«Aquí no hay nada que ver… ¡no hay por qué preocuparse!»
El presidente Trump se encuentra en un enorme atolladero. Está mostrando una incapacidad aterradora para gestionar la crisis del coronavirus.
Las curvas de infectados saltan de escala. El estado más potente y rico del mundo (según dicen ellos) se muestra incapaz de hacer frente a esta contingencia. Paradójicamente EEUU invierte el 15 % del PIB en sanidad, aunque como todos sabemos esta es en gran parte privada.
Las dudas, los cambios de criterio de la administración (incluso con pocas horas de diferencia) revelan incapacidad y confusión. La imagen de los “toros mecánicos” cargando bolsas de cadáveres en contenedores no son Fake News.
Las fosas comunes neoyorquinas tampoco. El país que presumía de imponer su poder en todo el mundo muestra hoy sus terribles carencias.
Incluso su ejército se encuentra en graves dificultades. Parte de su flota, incluido un portaaviones nuclear, está inmovilizada por efecto de la pandemia.
El comandante en jefe de las tropas desplegadas en Japón ha declarado el estado de emergencia sanitaria en las bases norteamericanas de la región por la propagación del virus entre los soldados.
Trump está demostrando una escasa simpatía por sus propios ciudadanos, apremiado por sus urgencias electorales. Las prácticas del confinamiento social no se están llevando a cabo. Las comunidades religiosas más extremistas, vivero de votos republicanos, han sido declaradas recursos estratégicos, al igual que las armerías, y han permanecido abiertas.
Al presidente Trump se le acumulan los problemas. La guerra petrolífera iniciada por Arabia Saudita contra Rusia, justo en el inicio de la pandemia, es ahora uno de sus mayores quebraderos de cabeza. Arabia Saudita necesita dinero, mucho dinero.
El régimen de la casa Saud arrastra un enorme déficit financiero, más del 5% el año pasado, y una guerra en el Yemen que es un pozo sin fondo.[1] Riad presuponía una acción militar rápida (un máximo de cinco meses con un gasto diario de 175 millones de dólares) pero la guerra ya dura cinco años y según el cálculo de la Universidad de Havard el coste supera los 200 millones diarios. Solo, y según estimaciones oficiosas, el material militar perdido en la última ofensiva victoriosa de los huzíes suponía para el régimen teocrático una pérdida superior a los 2.000 millones de dólares.
La teocracia saudí no solo está sufriendo una grave derrota militar sino un auténtico “crack económico”.
En el ejercicio actual se preveía un déficit de 50.000 millones (con un petróleo a 52 $/barril) que se transformará, de no cambiar las cosas, en un agujero de más de 120.000 millones de dólares. Arabia Saudita intentó a comienzos de enero que Rusia redujera la producción para incrementar los precios. En ese momento se cotizaba el barril por encima de los 65 $.
Rusia, el segundo mayor exportador de la OPEP+ tras la propia Arabia Saudita, rechazó el nuevo recorte en la producción. La falta de acuerdo, unida a la reducción del consumo por efecto del coronavirus, hundió el precio hasta situarse por debajo de 20 $/barril. Algunos ejemplos ilustran con claridad la magnitud del desplome de precios: en México, otro gran productor, ha llegado a ser más barato un litro de petróleo que un litro de agua embotellada.
El petróleo pesado canadiense de la zona de Alberta no cubre ni siquiera los costos de transporte.
Los campos petrolíferos más caros de Brasil y Canadá están cerrando. En EEUU más de medio centenar de plataformas petrolíferas de esquisto, la gran apuesta de Trump para lograr la supremacía energética mundial, han cerrado y despedido al personal.
El hundimiento de la industria del esquisto puede ser un golpe demoledor para bancos y fondos de inversión. Esos últimos han realizado en los últimos años inversiones enormes y arriesgadas en el sector. La crisis en los fondos de inversión arrastraría a su vez a los fondos de pensiones estadounidenses que han invertido miles de millones. Se prometían unos retornos entre el 5-7%. De nuevo estamos ante el escenario del 2008 pero elevado a una potencia mayor.
Riad pretendió, hundiendo los precios, doblegar la posición rusa. Se equivocaba. El presupuesto de Moscú “solo” depende en un 16% de la extracción de petróleo mientras que en Arabia Saudita es del 90%. Moscú tiene un presupuesto sin déficit e importantes reservas financieras que le permiten soportar durante una larga temporada precios bajos. Trump pidió a Mohammed bin Salman que redujera su producción. Éste hizo todo lo contrario. La industria turística del reino está muerta y se necesita cada dólar que se pueda conseguir.
