagnéticos naturales.
Ya en 1945, durante las primeras pruebas
nucleares en Nevada, se blindaron por partida doble los equipos
electrónicos porque Enrico Fermi se esperaba alguna clase de pulso de
estas características generado por aquellas bombas atómicas primitivas.
A
pesar de este blindaje, numerosos registros resultaron dañados o
destruidos.
Lo mismo les ocurrió a los soviéticos y los británicos, que
llamaban a este efecto radioflash.
Lo que ocurre es que, en una bomba
atómica que estalla cerca del suelo, el pulso electromagnético es
pequeño, tiene poco alcance y en general queda dentro del área de
destrucción térmica y cinética ocasionada por el arma, con lo que no se
detecta a primera vista.
Pero en un explosivo atómico que detona fuera
de la atmósfera terrestre, en el espacio exterior, este efecto es muy
distinto y resulta amplificado a gran escala por el propio campo
magnético natural terrestre.
¿Cómo es esto posible?
Buena parte de la energía de una carga atómica se libera en forma de rayos gammainstantáneos.
Los rayos gamma no son otra cosa que una forma de energía
electromagnética de alta frecuencia; esto es, fotones como los que, a
frecuencias menores, componen la luz, las ondas de radio o los rayos X.
Su emisión es característica en los procesos que afectan al núcleo de
los átomos o las partículas subatómicas que los forman.
En una
explosión nuclear, por tanto, se producen masivamente.
Dentro de la atmósfera terrestre, los
rayos gamma resultan absorbidos rápidamente por los átomos del aire,
produciendo calor; parte de la devastadora energía termocinética que
caracteriza a las armas atómicas se debe precisamente a esta razón.
Pero
fuera de la atmósfera terrestre, esta absorción no se produce, porque
no hay aire ni nada digno de mención que se cruce en su camino: a
efectos macroscópicos, viajan por el vacío.
Y siguen haciéndolo a la
velocidad de la luz, hasta volverse imperceptibles en la radiación de
fondo.
Algunos de los objetos más lejanos que conocemos son los brotes de rayos gamma,
en el espacio profundo, precisamente porque esta radiación puede
desplazarse sin muchas molestias a lo largo y ancho de todo el universo.
Sin embargo, en una detonación próxima a
la Tierra, la parte de esta radiación gamma que enfoca hacia el planeta
viaja a la velocidad de la luz hasta alcanzar las capas exteriores de la
atmósfera.
Si se ha producido lo bastante cerca (típicamente, entre
cien y mil kilómetros), esta esfera de radiación gamma en expansión no
habrá llegado a disiparse mucho y billones de estos fotones de alta
frecuencia chocan con los átomos del aire, a entre 20 y 40 km de
altitud, cubriendo la extensión de un continente e incluso más.
Entonces, se producen dos efectos curiosos.
El primero es que los átomos de la
atmósfera resultan excitados y se ponen a liberar gran cantidad de
electrones libres de alta energía, por efecto Compton.
A continuación, estos electrones resultan atrapados por las líneas
magnéticas del campo terrestre y se ponen a girar en espiral en torno a
las mismas.
El resultado es una especie de “dinamo” gigantesca, del
tamaño del planeta, con un “bobinado” (los electrones libres capturados)
que gira a la velocidad de la luz.
No giran mucho tiempo, pero da igual.
Como consecuencia, se produce un inmenso pulso electromagnético que
carga de grandes cantidades de electricidad el aire circundante y la
tierra que está a sus pies.
Estas cargas eléctricas ionizan intensamente
la atmósfera, causando las bellísimas auroras boreales que dan nombre a
la bomba del arco iris, y a continuación se abalanzan sobre
todo lo que esté a su alcance con un potencial de decenas e incluso
cientos de miles de voltios/metro.
Especialmente, sobre los sistemas
eléctricos y electrónicos.
Típicamente, el pulso así generado tiene
tres componentes, denominados –de manera igualmente poco creativa– E1,
E2 y E3.
Ninguno de ellos tiene la capacidad de dañar de manera
significativa a la materia corriente o a las personas.
