La ciencia clásica duró unos mil años, del 600 a.C. al 400 d.C. Comienza con Tales de Mileto, sigue con Pitágoras, resplandece con Aristarco y Eratóstenes, y concluye con Hipatia, matemática, astrónoma, filósofa neoplatónica y, según juicios de la época, mujer de gran belleza.
Con su martirio a manos de las turbas cristianas azuzadas por el obispo Cirilo, cae el telón en Alejandría, los científicos se dispersan acosados por los cristianos que ven pecado en todo lo que provenga del mundo pagano: el arte y la ciencia son los principales enemigos: el arte porque en buena medida se consagra a dioses falsos y la ciencia porque intenta explicar la Naturaleza sin recurrir a los dioses y, mucho menos, al nuevo dios, cuya divinidad aún se discute en el siglo V.
Vinieron después otros mil años, casi exactos, del 400 al 1400, de oscuridad en el pensamiento europeo. Los conocimientos científicos fueron guardados en Constantinopla sin añadir nada nuevo, así como en las primeros monasterios que ocupaban el mucho tiempo libre de sus puñeteros monjes en copiar escritos antiguos, si bien no todos se atrevían a copiar a los filósofos paganos y, sobre todo, la ciencia encontró refugio en el naciente mundo del Islam: Toledo en España y Bagdad al extremo oriental del Mediterráneo conservaron los rescoldos.
Los primeros estudios sobre la luz, que modifican los rayos oculares de Pitágoras, son árabes y ya hacen de la luz un proceso independiente del ojo.
Sin duda, los humanos comenzamos a explicarnos la naturaleza por medio de la religión: cuevas y entierros lo demuestran en sus decoraciones. Nos explicamos los fenómenos naturales atribuyéndolos a seres poderosos: dioses, espíritus, enojos y venganzas de fuerzas celestes que era necesario aplacar.
La relación es copia ampliada de otra relación bien conocida: la de padre-hijo, padre que ordena e hijo que obedece o debe atenerse a las consecuencias. Los dioses, incluido el dios único son malosos: meten divinas zancadillas, urden pruebas para sus hijos. Egipcios y caldeos, chinos y babilonios, judíos y cristianos; después mayas, germanos o navajos, todos explicaron lo natural que no entendían, por lo sobrenatural.
Hace 2 500 años, los griegos no ilustrados tampoco fueron excepción: los rayos tenían por causa la furia de Zeus, la de Poseidón era causa de las tempestades, y se debía aplacarlos con obsequios; unos dioses se aliaron con Troya y otros con las ciudades griegas durante la guerra cantada por Homero. En todas partes encontramos dioses hechos a imagen y semejanza de sus pueblos.
En diez mil años de cultura, nadie lo ha dicho, mejor que Xenófanes: “Si los bueyes tuvieran manos, y las tuvieran los caballos y los leones para poder dibujar como los hombres, los caballos dibujarían a los dioses como caballos y los bueyes como bueyes”… Insuperable.
Este salto fue dado en la Jonia griega, 600 años antes de nuestra era, donde los primeros filósofos, los presocráticos, dieron el paso que fundó la ciencia cuando trataron de explicar la naturaleza por la naturaleza misma, y de Xenófanes aprendieron que los dioses estaban hechos a semejanza humana.
El agua, el fuego, la tierra, el aire, los números dando estructura matemática al cosmos, según cada filósofo y su escuela, eran la base subyacente a los fenómenos.
Poco importa si están equivocados, importa que aluden a procesos naturales y nada más. Podrán mencionar a los dioses, pero no son parte del modelo propuesto ni los hacen responsables de los fenómenos naturales. Algunos filósofos creen en ellos, otros no, pero los dioses no son parte de la explicación.
El primer filósofo no teísta del que tenemos noticia es Tales de Mileto, nacido en el 625 antes de nuestra era. Son suyas las primeras especulaciones sobre la realidad física. Propone el agua como la esencia del orden cósmico; calculó el eclipse solar del año 585 antes de nuestra era; en Egipto descubrió un método para medir la altura de una pirámide a partir de su sombra.
Con él da inicio la organización de la geometría, la cual concluiría tres siglos después con el fulgurante edificio de Euclides.
No sabemos cuándo surgieron las primeras explicaciones sobre los fenómenos de la naturaleza, pero las más antiguas están basadas siempre en las pendencias entre los dioses y los humanos.
De manera paralela, comenzó a desarrollarse en todos los pueblos la observación: el paso de las estaciones, el perfecto orden de las estrellas y el desorden en cinco de ellas que vagaban de aquí para allá, por entre las estrellas fijas, y por lo cual los griegos las llamaron “planitis”, que significa “vagabundo”.
Estos inicios ocurrieron en Jonia, la costa egea que hoy es turca, y fue griega por milenios hasta la ocupación turca de 1425, remachada con la caída de Constantinopla en 1453.
Jonia es un punto de cruce para las grandes culturas de Egipto y Mesopotamia: la primera globalización.
Luis González de Alba
publicado por Milenio