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Nicaragua: Salvador del Carmen Darío Salgado, el Darío de la K-36

Salvador Darío, Nieto del poeta Rubén Darío e hijo de Rubén Darío Sánchez

No recuerda nada de Chinandega, aunque dice haber nacido en esa ciudad de Occidente. Pura casualidad, tal vez genética o una costumbre de la familia: 

Vivir cerca de los puertos para soñar con tierras lejanas o esperar al ausente amado, oteando el horizonte. 

No cumplía el par de años de vida cuando su padre, al igual que su abuelo, remontó las olas del traicionero rompiente de Corinto y se hizo a la mar para no volver jamás. 

Es cierto que el nómada abuelo- el poeta más errante de su época- volvió para morir, pero es como si tampoco hubiera vuelto nunca a su tierra umbilical, pues su alma se quedó bajo las sombras de la Sierra castellana de Gredos.

No hay punto de comparación con aquél ascendiente que en su grandeza vivió la vida más dramática que un genio bienhechor pudo haber sufrido. 

El físico de Salvador, ya agobiado por sus setenta y un años y por una enfermedad degenerativa en sus rodillas (que desde joven lo ha hecho caminar tambaleante y erráticamente), nada evidencia al abuelo que un día fue descrito con solapado racismo como “un chico delgado de color de avellana, con nariz aplastada, punto más, punto menos que un indio americano…"

Alto y correoso como sus antepasados abulenses, de tez blanca, la mirada gris del veterano soldado o del que ya nada espera, la voz casi inaudible y una sonrisa, que puede ser sonrisa o solo un rictus, una broma de sus músculos faciales y que da vida a un rostro alargado (que recuerda a los alabarderos castellanos que cargaron contra los moros en Sevilla o contra los fieros guerreros aztecas en los accesos de Tenochtitlan), dominado por una prominente nariz y coronado por los restos blanquecinos de los que un día fue una cabellera abundante. 

Salvador del Carmen Darío Salgado no disfruta viajar. Es sedentario, claustrofóbico y conservador, ama a los mismos lugares, los mismos caminos y prefiere a los mismos amigos. Su aventura más larga, sin proponérselo, fue como una inconsciente reminiscencia de aquél viaje que más de medio siglo antes hiciera su entonces imberbe abuelo y que sin saberlo se encaminaba a la gloria y a una vida de sufrimientos. 

Un viaje combinado en tren y barquito de vapor desde León a Granada, donde no tuvo tiempo de admirar al “vieux Momotombo”, ni al entonces cristalino lago del dios-perro xolotl, pues se enamoró a primera vista y perdidamente de aquella raquítica reunión de titilantes luces llamada Managua, la cual divisó desde la bamboleante cubierta de aquel barquito de juguete. Un pueblo grande y polvoso que con el tiempo se convirtió en su único y gran amor, pues las ninfas y nereidas le han sido permanente e injustamente esquivas. " No soy invertido, pero tiene su magia vivir sin hembra placentera".

No lee ni crea literatura y la única música que le gusta, es la que se puede conseguir con una moneda en la ranura de una roconola.

Terminada la escuela primaria de su hijo menor y a causa de la estrechez economíca asociada a la viudez su madre, doña Cecilia Salgado Dubón Portocarrero se mudó de León a la Capital con sus tres hijos. Doña Cecilia era " de buena familia" leonesa y según Salvador, a ella le gustaba mencionar ese su tercer apellido con cierta inflexión, impostando el tono de su voz para recalcar la "fineza" de su origen y su parentesco directo con doña Hope Portocarrero, esposa cornuda y de vitrina del último dictador de la dinastía de los Somoza.

Salvador, siendo el menor y padeciendo frecuentes quebrantos de salud, no logró seguir estudiando, pero encontró vocación en el pequeño comercio. De adulto trabajó en la sala de turbinas de la planta eléctrica de Tiscuco, en el entonces llamado Puerto Somoza, empleo que le heredó una considerable sordera y esa tristeza del operario de máquinas que desperdicia años de su vida en interminables turnos de ruido y soledad. 