El E3 es un pulso
muy lento, con decenas a cientos de segundos de duración, ocasionando
un efecto parecido al de una tormentas geomagnética muy
severa; tiende a deteriorar o dañar las grandes líneas eléctricas y sus
transformadores.
El E2 es muy parecido al ocasionado por el relámpago, y
resulta fácilmente neutralizado por los pararrayos y otras protecciones
similares contra embalamientos energéticos.
El E1, en cambio, es
brutalmente rápido, casi instantáneo, y transporta grandes cantidades de
energía electromagnética; por ello, es capaz de superar las
protecciones corrientes contra rayos y otras sobrecargas, induciendo
corrientes enormes, miles de amperios, en los circuitos eléctricos y
electrónicos que quedan a su alcance: miles de kilómetros de alcance.
El resultado es sencillo: los circuitos,
simplemente, se fríen de modo instantáneo por todo el continente.
Esto
sucede sobre todo en aquellos que están conectados a antenas (pues una
antena capta tanta energía electromagnética del aire como puede) y a
líneas que actúen de antena (por ejemplo, los propios cables de la red
eléctrica).
Pero se ha documentado también muchas veces en circuitos
apagados y desconectados, pues el pulso es lo bastante intenso para
inducir corriente en su interior.
Los microchips de alta integración en los
que se basa toda nuestra tecnología presente, desde las grandes
instalaciones industriales y energéticas hasta los aparatejos que nos
compramos continuamente, son especialmente frágiles ante el componente
E1 del pulso electromagnético, que quema con facilidad las uniones P-N
por embalamiento térmico, tanto más cuanto más pequeños sean sus
componentes.
La subsiguiente dislocación de los sistemas SCADA, los
controladores PLC y otros elementos clave de los sistemas que garantizan
los servicios de la civilización actual puede poner fácilmente a una
sociedad contemporánea de rodillas durante las primeras fracciones de
segundo de un ataque así, incluso mucho antes de que empiece la guerra de verdad… en caso de que haga falta después de algo así.
Se ha documentado que esta clase de
circuitos pueden quedar dislocados con pulsos de 1.000 voltios/metro y
la mayoría de ellos resultan destruidos por debajo de 4.000
voltios/metro.
Un arma nuclear detonando en el espacio para generar
pulsos electromagnéticos puede barrer fácilmente un continente entero
con un potencial de entre 6.000 y 50.000 voltios/metro, incluso con
potencias explosivas muy bajas, por debajo de 10 kilotones,
menos que la primitiva bomba de Hiroshima.
Aunque la documentación
pública al respecto es ciertamente críptica, parece como si el
componente
E1 fuese en gran medida independiente de la energía total
liberada por el arma (a diferencia del E3, que es directamente
proporcional).
Debido a la distribución característica
de las lineas del campo magnético terrestre, y dado que la generación
del pulso es totalmente dependiente de las mismas, su intensidad está
relacionada con la latitud.
El pulso tiende a ser débil cerca del
ecuador e intenso en las latitudes intermedias donde se hallan Europa,
Estados Unidos, China, Japón y las áreas más habitables de Canadá y
Rusia.
Su impacto sería mucho más notorio en sociedades altamente
urbanas e industrializadas y menor en las zonas agrícolas
subdesarrolladas o en vías de desarrollo.
Las ciudades, que dependen de
una infinidad de servicios garantizados por estas tecnologías y son
prácticamente inhabitables en ausencia de los mismos, sufrirían de
manera particular.
Toda gran urbe depende de sus suministros y su
pujanza económica; la capacidad del pulso electromagnético inducido para
desarticular los suministros y suprimir la actividad económica les
resultaría letal.
Esto último nos hace observar un hecho
singular: las armas de pulso electromagnético podrían ser una opción
extraordinariamente interesante para países que se sientan en
condiciones de inferioridad tecnológica o industrial respecto a un
adversario.
En un intercambio de bombas del arco iris, el bando
más tecnificado e industrializado sufriría daños y dislocaciones de sus
infraestructuras esenciales mucho mayor que el bando menos dependiente
de la tecnología avanzada.
Si las armas nucleares tienen en general una
capacidad igualadora importante, las de pulso electromagnético
llevan esta capacidad al extremo.