Arabia Saudita intenta vender su crudo pero la parálisis de la demanda, la reducción de la actividad industrial en la mayoría de los países, ha aumentado los stocks. En tiempos normales el consumo mundial se estimaba en unos 100 millones de barriles diarios; en tiempos de coronavirus es menos de 80 y descendiendo; mientras, Arabia Saudita y Rusia aumentan la extracción.
Riad está bombeando 12,3 millones de barriles diarios. Emiratos y otros grandes productores hacen otro tanto hundiendo el precio a niveles irrisorios. Trump declaró públicamente (todo para consumo interno puesto que estamos en tiempo electoral) que para apoyar a su “aliado” compraría petróleo saudí barato y rellenaría sus reservas estratégicas.
En realidad el depósito está bastante lleno y su capacidad de almacenaje no supera los 2.000.000 de barriles diarios y además ha de comprar su propio petróleo de esquisto.
Asistimos a un fenómeno curioso y es el almacenaje de millones de barriles en supertanques que ahora no tienen fletes por la caída de la demanda y se usan como almacenes de crudo. En el mercado energético se especula que más 12 millones de barriles diarios no tendrán sitio donde almacenarse de mantenerse el nivel de extracción y la atonía de la demanda.
La guerra petrolera pone en evidencia que el boom del Fracking del que tanto alardea el presidente Trump, no es sino una enorme burbuja especulativa que el conflicto iniciado por Riad puede hacer estallar. Putin mira con calma esa realidad.
Hace tres semanas Trump telefoneaba al mandatario ruso pidiéndole que redujera su producción para subir los precios. La respuesta fue nuevamente negativa; las contrapartidas norteamericanas eran escasas: eliminar algunas de las sanciones económicas a Moscú. La conversación fue un mal trago para Trump que tuvo que rebajarse a pedir ayuda al super-villano ruso; es por ello que no tuvo repercusión en los medios occidentales.
La agencia rusa Tass emitía un comunicado muy sintético que evidencia la frialdad de la posición rusa: «Vladimir Putin y Donald Trump acordaron continuar con los contactos personales». Trump, y lo sabe perfectamente Putin, es un presidente sin palabra y sin escrúpulos, no es de fiar. Rusia ha podido superar gran parte de los efectos de las sanciones al producir por sí mismos gran parte de los productos que antes importaba de Occidente. El apoyo de China, a la que vende energía a precios tasados, le permite tener ingresos asegurados.
Los problemas del dignatario estadounidense se multiplican. El petróleo de esquisto, como hemos dicho, es la gran apuesta del presidente norteamericano para conseguir la independencia energética. Ha explotado internamente esa posición como un resultado de su proyecto: “America First”, pero la producción del petróleo de esquisto bituminoso implica enormes desembolsos y exige un precio mínimo, entre los 39 y 48 $ /barril, para asegurar su rentabilidad. Goldman Sachs hace una estimación del precio de petróleo tipo Brent por debajo de los 30 $/ barril para el segundo y tercer trimestre del año. Es posible que tras el abandono del mercado del petróleo de esquisto los precios vuelvan a recuperarse.
Eso es lo que Rusia quiere. Temiendo este escenario Trump ha decidido presionar a Riad para que acepte negociar una reducción de la producción con Rusia. La amenaza para el príncipe heredero saudí no es nada sutil.
El pasado día 8 de abril un grupo de 50 legisladores republicanos hacían una advertencia al reino: o se alcanzaba un acuerdo con Rusia o EEUU implementaría una norma legal que permitiría que las tropas norteamericanas abandonaran el reino incluidos los sistemas de defensa antiaéreos.
La crisis del petróleo y la pérdida del lugar ganado con tanto esfuerzo por EEUU como principal productor mundial de petróleo en 2018 tendrán consecuencias en la política exterior. Washington siempre ha considerado que la seguridad energética y la seguridad nacional están inexorablemente unidas. En este contexto se producen movimientos muy importantes como es el acercamiento de Emiratos Árabes Unidos a EEUU y las maniobras militares conjuntas realizadas hace unas semanas en territorio emiratí. Se prepara posiblemente un “tsunami” político de enorme intensidad que no es otro que la fragmentación de Arabia Saudita como estado.
