La incógnita actual en Estados Unidos no está en determinar quién fue legítimamente electo presidente sino en saber por cuánto tiempo será capaz de evitar la guerra civil en ese país.
Lejos de la simple rivalidad entre un narcisista experto en el uso de la televisión y un político senil, Estados Unidos se ve ante un grave problema de identidad cultural que siempre ha estado latente desde su surgimiento como país.
Por Thierry Meyssan
La catástrofe previsible desde hace 30 años hoy se perfila en el horizonte. Estados Unidos se dirige inexorablemente hacia la secesión y la guerra civil.
Al desaparecer la URSS, el «Imperio estadounidense» perdió su enemigo existencial, y también su razón de existir. El intento de los presidentes George Bush padre y Bill Clinton de procurar a su país un nuevo camino con la globalización ha destruido las clases medias en Estados Unidos y en casi todos los países occidentales. El intento de los presidentes George Bush hijo y Barack Obama de organizar el mundo en torno a nueva forma de capitalismo –ahora financiero– se estancó en las arenas de Siria.
Y ya es demasiado tarde para corregir el rumbo. El intento de Donald Trump de renunciar al Imperio estadounidense y redirigir los esfuerzos del país hacia la obtención de la prosperidad interna se ha visto saboteado por las élites partidarias de la ideología puritana de los llamados «Padres Peregrinos» (Pilgrims Fathers) [1]. Llega así el momento que tanto temían el presidente Richard Nixon y su consejero electoral Kevin Philipps. Estados Unidos está al borde de la secesión y de la guerra civil.
Lo que aquí escribo no es fruto de ningún delirio. Es resultado de los análisis de numerosos observadores, en Estados Unidos y a través del mundo. Lo mismo piensan muchos en suelo estadounidense, donde la Corte Suprema del Estado de Wisconsin acaba de rechazar el recurso presentado por el presidente Trump contra el fraude electoral, rechazo que no está motivado por alguna razón vinculada al derecho sino porque aceptarlo sería «abrir la caja de Pandora».
Lo que sucede es que, al contrario de la presentación sesgada de los hechos que predomina en la prensa internacional, las opciones son limitadas: se trata de analizar los recursos de Trump conforme al derecho –y se vería entonces que tiene razón– o de analizarlos en función de la política y teniendo en cuenta que darle la razón desataría una guerra civil.
El problema es que el conflicto ya está demasiado avanzado. Anteponer la política al derecho también llevará a la guerra civil.
Hay que dejar de ver la elección presidencial como una simple cuestión de rivalidad entre el Partido Demócrata y el Partido Republicano, sobre todo porque Donald Trump nunca se consideró republicano, sólo tomó el Partido Republicano por asalto durante su campaña presidencial de 2016. Además, Donald Trump no es un loco delirante sino un sucesor del político estadounidense Andrew Jackson, quien fue presidente de Estados Unidos desde 1829 hasta 1837. Ideológicamente, el presidente Andrew Jackson representó el preludio de la aparición del bando de los «confederados».
Es necesario dejar de fingir que Donald Trump no representa a la mayoría de sus conciudadanos, a pesar de que fue electo presidente en 2016, de que miles de candidatos acaban de ganar elecciones locales apoyándose en su nombre y de que él mismo acabar de obtener en la elección presidencial varios millones de votos más que en 2016.
Nadie en Europa parece atreverse a aceptar lo que estamos viendo ya que todos se aferran a la fábula que nos presenta a Estados Unidos como el reino de la democracia. Sólo tómese usted un poco de tiempo para leer la Constitución estadounidense –le llevará unos pocos minutos.
Verá entonces que la Constitución estadounidense no reconoce la soberanía del Pueblo, sólo la de los Estados que componen la Unión. El principal redactor de la Constitución estadounidense, Alexander Hamilton, lo dijo y lo escribió en los Federalist Papers: el objetivo de la Constitución de Estados Unidos no es establecer una democracia sino instaurar un régimen comparable a la monarquía británica –aun sin aristocracia.
Si la Constitución estadounidense ha sobrevivido por 2 siglos ha sido gracias al compromiso que representan sus diez primeras Enmiendas, recogidas en el documento conocido como Bill of Rights o «Carta de Derechos». Sin embargo, en nuestros tiempos de globalización de la información, cualquiera puede darse cuenta de que “los dados están cargados”.
El sistema estadounidense es ciertamente tolerante… pero oligárquico. En Estados Unidos, casi todas las leyes son redactadas por grupos de presión organizados, sin importar quiénes sean los políticos elegidos para sentarse en el Congreso y sin importar quién esté en la Casa Blanca. El personal político es sólo una cortina de humo tras la cual se esconde el verdadero Poder. Los grupos de presión antes mencionados llevan un estricto registro de las decisiones de cada político, les otorgan notas y publican cada año anuarios para mantenerse al día sobre la docilidad de esos personajes.