Hipotéticamente, una nación agrícola
atrasada y anclada a principios del siglo XIX no sufriría ningún daño
por un ataque de estas características, mientras que una nación
sofisticada, urbanita y avanzada sufriría pérdidas inmensas y correría
grave riesgo de aniquilación.
Efectos del HEMP.
“Los automóviles modernos dependen de los semiconductores y los microprocesadores; la posibilidad de que sufran daños catastróficos es, por tanto, extrema.
Ninguno de los sistemas militares desprotegidos que hemos sometido a pruebas soportaba más de 10.000 voltios por metro [...]
Las tormentas solares, de potencia muy inferior a esta distancia, han provocado cortes de electricidad muy severos.
Existen múltiples razones para creer que las partes de nuestros sistemas de comunicaciones basadas en semiconductores, es decir su práctica totalidad, serían extremadamente vulnerables a un ataque EMP.
Es razonable afirmar que muchos, si no todos los sistemas informáticos modernos expuestos a campos EMP de 50.000 voltios por metro, desde los portátiles hasta los grandes sistemas, dejarían de funcionar como mínimo.
Y la mayoría de ellos se quemarían. Cualquier arma nuclear de cualquier tipo [generará EMP si se detona a la altitud adecuada]”
–Dr. Lowell Wood, op.cit.
Durante un intenso ataque de pulso
electromagnético de gran altitud (HEMP) un ciudadano corriente sólo
notaría al principio que se ha ido la luz.
Su sorpresa aumentaría al
mirar su reloj (digital) de pulsera, querer usar el teléfono, encender
su portátil o descubrir que al menos una parte de los coches y camiones
han dejado de funcionar repentinamente y están formando grandes atascos:
nada parece estar operativo.
En muchas ciudades, que dependen de bombas
para el correcto funcionamiento de la red de aguas potables, la presión
de los grifos comenzaría a descender (y en otros puntos aumentar, hasta
el extremo de reventar las tuberías).
El personal de mantenimiento o
emergencias que acudiera a reparar las averías e incendios descubriría
que sus propios instrumentos están dañados y al menos una parte de sus
vehículos inutilizados.
Así reducido ya al estado de un campesino
del siglo XIX sin saberlo, es posible que nuestro amigo o amiga pasara
sus primeras horas esperando a ver si vuelve la corriente, leyendo a la
luz de las velas, jugando con los niños o bajando al bar (donde no
funciona ni la cafetera, ni la cocina) para echar la partida sin luz.
En
este momento, su vida sería aún parecida a quienes experimentaron algún
gran apagón como este, este o este otro.
Quienes trabajen o estudien lejos de sus casas tendrían muchos
problemas para regresar, y es probable que debieran hacerlo a pie.
Puede que su nerviosismo comenzara a
aumentar a la mañana siguiente, al descubrir que todo sigue sin
funcionar, que los alimentos del refrigerador comienzan a estropearse y
que los cajeros automáticos continúan muertos.
Trata de conseguir una
radio a pilas, se dirige a la comisaría más próxima o a la junta de
distrito a preguntar.
Nadie sabe gran cosa.
Corre el rumor de que ha
habido una guerra.
Los supermercados y la mayoría de comercios,
desprovistos de cajas registradoras, suministros diarios y controles de
stock y personal están en su mayoría cerrados a cal y canto; sólo quedan
abiertos algunos pequeños comerciantes, vendiendo el fondo de almacén y
sacando las cuentas con lápiz y papel.
Se pasa por el trabajo, donde le
dicen que no hay nada que hacer hasta que vuelva la luz.
Los niños
siguen yendo al colegio (si viven cerca), pues para dar clase sólo se
precisa tiza y pizarra, pero los profesores andan un poco confundidos.
Cuando pasa por delante de un hospital,
se encuentra con largas colas en las puertas de urgencias.
Aparentemente, tienen problemas para atender a los enfermos, y no
digamos ya cuando se precisa una intervención quirúrgica.
Oye decir que
se les están agotando los medicamentos más utilizados.
Un poco asustado,
busca una farmacia abierta para adquirir los fármacos que usa la
familia.
