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El discurso de Oscar Arias


El discurso que Oscar Arias pronunció en el Club Unión el pasado 25 de febrero estuvo dividido en dos grandes partes. 
En la primera, Arias diserta sobre democracia. 
En la segunda, visibiliza su ideología -profundamente antidemocrática- así como su particular ethos, a medio camino entre la egolatría y el solipsismo.

Efectivamente, la primera parte abunda en menciones y conceptos –grandilocuentes y retóricos- alrededor de la democracia: 
“Difícilmente se pueden cumplir, a la vez, los sueños personales en libertad y los sueños colectivos con justicia, allí donde el régimen político no sea una verdadera democracia”; 
“La democracia depende tanto de lo que hagamos como de lo que dejemos de hacer”; 
“Yo estoy plenamente convencido de que las reglas democráticas son universales”. 
Y así sucesivamente. 
Recargados arabescos y empalagosas florituras intentan trajear de elegante el inacabable rosario de trivialidades y lugares comunes.

Hasta aquí el señor Arias dejó en claro dos cosas: 
a) guarda devoción y reverencia por algo que él llama democracia; 
b) el susodicho no parece estar en condiciones o no parece interesarse en desarrollar ninguna discusión seria ni ningún reflexión crítica acerca de lo que tal cosa pueda significar.

Eso sí, el señor Arias reitera, una y otra vez, acusaciones que deben ser interpretadas como una suerte de proyección en otras personas, de lo que son sus muy personales y acusadas tendencias autoritarias, cosa que las infiltraciones de Wikileaks que recientemente hemos conocido, ratifican con contundencia. 
Un par de citas, a modo de ilustración: “Cosa distinta ocurre con quienes no creen en ella [la democracia], con quienes la usan como disfraz mientras añoran el momento para destruirla”. 
Y esta otra: “Éstas son las reglas incuestionables (sic) del poder democrático, y cualquiera que pretenda saltarlas incurre en vicios autoritarios, aunque haya sido elegido por el pueblo”. La segunda parte del discurso, como indiqué, desarrolla consistentemente ese sesgo autoritario.

Al adentrarnos en esta segunda parte encontramos un Oscar Arias de seño fruncido. 
Moraliza y regaña sin renunciar a su proverbial retórica:
“Volver atrás, añorar el pasado, no para construir el futuro, sino para revivir los cementerios del ayer, es el mejor camino al suicidio colectivo” (así resume su disgusto en relación con los diversos y variopintos procesos socio-políticos que se escenifican actualmente en América Latina).

Sentada la condenatoria frente a tales dislates, nos entrega la receta correcta: “América Latina sólo alcanzará el crecimiento económico si abraza la globalización y no huye de ella”. 
La divagación asume entonces tonalidades que nos llevan de vuelta a Fukuyama y su desprestigiadísima tesis del fin de la historia. 
Don Oscar se esfuerza así por revivir el olvidado cadáver del discurso único de inicios de los años noventa.

La verdad, pues, ha sido pronunciada y todo otro punto de vista es descalificado con fiereza: “Grupos políticos que prefieren que suceda una tragedia antes que un milagro en el camino al desarrollo, prisioneros de un estatismo ineficiente. 
Desde sindicatos cobijados tras convenciones colectivas, hasta diputados escudados en la inmunidad parlamentaria. 
Personas que creen que es tiempo de la confrontación social y de la lucha vengativa entre las clases”.

En breve: diferir de Oscar Arias entraña una profunda maldad: la de que quien propugna la tragedia.

Reconoce que en la Costa Rica actual las cosas no andan del todo bien. Pero en seguida reafirma que no es por su culpa: 
“Tengo la certeza de que la crisis de gobernabilidad que vive Costa Rica sería peor si Liberación Nacional no hubiera gobernado en los últimos años”. 
Como también es generoso a la hora de ensalzar su segunda administración: “…pusimos a Costa Rica a caminar de nuevo y le devolvimos la confianza a los costarricenses”. 
No es difícil demostrar que, individualmente considerado, Oscar Arias ha sido, durante los últimos 25 años, la persona que más poder ha concentrado en Costa Rica. 
Y, sin embargo, se autodesigna víctima y no victimario. Enrostra la responsabilidad en quienes no tuvieron poder alguno o lo tuvieron en dosis mínimas. Es un “pies en polvorosa” que resulta grotesco y cobarde.

Pero al menos hay que reconocerle coherencia en este punto: siendo que está totalmente persuadido que en sus manos, y solo en sus manos, está la verdad, no podía esperarse de su parte un gesto de humildad –ni tan siquiera una mínima manifestación de salud mental- tendiente a reconocer cuanto menos algún errorcillo insignificante. 
De ahí que le resulte intolerable, además de incomprensible, el cuestionamiento por las llamadas realizadas a importantes personeros públicos.
Le parece lo más natural del mundo, aún si de por medio habían asuntos del directo interés personal suyo y de su hermano Rodrigo. 
Lo cual tan solo ratifica, por otra vía, su grado de respeto por la institucionalidad democrática. Esta resulta como al modo de otra Hacienda Taboga.

Viene entonces el recetario para Costa Rica. Nos introduce a “la” verdad a través de una pregunta retórica: “¿qué es lo más importante en este momento?”. 
La respuesta se desgrana en referencias retóricas a varios “más importantes” de acatamiento obligatorio. Hay un caso en que el planteamiento resulta especialmente revelador: 
“Lo más importante [entre otros “más importantes”] es que se apruebe la Ley General de Electricidad, específicamente el proyecto que mi gobierno presentó al Congreso, pues es el único de los cuatro proyectos que nos garantiza una mayor inversión privada, tanto nacional como extranjera”. 
Aplastante arrogancia autoritaria: “mi proyecto…el único”. Esto ha de ser una suerte de desplazamiento inconsciente: en realidad, el proyecto no es “el único”.
El Único es Oscar Arias.

Luis Paulino Vargas Solís (especial para ARGENPRESS.info)

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