No ha habido escándalos, ni sobresaltos en su vida, no ha tenido enemigos permanentes, inquinas duraderas, ni amores pasajeros, mucho menos pasiones vitales. Sólo colecciona años y de ellos recuerda únicamente lo agradable. 

Nunca quiso, ni pudo ser rico, ni pueta: Un nicaragüense atípico que no es "pueta de la nariz a la jeta". 

Un hombre callado, pero amable que vive con otra criatura tan extraña como él mismo: Su sobrino, ligeramente menor que Salvador, algo “tocado” por la mariguana y por esos delirios y psicosis propios de los abandonados combatientes de las últimas guerras civiles e insurrecciones de nuestro país.

Da la impresión que Salvador Darío nunca se ha enojado con nadie, pero dice “que un mal día cualquiera lo tiene y hasta Cristo botó la gorra y garroteó a los mercaderes del templo y de seguro les mentó a sus madres”. Ensaya una sonrisa con la ocurrencia y su mirada vuelve a jugar con el vaso, la botella, la mesa y el techo.

El momento más heróico de su vida seguramente fue su breve etapa como colaborador de los jóvenes guerrilleros clandestinos del Frente Sandinista en los años sesenta. Entorna los ojos como quien intenta ver a través de la oscura cortina del tiempo y describe a Casimiro Sotelo, su jefe de entonces. También cuenta que en una casa del antiguo Barrio San Antonio conoció a Humberto Ortega, que por entonces “era un muchacho flaco, mal comido que cuando hablaba- y hablaba mucho- se le caían, le resbalaban los anteojos y tenía que estar volviéndolos a su lugar frente a sus ojos miopes, era como una manía” y agrega pícaro: “Se le caían a cada rato porque parecían heredados, ajenos pues”. 

Después de la guerra volvió a lo mismo, a vender y comprar truchas, cortes de Cachemira y “tantas babosadas que solo sirven para buscar el sustento”, cuenta sirviéndose otro trago.

Ahora, ya jubilado, pasa las horas vespertinas rodeado por otros ancianos (“experiencias” les llama él), alargando con maña la media de ron barato por toda la tarde, sin pretender ser el “bohemio que bebía poco pero potentemente” que fue su abuelo. “Solo soy un hombre que vive”, nos dice como pidiendo disculpas con su tono manso.
Rubén Darío junto a su esposa Francisca Sánchez

No sufre Salvador (“Darío” a secas, le decimos nosotros) de “falsas modestias, ni angustias ciertas”, pero también parece importarle poco ser nieto y heredero del poeta más grande del habla hispana, Félix Rubén Darío Sarmiento y de la única mujer que trajo felicidad a la vida del gran bardo: La campesina de Ávila, Francisca Sánchez del Poso, que llegó a ser coronada por los amigos literatos, artistas y bohemios de su marido, como la “Princesa Paca”.

Le duele no haber conocido a su padre, Rubén Darío Sánchez, aunque dice haber sentido los latidos de su corazón, cuando este lo cargaba entre sus brazos, teniendo Salvador menos de dos años de vida. 

Algo que yo creo que no es mentira, si no reminiscencia de alguna lectura o historia oída a su madre, pues su abuelo que recordando a su hijito Güicho, su primogénito español tempranamente arrebatado por las dificultades de la pobreza, escribió muchas veces en ese mismo tono tierno y nostálgico. 

“Mi padre viajó a México por asuntos de trabajo, pues luego de casarse en León con mi madre, quería continuar con sus estudios de medicina, pero el dr. Pallais no le quiso reconocer su tercer año aprobado en las Universidades de España. Allá en México, el frío aceleró una tuberculosis que no sabía que padecía y murió apenas a sus treinta y tres años, siendo enterrado en una tierra lejana, dejándonos a nosotros hechos leña, como le pasó antes a él mismo y a mi abuela. Sobrevivimos como pudimos con la ayuda de una pensión del Rey de España y algún dinero producto de los derechos de autor, heredados de parte de la obra de mi abuelo Rubén”. 