Los europeos, empeñados en querer ver a Estados Unidos como una nación democrática, se aferran ahora a la idea de que la elección presidencial está en manos de los miembros del Colegio Electoral o “compromisarios”, “grandes electores” designados por el voto popular. Pero eso es absolutamente falso.
La Constitución estadounidense no prevé que el Pueblo elija al presidente, ni siquiera en una elección indirecta o de segundo grado, sino que el presidente sea designado por un “colegio electoral” cuyos miembros han sido designados a su vez por los gobernadores de los Estados. Con el tiempo, los gobernadores acabaron por organizar elecciones en sus Estados, antes de designar a los miembros del “colegio electoral”. Algunos aceptaron inscribir ese paso en la Constitución de sus Estados, pero no todos lo hicieron.
Y, en definitiva, la Corte Suprema estadounidense no se interesa por esos “detalles”, lo cual quedó comprobado hace 20 años cuando George Bush hijo fue designado presidente en detrimento de Al Gore. En aquel momento, la Corte Suprema federal anunció claramente –pero con una elegante retórica jurídica– que no le interesaban los eventuales “trucos” electorales que se habían visto en el Estado de la Florida.
Ese es el contexto de la elección presidencial de 2020, elección que Trump habría ganado probablemente… si Estados Unidos fuese una democracia. Pero perdió porque la clase política estadounidense no lo aprueba y porque, en realidad, Estados Unidos es una oligarquía.
Los “jacksonianos”, partidarios de la democracia, no tienen ahora más opción, para lograr la victoria de su causa, que recurrir a las armas, como está previsto explícitamente en la Segunda Enmienda de la Constitución. Según el sentido original de ese texto, el derecho de los estadounidenses a adquirir, poseer y portar todo tipo de armas tiene como objetivo permitirles rebelarse contra un gobierno tiránico, como en los tiempos de la lucha contra la monarquía británica. Ese es el sentido del compromiso de 1789, que la mayoría ve ahora como un compromiso roto.
El general Michael Flynn, efímero consejero del presidente Donald Trump para la seguridad nacional, acaba de llamar a la suspensión de la Constitución estadounidense y la proclamación de la ley marcial como medio de evitar la guerra civil. El Pentágono, cuyo jefe fue destituido por el presidente hace un mes y reemplazado por varios allegados al general Flynn, estaría llamado entonces a desempeñar un papel fundamental.
Por su parte, Donald Trump ha anunciado su intención de recurrir a un tribunal de Texas para que este se pronuncie sobre los fraudes electorales locales. Texas es uno de los Estados que se constituyó en República independiente antes de pasar a ser parte de Estados Unidos.
Pero, en el momento de su adhesión a Estados Unidos, Texas conservó su derecho a retirarse de la Unión. En 2009, el gobernador de Texas, Rick Perry, amenazó con proclamar la secesión y desde entonces esa idea se ha mantenido vigente. Hoy en día, el Congreso de Texas está por pronunciarse sobre un proyecto de referéndum de independencia presentado por el político republicano Kyle Biedermann.
Un proceso de disolución de Estados Unidos podría ser incluso más rápido que el de la URSS. Esa posibilidad fue objeto de estudio, en Moscú, por el profesor Igor Panarin, durante la primera década de este siglo. Desde entonces, los datos demográficos han evolucionado y Colin Woodard los ha analizado. Este periodista y escritor estadounidense estima que Estados Unidos podría dividirse en 11 Estados diferentes, en función de una serie de criterios culturales.
A esos problemas hay que agregar las denuncias presentadas contra las legislaturas locales de una veintena de Estados estadounidenses que, invocando la epidemia de Covid-19, adoptaron disposiciones que someten el voto ciudadano a fórmulas que contradicen sus Constituciones locales. Si esas denuncias, jurídicamente justificadas, llegaran a prosperar habría que anular no sólo la elección presidencial sino también todas las elecciones para cargos locales –como parlamentarios, fiscales, sheriffs, etc.
Verificar los hechos denunciados en Texas no será posible antes de la reunión del Consejo Electoral federal. Por consiguiente, Texas y otros Estados donde también se han presentado denuncias y recursos similares no deberían poder participar en la designación del próximo presidente de Estados Unidos.
Ante tal situación, el único procedimiento sustitutivo aplicable queda de nuevo en manos del Congreso, donde los “puritanos” están en minoría y los “jacksonianos” tienen la mayoría.
Notas
[1] «Elección presidencial estadounidense 2020. ¡Abrid los ojos!», por Thierry Meyssan, Red Voltaire, 10 de noviembre de 2020.
Fuente:
Thierry Meyssan / Red Voltaire — La guerra civil se hace inevitable en los Estados Unidos.