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Brasil, ¿De qué dependerá el gobierno de centro-izquierda de Lula?


La prédica fascista, que se trasladó a la organización de masas, encontró un terreno fértil en la medida en que las fuerzas populares renunciaron al proselitismo político, visto como incompatible con la institucionalización o el electoralismo.

La historia brasileña actual está marcada por la emergencia de una formación político-ideológica de extrema derecha anclada (aquí radica la novedad) en fuertes bases populares, un fenómeno inadvertido por los sismógrafos de la izquierda institucional, incluso después de los acontecimientos de 2013.

  Sin embargo, existieron elementos allí, que anunciaban las dificultades electorales de 2014 y el golpe parlamentario de 2016, la apertura de la puerta de la crisis que aún nos acompaña, y por cuánto tiempo más nos acompañará no lo sabemos. 

Preferimos no ver. Para nuestros partidos era más cómodo, en ese momento, tomar al lulismo como un indicador de la supuesta politización de la sociedad brasileña. 

Desatentos al carácter de nuestra formación histórica (el latifundio, la esclavitud, el genocidio de negros y pueblos originarios, el racismo, el autoritarismo generalizado, la oposición de los intereses populares), nos dejamos sorprender por el ascenso del bolsonarismo, y redujimos el fenómeno político-social-ideológico a un mero episodio electoral. 

Las consecuencias llegaron al galope. La disyuntiva civilización o barbarie es la encrucijada que nos plantea la historia.

En la política, como en la naturaleza, no hay fenómeno sin causa

La prédica fascista, que logró coagular en organización de masas, encontró un terreno propicio para la buena siembra en la medida en que las fuerzas populares, las que en su día se identificaron como revolucionarias o reformistas, las organizaciones de izquierda y centro-izquierda en general, y particularmente las organizaciones socialistas y comunistas.

 Han renunciado al proselitismo político (por tanto a la confrontación ideológica), considerado la lucha de ideas como incompatible con la institucionalización o con el electoralismo, al que nuestros partidos se han adherido abiertamente, siguiendo los pasos suicidas de los partidos comunistas y socialistas europeos, hoy condenados a la irrelevancia, como nos han demostrado más recientemente las elecciones francesas e italianas.

“Para nuestros partidos era más cómodo, en ese momento, tomar al lulismo como un indicador de la supuesta politización de la sociedad brasileña.

Este carácter protofascista de la reacción emergente, cada vez más intensa, sólo se percibiría a partir de la campaña de 2018 y la elección a la presidencia de la república del hasta ahora inexpresivo parlamentario de segunda fila del llamado “bajo clero”. Es decir, ya tarde. 

Por primera vez, en la historia republicana, la extrema derecha, asumida como tal, toma asiento en el poder según las reglas de la democracia representativa, cuya defensa es abrazada, prioritariamente, por la izquierda. 

Dando lugar a la posibilidad de un amplio arco de alianzas de protección del régimen, como había ocurrido en 1955 y 1961. 

En aquellos años, al igual que ahora, el proyecto de golpe de Estado funcionaba dentro del gobierno. En el primer caso, la confabulación fue dirigida por el propio presidente de la República en funciones (el diputado Carlos Luz). 

En el segundo, los tres ministros militares estuvieron al frente. Ambos intentos fueron derrotados por la movilización popular. 

En la hipótesis concreta de hoy, el presidente de la República es el principal agente del golpe, apoyado por la cúpula militar, la presidencia de la Cámara de Diputados y la pusilanimidad del Fiscal General. Junto a sus hordas y sus milicianos. 

Su antídoto es igualmente la movilización popular, ya sea para: impedir el golpe anunciado; asegurar la elección de Lula; o para garantizar la estabilidad de su gobierno. 

Este ultimó punto, dependerá mucho de las descuidadas elecciones parlamentarias federales, en las que el poder político y el poder económico invierten sin límites y cada vez más a medida que la reelección de Bolsonaro se aleja de la realidad.

La crisis de nuestros días (organizativa, política y de partido) tiene ahí una de sus raíces más profundas. Afectando la capacidad de movilización de las militancias partidarias y sindicales. La lucha de clases, como concepto, quedó encerrada en los libros de texto del siglo XIX.

 A su vez, la educación de las masas, un deber de la izquierda, fue sustituida por el electoralismo, según los moldes de la política tradicional y la lógica política burguesa. 

El potencial político de los partidos se canalizó en la renovación de los mandatos parlamentarios indiferenciados.

La opción por el electoralismo, como medio y fin, relegó necesariamente las cuestiones doctrinales a un plano secundario

El tratamiento ideológico de las campañas electorales siempre deben ser vistas como fenómenos políticos, por lo que representan un espacio privilegiado para la confrontación ideológica. 

Sin embargo, las campañas electorales se abandonaron a la indigencia de conocimiento y fueron entregadas a la ética del marketing político, el cual anuló valores, principios y antiguas diferenciaciones programáticas. La victoria de la derecha fue por WO.