“Mi tío Rubén Darío Contreras y mi padre Rubén Darío Sánchez, dieron continuidad al apellido de mi abuelo, originando a varias generaciones de descendiente, que al final y luego de años de dispersión, han venido a recalar o nacer en la tierra de nuestros mayores”. Sin embargo Salvador Darío Sánchez, es un hombre apartado de su famosa familia. 

Rubén Darío Contreras, Eloisa Basualdo Vignolo Y Rosario Emelina Murillo Rivas. 

A él los gobiernos, Instituciones, Embajadas, Fundaciones, Academias, etc. nunca lo invitan cuando se celebran o conmemoran las grandes fechas de la biografía o la obra del pánida.

Aunque (como él mismo dice sarcásticamente), " para ser justo", sí recuerda que una vez el difunto profesor Héctor Darío Pastora lo invitó a una velada frente a los estudiantes en el colegio San Francisco. Lo sentaron tras una mesa con las autoridades del centro educativo, " mientras los alumnos más destacados y memoriosos leyeron discursos, recitaron de corrido los poemas de ´la Margarita´, ´la Marcha´, el indio ´Caupolicán´, un tuco largo de los ´Motivos´, hasta que uno de los chavalos- en túnica blanca y hojas de olivo sobre sus orejas- se cagó del miedo y enmudeció". "Me abrazaron, me aplaudieron, me dieron un manojo de flores de papelillo, un vaso de tamarindo con una repostería de canela, luego de lo cual me tuve que regresar a pincel a mi casa”. 

Así que no aparece de saco y corbata en las fotos de los periódicos y no agrega números cardinales a su apellido (“Darío II, Darío III y otras babosadas” dice), no lo buscan para entrevistas, no le piden autógrafos, ni presume “intelectualidad genética” alguna. 

“Bebo guaro, porque me gusta, pero es un reflejo condicionado, un gustazo voluntario, no heredado”, dice socarronamente, amenazando -inútilmente- con alzar la voz. 

Luego vuelve a esa tranquilidad patriarcal que sus amigos conocemos y disfrutamos y me dice sin urgencia que “qué más quiero saber en el centenario del asesinato del impune de su abuelo, a manos de uno que se hacía llamar cirujano y sabio y lo que es peor, que presumía de ser su amigo”. 

“Sólo una cosa más quiero que me respondas amigo Darío” le digo, ganando tiempo con un largo sorbo a mi botella de “toña”, para seguidamente y a quemarropa dispararle mi pregunta: "¿Cuál es tu poema preferido escrito por tu abuelo? No titubea, su respuesta es como un duro resorte comprimido que libera en un instante toda su energía contenida.

“Por supuesto que 'Lo Fatal', amigo Edelberto", me responde rotundo.

Cae en un bache de silencio tan característico en él, pero intuyo que piensa que en ese soneto truncado están comprimidos y definidos la esencia y el destino de la Humanidad, que esos angustiantes y metafísicos trece versos categorizan nuestra intrascendencia como especie e individuos y nos restriega en la cara nuestra desgracia de ser transeúntes, aves de paso por un mundo al que no hemos agregado nada.

Abre los ojos como regresando de su etílico coma inducido, de su falsa catalepsia y sentencia:

“Soy feliz con no saber ni a donde voy ni de dónde vengo”

“Este poema es la herencia del abuelo Rubén al Hombre” concluye críptico y filosófico, nuestro Darío de la desvencijada casa K-36 de del reparto Ciudad Jardín y contertulio permanente del pequeño bar del Piro Zavala.

Edelberto Matus.


Lo Fatal


Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura porque esa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.

Ser y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
y el temor de haber sido y un futuro terror...
Y el espanto seguro de estar mañana muerto,
y sufrir por la vida y por la sombra y por

lo que no conocemos y apenas sospechamos,
y la carne que tienta con sus frescos racimos,
y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,

¡y no saber adónde vamos,
ni de dónde venimos!...

Rubén Darío

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