El papel de gendarme en la zona pasará de las manos del príncipe heredero de Arabia Saudita Mohammed bin Salman a las del príncipe emiratí Mohamed ben Zayed. Curiosamente el “posible” nuevo gendarme local no tiene malas relaciones con archienemigos de Trump como son el presidente sirio (Emiratos abrió su embajada en Damasco en 2018) o Teherán, rompiendo el bloqueo estadounidense, al enviar cargamentos de medicamentos hace pocos días.
Mohammed bin Salman, el líder de “facto” de Arabia Saudita, es un personaje singular. Sufre una enorme tensión interna: otros príncipes con iguales derechos sucesorios le disputan el trono. Le es imprescindible consolidar su liderazgo como príncipe heredero.
La prepotencia del personaje y su falta de criterio como estadista (en medios periodísticos se le conoce como el rey payaso) le ha empujado a enfrentarse simultáneamente a dos superpotencias: a Rusia, a la que intenta humillar, y a EEUU, cuyo petróleo de esquisto puede hacer entrar en bancarrota. Simultáneamente, pierde la guerra en el Yemen y se aísla políticamente de todos sus aliados.
En este momento la decisión de inundar el mercado le opone a Argelia, Libia, Nigeria, el Sultanato de Omán, Bahréin, Qatar, Kuwait y los Emiratos Árabes Unidos (la mayoría aliados en la OPEP) que necesitan urgentemente de un petróleo más caro, especialmente en tiempos de recesión económica. En 2014, Arabia Saudí hizo la misma apuesta para dañar a Irán y Rusia y no le salió bien.
Hoy vuelven a cometer el mismo error, pero los tiempos del coronavirus marcan otras dinámicas. Aunque se alcance finalmente el acuerdo con Rusia para reducir la extracción de crudo e incrementar los precios, Washington no olvidará. Mohammed bin Salman no sabe leer las nuevas realidades y eso probablemente le costará el trono, el país y hasta la vida.
Nota
[1] Según el jefe de la Asociación de Ulemas (líderes espirituales oficiales) de Yemen, el costo en estos años ya supera los 180.000 millones de dólares.
La pandemia
Hasta hace poco el Presidente Trump se refería al coronavirus como si solo fuera una gripe. Necesitaba desesperadamente que ningún incidente ensombreciera lo que parecía una victoriosa carrera hacia la reelección; el rival demócrata, como hemos escrito, era y es de poco fuelle.
A la irresponsabilidad, a la ineptitud de un personaje denunciado por diarios tan complacientes con el poder como The Guardian, se suman las declaraciones del New York Times, que apunta un conflicto de intereses de la familia Trump a cuenta del producto “salvador” de la pandemia: la hidroxicloroquina (Plaquenil, nombre comercial). Este compuesto, utilizado contra la malaria y el paludismo, aún no ha demostrado su utilidad en la actual epidemia pero el presidente Trump, rueda de prensa tras rueda de prensa, lo publicita como solución maravillosa.
Su fabricante es la empresa francesa Sanofi, que tiene entre sus accionistas (¿a qué no lo adivinan?) al propio Donald Trump. Estamos frente a un monumental “bluff”; la hidroxicloroquina se presentó en sociedad avalada por un supuesto informe científico que posteriormente se demostró erróneo. La sociedad internacional de Quimioterapia Antimicrobiana dijo del artículo científico: “el artículo no cumple con el estándar esperado de la sociedad”.
En países como Suecia se ha dejado de administrar por sus efectos secundarios. Las discrepancias en el seno de la comisión de sanidad de EEUU, donde el presidente interviene impetuosamente para publicitar ese producto, chocan con las posiciones más meditadas de sus asesores y auténticos especialistas en virología como Anthony S. Fauci, que aunque intocable de momento, será una de las futuras bajas políticas de la pandemia. Un traspié más en la tortuosa carrera presidencial.
Podría explicarse de esa forma el por qué el gobierno federal ha actuado de forma tan lenta y tan irresponsable en el tratamiento de la pandemia. Las consecuencias de la guerra comercial con China se están viendo ahora, cuando EEUU ha de pagar más caros los productos médicos importados especialmente desde el país asiático.