Fue este camino, de retrocesos ideológicos tácticos, determinados por los desafíos electorales, el que preparó el terreno para el avance del conservadurismo de extrema derecha, del que el bolsonarismo es su expresión paranoica. 

Y preparó el terreno para el vaciamiento popular del proyecto socialista, que se encontró sin patrocinio.

Una vez más recogimos los frutos de nuestro abandono, no sólo de la batalla ideológica, sino incluso de la organización de la militancia y de la formación de cuadros. A nuestras dificultades de movilización se asoció la crisis largamente anunciada del movimiento sindical, base esencial de los partidos de izquierda.

La visión conservadora del proceso social consagra la historia de las clases dominantes brasileñas. Las cuales desde la Colonia hasta la República, desde los esclavistas y traficantes de la Colonia hasta los agentes de la especulación financiera, siempre se opusieron a cualquier tipo de cambio o reforma. 

Permitiendo sólo aquellos cambios que no alteraban la naturaleza del mando. 

Se rechazó la ruptura del statu quo y en su lugar primó la conciliación, instrumento mediante el cual la casa grande preservó su poder.

Las iniciativas de la sociedad civil, los hechos de esta semana, ya sea la Carta acordada por los profesores de la Facultad de Derecho del Largo de São Francisco, o el texto promovido por la FIESP que comienza a circular, contribuyen decisivamente a la causa democrática. 

Sin embargo, Bolsonaro en su intento de golpe de Estado, no está solo. Se encuentra acogido, si no guiado o conducido, por un séquito militar primario, no comprometido con la soberanía nacional, el progreso social, el desarrollo y la institucionalidad democrática, en abierto conflicto con el pacto social que dio lugar al fin de la dictadura en 1985 y a la reconstitucionalización de 1988. 

Los fardados no sólo apoyan los delitos comunes y políticos cometidos por Bolsonaro contra la institución democrática, sino que actúan directamente en un intento de desmoralizar el proceso electoral en el que la democracia representativa cosecha su legitimidad. 

En el afán de servir mejor a su amo, el ministro general de Defensa se perfecciona.

Las fuerzas armadas del Estado brasileño han sido históricamente intransigentes con la democracia, a la que han derribado repetidamente: 1937, 1954, 1955, 1961, 1964, 2016; los uniformados crearon la candidatura del capitán, dictaron su contenido, organizaron su campaña incluso en los cuarteles, establecieron los contornos del gobierno y lo apoyaron, incluso en las amenazas de insurrección contra el orden constitucional.

Bolsonaro cuenta con el apoyo de una parte considerable del empresariado, sobre todo del gran capital financiero, y sigue teniendo, lo que es peor, un importante apoyo popular, algo así como el 30% de la población, a pesar de ser responsable, con su cohorte de uniformados, del peor gobierno conocido por la República. 

Esta resistencia no puede ser subestimada, ya que, después de las elecciones, sea cual sea el resultado, el bolsonarismo seguirá siendo un actor importante en la frágil democracia representativa de Brasil.

“Bolsonaro cuenta con el apoyo de una parte considerable del empresariado, sobre todo del gran capital financiero, y sigue teniendo, lo que es peor, un importante apoyo popular, algo así como el 30% de la población”

El proceso electoral puede dar lugar, al mismo tiempo, tanto a la construcción de un dique al bolsonarismo (nombre de fantasía del neofascismo caboclo) como a la deseada reanudación del poder político por parte de las fuerzas progresistas y de izquierda. 

Esta ultima opción, en una necesaria alianza táctica con sectores de la burguesía, comprometidos en último término con la preservación de la institucionalidad democrática, amenazada por el presidente que se presenta a la reelección y su entorno. 

Podría ser la vuelta al programa de reformas posible dentro del régimen actual, pero dependiente de una nueva correlación de fuerzas, que se establezca en el orden político y en la sociedad civil. 

De esta nueva mayoría -que alimentará la movilización popular- dependerá el carácter del gobierno de centro-izquierda con el que se espera la deseada elección del ex presidente Lula.

Los uniformados y las elecciones

El general que acaba de dejar la presidencia del STM declara que el papel de las fuerzas armadas del Estado brasileño es garantizar la legitimidad de las elecciones. 

No lo es. En el proceso electoral, su trabajo es transportar las urnas a través de la inmensidad del país, para lo cual se les paga generosamente (110,6 millones de reales). 

Y eso es lo que realmente están capacitados para hacer. Ya que no están preparados técnica, tecnológica, ideológica o cívicamente para cumplir con su deber constitucional (garantizar la soberanía nacional). 

Operando con equipos de segunda línea, sus corazones y mentes se centran en las cartillas de los cursos de postgrado de las academias militares que Estados Unidos organiza para la formación política de los oficiales de su periferia.

La legitimidad del proceso electoral se deriva del orden constitucional, de los partidos, de la justicia electoral y, sobre todo, de la participación de los votantes. 

Por ahora, el papel de los uniformados ha sido el de interrumpir el proceso al servicio del golpe de Estado.

Traducción: Gabriel Vera Lopes

https://www.alai.info/de-que-dependera-el-gobierno-de-centro-izquierda-de-lula/

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