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Desmembrando la democracia, el estado de bienestar y los mercados

La cooperación social es nuestra clave para la supervivencia (Yuval Harari)

En «La carta robada» de Edgar Allan Poe, el prefecto de la policía de París es contratado para recuperar una carta sustraída que contiene información comprometedora sobre una dama de la alta sociedad. 

Lo atractivo del relato es el ingenio que Poe deposita en el ladrón. La carta no está oculta en un lugar inverosímil, de hecho, se halla a la vista de todo el mundo en la residencia del ladrón, es decir, está escondida a plena luz del sol.

Quizás las sociedades, por estar al descubierto, creen que la democracia mundial está sana y trabajando. Que sigue vigente, aunque un poco golpeada, pero no en estado de coma. 

El estado de bienestar por su parte, ese concepto antagónico a la austeridad, que engloba un conjunto de políticas y programas gubernamentales diseñados para garantizar una adecuada condición económica y social de la población.

 Y, por último, se imaginan que el libre mercado, esa invención del capitalismo, no sólo existe, sino que asigna recursos y lo hace de manera eficiente.

En la cuarta edición del informe “El estado de la democracia en el mundo, del Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral”, se llega a la conclusión que la democracia se encuentra amenazada —tanto en sentido literal como figurado— en todo el mundo y los peligros, por cierto, son reales. 

Aparte de la persistente pandemia, las guerras y las eternas e inminentes recesiones económicas, la desigualdad del ingreso, el cambio climático culpable de fenómenos meteorológicos extremos y dramáticos, todos ellas enemistadas con incrementos del gasto en asistencia, se ensamblan de manera perfecta en un hilo conductor común, el malestar económico que afecta a la democracia.

A favor de los pesimistas democráticos debe decirse que los países autoritarios y los sistemas de gobierno alternativos han superado a sus homólogos democráticos en bondades y beneficios económicos. Solo poner a China y sus 800 millones de pobres menos marca la diferencia en un mundo dividido. 

Esta idea está comenzado a plantear el interrogante, de si el capitalismo de vigilancia con presuntas libertades, concentrador de ingreso y generador de miseria, es mejor que un sistema estatal dirigista, con carencia de libertades, menos hambrientos y más desarrollo. 

Las sustituciones no son simples, pero al parecer a la gente le importa tener un mejor pasar, pensar en un futuro, a riesgo de llevar esto al extremo y votar a un desquiciado como Milei en Argentina. De todas maneras, el futuro incierto demuestra que no es solo en las democracias donde el contrato social necesita renovarse, en las autocracias también si no dan soluciones.

Paralelamente, el número de protestas en todo el mundo se duplicó con creces entre 2017 y 2022, provocadas por distintas cuestiones. La falta de respuesta efectiva de los gobiernos tiende a perjudicar la legitimidad del modelo democrático. 

La Encuesta Mundial de Valores —que abarca 77 países— pone de manifiesto la disminución de la confianza en el gobierno democrático. 

Sus datos indican que la idea de tener un líder fuerte que no tenga que lidiar con un Parlamento ni con elecciones ha crecido sistemáticamente en los años recientes: en 2009 la cifra de adhesiones al totalitarismo era del 38%, en 2021 del 52%. 

Al parecer la democracia no pudo evolucionar de una manera que refleje la rápida transformación de las necesidades y prioridades de la sociedad; de hecho, los gobiernos, no el sistema, parecen atentar contra ellas.

El contrato social que surge en Europa y se extiende por buena parte del planeta después de la II Guerra Mundial decía básicamente lo siguiente: quien cumple las reglas del juego, progresa.

 “Unos, los más favorecidos, se quedarían con la parte más grande de la tarta, pero a cambio los otros, la mayoría, tendrían trabajo asegurado, cobrarían salarios crecientes, estarían protegidos frente a la adversidad y la debilidad, e irían poco a poco hacia arriba en la escala social. 

Un porcentaje de esa mayoría, incluso, traspasaría la frontera social imaginaria y llegaría a formar parte de los de arriba: la clase media ascendente” (Necesitamos un nuevo contrato social, Joaquín Estefanía).

O sea, la absurda teoría del derrame ya estaba latente, pero con mucho más peso estatal que la mantenía a raya. Ahora no es así. Ese contrato social lo vendieron a plazos, ni siquiera lo han sustituido. Pasó a ser lo que el sociólogo Robert Merton denomina el efecto Mateo: “Al que más tiene, más se le dará, y al que menos tiene se le quitará para dárselo al que más tiene”.

 Se inaugura así la era de la desigualdad y se olvidan las principales lecciones que sacó la humanidad de ese periodo negro de tres décadas (1914-1945) en las que el mundo padeció tres crisis devastadoras perfectamente superpuestas: las dos guerras mundiales, y en el intervalo de ambas, la Gran Depresión.

En algún momento hubo un consenso entre las élites políticas (los partidos), económicas (el empresariado) y sociales (los sindicatos) para alcanzar la combinación más adecuada entre el Estado y el mercado, con el objetivo final de que toda práctica política se basara en la búsqueda de la paz, el pleno empleo y la protección de los más débiles a través del estado de bienestar; esta ecuación y sus ponderadores se desequilibró. 

La transición tecnológica, la financiarización del sistema, la emergencia climática, las nuevas y más complejas formas de desigualdad y exclusión social, y la flexibilidad laboral, no encuentran solución ni alternativa y atacan a la democracia.