No se los quieren vender sin receta, y de todas formas algunos
ya no quedan.
Por todas partes hay vehículos inútiles empujados
malamente sobre las aceras y arcenes.
Gracias a eso pueden circular
ahora unos pocos trastos viejos, anteriores a la era de las centralitas
digitales y el encendido electrónico.
Pasa un arcaico Land Rover de la
Guardia Civil, pidiendo por megafonía a viandantes y vecinos que
permanezcan en sus casas siguiendo instrucciones de la Delegación del
Gobierno.
Nuestro ciudadano se asusta y decide
regresar al hogar.
Cuando pasa por cerca de la estación del tren,
observa que allí tienen luz eléctrica.
Al asomarse, descubre que han
conectado una locomotora diésel-eléctrica del año de la tos, a modo de
generador.
Las modernas máquinas computerizadas para los AVEs y Alaris y
demás redes de velocidad alta, en cambio, parecen estar inutilizadas.
En unos pocos días, a nuestro ciudadano
ya no le queda comida, ni medicamentos, y el agua potable es de dudosa
salubridad.
La electricidad sigue sin regresar, pues las fábricas que
debían construir los repuestos para hacer millones de reparaciones a
gran escala también están destruidas.
Se habla de que van a evacuar a la
gente al campo.
Pero, ¿en qué campos van a meter a los millones de
habitantes de las ciudades?
Desde la terraza, ve cómo se van formando
las primeras colas de refugiados.
Sólo entonces comprende que su vida y
la de los suyos ha cambiado para siempre, propulsados a un mundo antiguo
donde, realmente, ya no sabe cómo sobrevivir.
Esto no son hipótesis. Este es el tipo de daño que vemos en los transformadores durante las tormentas geomagnéticas. Una tormenta geomagnética es una variante muy suave, muy sutil, del llamado componente lento del EMP [E3].
Así que cuando estos transformadores quedan sometidos al [E3], básicamente se queman, no debido al propio EMP sino a la interación del EMP con la operación normal del sistema eléctrico.
Los transformadores se queman y cuando se queman así, señor, ahí se quedan y no se pueden reparar.
Deben reemplazarse, como usted apuntó, desde fuentes extranjeras. Los Estados Unidos, como parte de su ventaja competitiva, ya no producen grandes transformadores eléctricos en ningún lugar.
Toda la producción está deslocalizada en el exterior.
Y cuando quiere usted uno nuevo, lo pide, y entonces hay que fabricarlo y entregarlo. No se almacenan. No hay inventario.
Se fabrica, se embarca y se entrega por medios muy lentos y complejos porque son objetos muy grandes y masivos. Vienen despacio.
El retraso típico desde que ordena usted uno hasta que lo tiene en servicio es de uno a dos años, y eso es si todo sale estupendamente [y tiene usted dinero para pagarlo.]
–Dr. Lowell Wood, en otra comparecencia ante el Senado de los EEUU, 2005.
Uso militar del HEMP: destruyendo la civilización a continentes.
“Los soviéticos planificaron un ataque EMP muy extenso contra los Estados Unidos y otros objetivos [...] Un ataque así causaría billones [europeos] de dólares en daños infraestructurales [...]
A finales de la Guerra Fría [...] sólo la Unión Soviética tenía la capacidad de montar ataques EMP contra los Estados Unidos, y muy probablemente lo haría como el primer golpe de una lucha a muerte realizada con medios técnicos protegidos contra EMP.
Las respuestas indicadas a cualquier ataque EMP eran bien claras. La capacidad soviética máxima para imponer esos ataques existe todavía en las fuerzas estratégicas de la Federación Rusa, y predigo sin duda ninguna que seguirá existiendo durante muchas décadas [...]
Cualquier país que disponga de un arma nuclear del tipo de las utilizadas en la II Guerra Mundial [y un cohete capaz de transportarla al espacio] puede realizar un ataque EMP.”
–Dr. Lowell Wood, op.cit. (1999)
Se ha postulado insistentemente que las armas de pulso electromagnético y otras aún más esotéricas como las de oscurecimiento constituirían
el compás de apertura de la guerra nuclear.