Evidentemente estas no son las únicas causas, ni siquiera las determinantes. Las consecuencias ya no se pueden ocultar: colapso hospitalario, desatención masiva de la población incapaz de pagar los tratamientos, record en el número de fallecidos…
Las imágenes, aunque se han intentado desdramatizar, impactan: las excavadoras abriendo fosas comunes en el campo de los alfareros de la isla de Hart en New York están ahí; no son de Irán, ni de Venezuela, ni de Liberia ni de Irak. Antes de la pandemia se enterraban unas 25 personas por semana, se reservaban para personas que no podían pagar el sepelio de sus familiares o eran indocumentadas. Ahora se prepara espacio para miles de tumbas.
El coronavirus muestra al mundo la ineficacia de un sistema sanitario que además tiene un gran sesgo de clase; la mortandad se está cebando en aquellas poblaciones más desfavorecidas. Trump, que se siente terriblemente presionado, ha decidido pasar al ataque; su primera reacción ha sido suspender la financiación a la OMS (Organización Mundial de la Salud), acusándola de partidismo a favor de China.
En la segunda fase utilizará un comité del Senado, creado a tal efecto, para acusar a China de ser la responsable de la pandemia. Es una fase más de la guerra comercial con Pekín y una forma más de distraer la atención. Pekín está ayudando a Venezuela y ha verbalizado su oposición a una intervención militar. Por otra parte, y eso es substantivo, los pequeños “dictadores democráticos latinoamericanos”, desde el chileno Piñera al ecuatoriano Lenin Moreno o la golpista boliviana Yáñez, están pidiendo angustiosamente ayuda a Pekín.
Las cuitas del presidente Trump no son sino un reflejo de una situación más compleja. Mañana nada será como ayer. Percibimos movimientos tectónicos de enorme intensidad. Bases, supuestamente sólidas, del sistema de dominación de EEUU se resquebrajan. La pandemia, per se, no va a cambiar el “statu quo”, pero sus consecuencias marcarán un punto de inflexión. Las tendencias que configurarán el nuevo escenario no son nuevas, ya estaban aquí: el filantrocapitalismo (el poder de las Fundaciones como gobierno mundial) la parternarización de lo público y lo privado (que impedirá saber dónde acaba uno y comienza el otro)…
Todas estas tendencias y muchas más que configurarán el nuevo orden mundial, se han desarrollado a la sombra del neoliberalismo económico. No queremos decir con ello que el futuro será necesariamente mejor, sino que será diferente. EEUU va a recorrer el camino de otros Imperios que se desmoronaron y lo hace porque algunos de los pilares básicos que lo sostenían (la estructura social, el dominio energético y el poderío naval que permite la proyección de la fuerza militar en el exterior y con ello asegurar el poder y mantenimiento de la moneda y la deuda) están en una profunda crisis.
La crisis de salud es también el catalizador de una crisis financiera y económica oculta bajo el manto de las grandes cifras macroeconómicas. La economía norteamericana está evidenciando el “bluff” que representan gran parte de las políticas del gobierno Trump, donde los índices de desempleo decrecían al mismo ritmo que lo hacían los ingresos medios de los trabajadores. Lo que hubiera de ser la excepción se ha convertido en norma: ahora, los trabajadores norteamericanos tienen que compaginar dos o tres trabajos para llegar a fin de mes.
La fragilidad del sistema sanitario-financiero se revela ahora en toda su magnitud. Se ha constituido bajo el concepto de que la sanidad es una “mercancía”, no un derecho, y eso lo hace extraordinariamente ineficiente.
En las últimas dos semanas más de 6,6 millones de estadunidense han solicitado acogerse a la prestación por desempleo, que durará unos quince días de media y que conlleva la pérdida del derecho al seguro médico. El costo de la sanidad privada para los mayores colectivos del país, especialmente los trabajadores, es inalcanzable: la hospitalización de una semana a diez días en una UCI con uso de respirador cuesta entre los 70.000 y los 100.000 dólares.
Según los analistas del Bank of América el paro “oficial”, que en febrero ascendía al 3,5% de la población activa, alcanzará al 15,6% a mediados del presente mes. Cifras enormes que aun así no dejan de ser una pura fantasía contable.