En las décadas de 1970 y 1980 quedó claro que había unas divergencias crecientes en los estados de bienestar, y que era improbable que se superaran. La crítica sostenía, y ahora parece confirmarse, que la reconciliación entre el capitalismo y la democracia era una ilusión. 

El neoliberalismo y el individualismo que lo sostiene fueron ganando fuerza, generando un supuesto conflicto entre la prioridad de maximización de beneficios y la minimización de costos que atacaban la expansión de los programas de bienestar.

Gastar en bienestar se había convertido en una carga para los contribuyentes, ya que algunos programas clave, especialmente la seguridad social, eran ¡demasiado generosos! 

El ataque se convirtió en una crítica a los estados de bienestar porque los consideraban similares a las economías planificadas o dirigidas de las sociedades no occidentales y con unos resultados parecidos: mala asignación de los recursos, la ausencia de una disciplina de mercado adecuada y de unas restricciones presupuestarias apropiadas.

Con el crack financiero de 2008 dio inicio una nueva fase. Se evitó un colapso financiero, pero a un coste muy alto para las democracias occidentales. Hubo una brusca recesión en 2009, seguida de una recuperación lenta y débil. 

Con el inicio de la recesión, los gobiernos recurrieron, una vez más a idénticas políticas de las décadas de los años ochenta y noventa del siglo pasado: programas de austeridad, privatizaciones, restricciones fiscales y el saneamiento de las finanzas públicas, comenzando una nueva arremetida contra el estado del bienestar. 

Los países probaron con distintas mezclas de recortes de los gastos, e que hicieron recaer la mayor parte de su ajuste fiscal en la poda de los gastos en lugar del aumento de los impuestos.

La organización benéfica contra la pobreza Global Justice Now elaboró un informe donde, según datos de 2017, de las 100 principales economías y compañías del mundo que tuvieron mayores ingresos, 69 son corporaciones. ¿Cómo puede ser?, ¿qué hicieron para conseguirlo? 

Pues resulta que la obtención de ganancias récord fue gracias a enormes recortes de impuestos, esquemas generalizados de evasión fiscal y políticas comerciales y de inversión favorables a las empresas, o sea, se capturó a la democracia, se sojuzgó a los gobiernos, se recortaron impuestos del estado del bienestar por causar grandes déficit y se redireccionaron para beneficio privado, todo esto antes del 2020.

Y aquí comienza la otra trampa, el creer que la competencia existe y que no está plagada de monopolios, oligopolios o empresas dominantes que fijan precios y cantidades en base a beneficios. Se suele decir que la economía se desplomó durante la pandemia. Esto es en parte cierto: aumentó la desocupación, cayeron los salarios y cerraron más de 22.000 empresas. 

Pero, para otros, fue inexistenteel desplome. La ganancia bruta interanual de algunas grandes empresas en Argentina creció de manera sideral. Así lo demuestran Mercado Libre, 389,1%; Los Grobo, 136,6%; Morixe, 110,1% y Molinos Río de la Plata, 96,1%.

Un informe elaborado por el economista Claudio Lozano, coordinador general del Instituto de Pensamiento y Políticas Públicas, destaca que la capacidad del poder económico para incidir sobre los precios y capturar los subsidios a la producción puestos en marcha en el marco de la emergencia profundizó la desigualdad en el reparto de los ingresos de la economía.

 Empero, esta capacidad sólo puede darse si existe una fuerte concentración en la producción de bienes de consumo masivo en el país que invalida los mercados y que dificulta la aplicación de políticas de precios si no hay acuerdos comunes con estas marcas. 

Cómo hace un gobierno débil, pero democrático, para balancear la inexistencia de un mercado, si las compañías están por la devaluación y captación de los subsidios para sus beneficios.

El Centro de Economía Política Argentina demostró la fuerte concentración, tomando la Encuesta Nacional de Gasto de Hogares, elaborada por el INDEC, del rubro «alimentos y bebidas» como el principal gasto que afrontan las familias, con una participación del 22,7% del total del desembolso de los hogares a nivel nacional.

La estructura de comercialización se conforma por hipermercados, supermercados, mayoristas, tiendas de cercanía, autoservicios y comercios tradicionales. Los hiper y los súper representan el 32% de las ventas, y según información de la Comisión Nacional de Defensa de la Competencia, las grandes cadenas concentran alrededor del 80% de las ventas totales del sector supermercadista en Argentina. 

Tres cadenas principales son responsables de la mitad de las ventas del sector».

El 74% de la facturación de los productos de la góndola se corresponden con 20 empresas que deciden qué comen, y a qué precio, 45 millones de personas como muestra el cuadro.

Solo 10 empresarios poseen 27 de las 80 firmas de mayor facturación de Argentina y concentran el 35% de las ventas. La producción de telecomunicaciones, cemento, aluminio, siderurgia, electricidad, hidrocarburos, electrónica y alimentos están dominadas por escasos conglomerados.

Para sintetizar, como se ve, el mercado brilla por su ausencia, la actividad económica en contexto de altísima inflación permitió a las grandes empresas obteneraltos márgenes de ganancias mientras los salarios reales caen con el ajuste fiscal. 

Si los salarios pierden con la inflación y los mercados están dominados, la democracia carece de capacidad de distribuir o generar un nuevo contrato social y de regular el mercado y pactar precios acordes, lo que la pone en un predicamento, ya que no puede dar soluciones.

 Generar y discutir un nuevo contrato social sería pertinente para la sociedad, pero los ganadores del juego estarán de acuerdo sólo cuando sus beneficios exploten.

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