Un país así atacado a
escala continental sufriría grave desarticulación de sus sistemas
defensivos, y muy especialmente en sus radares y telecomunicaciones
radioeléctricas.
Pero, si bien todos los medios militares que se pueden
proteger suelen estar protegidos, su efecto sobre la infraestructura
civil resultaría tan devastador que un atacante podría optar por
utilizar únicamente esta técnica para asestar un golpe terrible sin
iniciar una guerra nuclear a gran escala.
Un solo cohete con una sola cabeza
detonando en el espacio exterior, lejos de cualquier sistema antimisil
del presente o del futuro próximo, puede provocar con facilidad esta
clase de efectos a mayor o menor nivel.
Hace tiempo que los científicos
rusos y chinos publican abiertamente artículos
sobre las posibilidades de construir armas de “súper-EMP”, diseñadas
específicamente con objeto de llevar esta clase diferente de destrucción
a sus límites teóricos máximos.
Para potencias que disponen desde hace
décadas de tecnología de armas nucleares avanzadas, misiles balísticos y
cohetes espaciales, el coste de tales opciones es ridículamente bajo.
Incluso países mucho más atrasados como Corea del Norte podrían llevar a
cabo un ataque de este tipo con éxito, lo que seguramente explica
algunas realidades presentes de la política internacional.
Curiosamente, un ataque de pulso electromagnético sólo se puede realizar una vez, y luego hay que esperar a que la atmósfera se descargue para
repetirlo: cuando el aire está altamente ionizado por la detonación
precedente, los siguientes pulsos “se ponen a tierra” y no hacen gran
cosa.
Por este mismo motivo se prefieren armas de fisión de una sola
etapa en vez de armas de fusión multietápicas, o se corre el riesgo de
que el pulso generado por la pequeña carga iniciadora debilite los
efectos de las siguientes etapas.
Por su capacidad para causar grandes
daños en un área inmensa a un coste ridículo, de manera difícilmente
evitable y con la hipotética posibilidad de desarticular por completo la
sociedad atacada durante un periodo de tiempo indeterminado, es muy
probable que este tipo de armas se utilizaran en cualquier conflicto que
escalara al nivel nuclear.
Armas de pulso electromagnético no nucleares.
Se han postulado diversas armas
electromagnéticas de alcance reducido, con el propósito de realizar
ataques selectivos contra una instalación o vehículo determinados.
Ya en
1951, Andrei Sajárov y su equipo propusieron en la URSS un cierto generador por compresión de flujo mediante bombeo explosivo,
que fue reproducido poco después en el Laboratorio Nacional Los Álamos
estadoundense.
Los generadores Marx usados en la investigación de los
efectos del pulso electromagnético constituyen otra posibilidad, aunque
son caros y voluminosos para una aplicación militar en el campo de
batalla.
Un dispositivo llamadovircator puede
convertir con facilidad la energía producida por estos generadores en
fuertes pulsos locales, con un alcance de decenas o cientos de metros.
No se ha documentado con claridad el uso
de este tipo de armas en guerras reales, probablemente porque están
envueltas en un velo de secreto, los sistemas militares suelen estar
protegidos contra pulsos y las redes eléctricas civiles se suprimen con
más facilidad y de manera más selectiva mediante el uso de bombas de grafito.
Defensa contra pulsos electromagnéticos.
Es conceptualmente sencillo proteger una
instalación o equipo contra pulsos electromagnéticos, y en ocasiones
hasta barato: si la defensa se implementa en la fase de diseño, puede
llegar a encarecer el producto final en cantidades tan bajas como un 5%
(aunque en otros casos llegue a superar el 100%).
Sin embargo, esto sólo
es aplicable a determinadas instalaciones y dispositivos, y una
protección fuerte contra pulsos electromagnéticos militares presenta numerosos problemas de índole práctica (y económica).
Uno de estos problemas sustanciales
radica en que, para proteger una instalación o equipo contra esta clase
de ataque, la única aproximación verdaderamente eficaz consiste en
encerrarlo en una caja o jaula de Faraday.
