Nicaragua: “Oenegé” de Javier Meléndez Quiñónez facturó C$88 millones anuales

El bloqueo de Cuba: crimen y fracaso

Los infiltrados, esos hermanos de clase, son los guatemaltecos subhumanos


Esta rara especie subhumana surgió en el territorio nacional hace 66 años, cuando la Primavera Democrática fue traicionada.
  Son los habitantes de los tugurios. Su padre fue un alcohólico violento que los hizo muchas veces dormir en la calle y aguantar hambre, porque todo se le iba en el guaro. Desde los trece años vendió y aprendió a fumar mariguana. 

A robar empezó practicando con los bolos que se quedaban tirados en línea férrea. Allí vio también por primera vez a unas mujeres embadurnadas de maquillaje, casi desnudas, oreando sus carnes. Lo invitaron a subirse sobre ellas por cincuenta centavos. 

Y adquirió a su tierna edad la primera enfermedad, una purgación doliente y apestosa. La escuela la abandonó temprano y con dificultad leía la prensa que en ocasiones vendía por el Parque Central.

Por los rincones podridos del Mercado de la Terminal de la zona 4 aprendió a robar baratijas a los buhoneros de occidente y practicar la guinda, o sea correr con toda la velocidad que le daban sus piernas, saltando sobre bultos y personas. 

Su madre, ya abandonada por el padre; se juntó con otro hombre, un padrastro malvado que le aporreaba la espalda con un mecate, de esos lazos gruesos y pesados con que se conduce a los bueyes. Desesperado y aterrorizado por el maltrato tomó las calles por su casa y supo de dormir en cartones en los aleros de la sexta avenida. Supo también lo terrible de aguantar hambre. 

Otros hambrientos igual a él le enseñaron que el pegamento quita el hambre y pasó tocando saxofón como cinco años, hasta que sintiéndose absolutamente miserable y enfermo decidió, por su cuenta, deja el saxo y emplearse como repartidor de pan en varias zonas de la capital.

Con su trabajo descubrió la satisfacción de comprar algunas cosillas que le hacían tanta falta, como unos zapatos burros, de gran aguante y, calcetines, tres pares, para lavarlos en la fuente del parque central y no andar con los pies pestilentes.

 Supo de comer en un pequeño comedor en el mercado y pagar, sobre todo pagar, lo que comía. Conforme iba creciendo sus manos se hicieron grandes y fuertes, sus pies también se estiraron y su estatura fue otra, se aceleró su tamaño, cambió su voz, ahora grave; pero sobre todo su sorpresa fue que ahora tenía una insinuación de bigote y el vello apareció en las partes pudendas de su cuerpo.

Se hizo adulto y cuando cumplió sus diez y ocho años fue a la oficina de cédulas de la Municipalidad y grande sorpresa tuvo cuando el oficial encargado, tras la máquina de escribir, le preguntó: (…) 

¿Oficio o profesión? Azorado, confundido, no sabía qué responder. “¿Ofició o profesión?, volvió a insistir el oficial. Farfullando sus palabras, entrecortadas, con timidez le dijo: “Repartidor de pan”. 

El oficial a carcajadas le dijo: “Mirá muchacho, eso que hacés no es realmente un oficio, si fueras panificador sería otra cosa”. Nunca se había sentido tan avergonzado de enterarse en ese momento que era un vago. Que no tenía oficio ni profesión. Que se ocupaba de repartir pan, pero en realidad eso no era un oficio.

Y así por la vida fue dando tumbos, hasta que lo botaron de su trabajo de repartidor de pan y tuvo que lustrar, vender chicles, cigarros y caramelos para sobrevivir. Pero ya no quiso robar. Miraba como otros jóvenes de su edad iban a los colegios, se educaban y a los pocos años iban camino de la universidad y se hacían médicos, abogados, ingenieros; a los que él les lustraba los zapatos en los campus de la universidad. 

Y creció su resentimiento contra esos señoritos de la pequeña burguesía guatemalteca que en un momento gastaban lo que él lograba hacer en un mes.

Una tarde, por estos días tan revueltos, acompañó a los manifestantes capitalinos por las calles de la ciudad pues se enteró que había que sacar a un presidente deshonesto y a decenas de sinvergüenzas que se atrincheraban en un edificio llamado Congreso Nacional. Tuvo fuertes impulsos y decidió darle mecha, echarle candela a ese recinto, pues según escuchaba gritar, eran los causantes de las desgracias de los pobres. Trepó con un formidable garrote, quebró los ventanales y vertió gasolina. 

Las llamas salieron con fuerza buscando oxígeno a la calle y las fotografías de unos viejos mañosos ardieron inmediatamente. Los manifestantes, los otros, los que hacían en la plaza como que hacían algo, gritaron al unísono: ¡Infiltrados, infiltrados, no somos nosotros! Y se dio cuenta al instante que había hecho algo malo, pero si tanto era el odio contra esos viejos de ese lugar, por qué no les hacían algo. Al menos, por lo menos, quemar su guarida.

La policía los persiguió, pero la gran guinda que practicó desde niño le sirvió en ese momento. No pudieron atraparlo y el otro día fue noticia en todos los periódicos, del mundo, según le contaron. A los manifestantes pacíficos ni siquiera los mencionaron.

 “¿No sé qué hice de malo?, todos maldecían a unos que llaman diputados porque son malvados. Yo solo quise ayudar… Pero los señoritos pacifistas no nos quisieron pues dicen que nos pagó la policía y la policía dice que son los universitarios. No se puede quedar bien con nadie y pienso mejor que miren como salen…

Publicado por La Cuna del Sol

Related Posts

Subscribe Our Newsletter