Sin embargo, una jaula de Faraday perfecta resulta más fácil de decir
que de hacer, sobre todo cuando hablamos de instalaciones voluminosas
como una central eléctrica o telefónica, una estación de transformación,
una refinería o una planta industrial.
Entre otras cosas, requiere un
costoso mantenimiento constante, para evitar que la humedad, la
oxidación o incluso cosas como pequeños corrimientos de tierra que
generen grietas en el subsuelo dejen un “paso libre” al pulso.
Otro problema importante radica en que
las propias redes (eléctrica, telefónica, incluso la de aguas y
alcantarillado…) pueden transportar el pulso con facilidad al interior
de la instalación o dispositivo.
Todo contacto con el exterior debe
estar defendido con componentes dieléctricos, fusibles o disyuntores
ultrarrápidos –raros y caros, pues como ya hemos mencionado las
protecciones contra el rayo no sirven contra el componente E1 del pulso–
o, incluso, mediante el uso de equipos totalmente autónomos situados
dentro de la jaula.
Resulta especialmente complicado proteger
los dispositivos provistos –externa o internamente– de antenas o de
cableados o circuitos que actúen como una antena, dado que la naturaleza
de las mismas es precisamente captar tanta energía electromagnética de
la atmósfera como sea posible.
Esta clase de aparatos quedarán
destruidos con facilidad durante un ataque de esta naturaleza, e incluso
pueden llegar a incendiarse o estallar.
Prácticamente todos los equipos
electrónicos que utilizamos cotidianamente y las redes que los
alimentan son susceptibles de actuar como una antena.
Investigación de los pulsos electromagnéticos.
Los procesos y efectos de los pulsos
electromagnéticos de gran altitud se estudian fundamentalmente por dos
vías.
Una de ellas son los generadores Marx,
capaces de inducirlos localmente sobre los equipos que se desea poner a
prueba.
De esta forma, se pueden descubrir sus efectos sobre cada
aparato específico y sobre las protecciones que se les puedan haber
implementado.
Pese a que estos equipos son costosos y muy voluminosos,
son numerosos los países que han trabajado con los mismos:
Estados
Unidos, la URSS y luego Rusia, China, el Reino Unido, Francia, Alemania,
Holanda, Suiza e Italia.
Para comprender la manera como se generan
estos pulsos y otros fenómenos similares de utilidad tanto civil como
militar se utilizan las instalaciones del tipo del HAARP, tan del gusto
de los conspiranoicos (aunque nunca sean capaces de acertar a qué se
dedican realmente, y desde luego no tiene nada que ver con los
terremotos).
Que esta demostrado por cientificos como pueden provocar los terremotos con el haarp,como con distintas armas de geoingenieria.
Tanto el HAARP norteamericano (con su potencia de 3,6 MW… hay cadenas de radio que emiten más energía) como la instalación rusa de Sura (190 MW, 53 veces más) o el EISCATeuropeo (cerca de un gigavatio total) y algunos otros de menor potencia son equipos decalentamiento ionosférico
por radiación electromagnética.
Estas instalaciones permiten simular de
manera limitada el bombeo de rayos gamma y X en las capas exteriores de
la atmósfera característicos de una carga nuclear EMP (y también de un
montón de fenómenos naturales, como la radiación solar).
Sin que el mundo lo supiera, las
principales potencias han dispuesto durante más de cuarenta años de un
arma capaz de acabar con la civilización tecnológica moderna en apenas
una fracción de segundo.
En vez de corregir discretamente esta
debilidad, la evolución de las sociedades y los mercados hacia unas
tecnologías cada vez más delicadas y una economía donde se tienden a
presionar todos los costes a la baja han magnificado el riesgo de que un
ataque así suprima radicalmente los medios técnicos de una nación
moderna y la envíe de vuelta al siglo XIX… en un tiempo donde ya nadie
recuerda cómo se sobrevivía en el siglo XIX.
Al igual que ocurre con las
armas nucleares, no hay manera de desinventar el pulso
electromagnético; sólo queda protegerse contra él.
La pregunta es si
queremos.
Si queremos pagarlo, claro.
Fuentes: Explayándose y mundodesconocido