Las cifras “oficiales”, como sucede en la mayoría de los países occidentales, no contabilizan grandes segmentos de la población: buscadores activos de empleo, estudiantes que siguen estudios porque no encuentran trabajo…
La realidad es mucho más terrible y dramática. Cerca del 8,8% de la población total del país carece de seguro médico según una encuesta realizada en 2018 por el Centro de Investigaciones de Políticas Sanitarias de la Universidad de California en los Ángeles (UCLA). Las proyecciones económicas derivadas de la pandemia señalan que unos 42 millones de personas tendrán que acogerse a los vales alimenticios que entregan el gobierno federal, los Estados e incluso las asociaciones de caridad.
En el discurso a la nación de enero el presidente Trump presumía de la cifra de desempleados más baja de los últimos años. Hoy todo ello parece un sueño lejano o un sarcasmo, depende de cómo se mire.
La política norteamericana se caracteriza por hacer lo contario de lo predica. El presidente norteamericano declaró hace pocos días: “Nunca debemos depender de un país extranjero para nuestra propia supervivencia. Estados Unidos nunca será una nación suplicante»; al mismo tiempo que negociaba, como ha informado el diario The Guardian, con Rusia, China, Corea del sur, con la UE… ayuda en forma de material sanitario; la imagen de los aviones militares rusos descargando material médico en el aeropuerto John F. Kennedy es una más de las imágenes históricas para el recuerdo.
Cuando Trump no ha conseguido el material por las buenas, no ha dudado en expoliar o pagar sobrecostes arrebatándoselo a otros compradores, especialmente a sus socios de la UE e incluso a Reino Unido. La situación es tan caótica, que mientras pedía a Corea del Sur ayuda para obtener equipamiento médico, la extorsionaba exigiéndole 5.000 millones de dólares para el mantenimiento de sus tropas en la península coreana. La prepotencia del personaje es la que acarreará más y más sufrimiento a su propia población.
Ha vuelto a enemistarse con China al enviar un destructor, a falta de portaaviones, al canal de Taiwan, provocando las iras de Pekín. China ha respondido priorizando otros países en la dotación de productos farmacéuticos, puesto que la mayoría de los suministros médicos que necesita EEUU son de origen chino.
Nuevamente las negociaciones con ese país sufren un parón significativo por la actitud arrogante de la administración norteamericana.
El coronavirus mató a la industria del esquisto
Como estamos señalando la pandemia está sacando a la luz muchas de las flaquezas y las debilidades de la economía neoliberal con evidentes repercusiones planetarias. El hundimiento de la industria del fracking y del petróleo de esquisto es una de las más señaladas. La cuestión viene de antiguo. Desde 2007, cuando se inició la extracción de forma masiva, los gastos de las empresas energéticas superaron sus ingresos en más de 280.000 millones de dólares.
Se había generado alrededor de esta industria el llamado efecto Ponzi (una enorme estafa piramidal, donde la rentabilidad se obtenía utilizando el dinero de más y más inversores puesto que el costo energético para producir el petróleo y el gas superaba los rendimientos obtenidos). Mientras el petróleo alcanzaba los 60 o 70 $/barril se pudo mantener el andamiaje, los inversionistas arriesgaban más y más contando que la FED subvencionaba la extracción y Trump lo había declarado como activo estratégico subvencionándolo indirectamente.
La situación no podía durar y se ha venido agravando progresivamente. Desde el 2015 hasta 2018 en EEUU quebraron 192 empresas dedicadas al negocio del petróleo, (142 solo en 2016, con un pasivo de 70.300 millones de dólares). Y 26 lo hicieron en el primer semestre del 2019.
La apuesta de Trump por la autosuficiencia energética es una de sus propuestas estrella, pero el coronavirus y la guerra petrolera darán al traste con ese objetivo que hoy se antoja inalcanzable. Todo esto no ha hecho más que acentuar una crisis que se venía esquivando gracias a las inyecciones de capital proporcionado por el propio gobierno federal.
Desde el 2016 la OPEP y Rusia venían reduciendo la producción para mantener el precio del barril en torno a los 60$, lo que indirectamente subsidiaba a la industria del esquisto de EEUU, que de esta forma capturaba más cuota de mercado (USA producía 12,7 millones de barriles/día contra 10,9 de Rusia y 9,8 de Arabia Saudita).
El trato cerrado la semana pasada para mantener el precio del barril por encima de los 20$ y hacer nuevamente rentable la extracción de esquisto (que es el objetivo) no se producirá a corto plazo. No solo porque a pesar de los compromisos sobre el papel, nadie cumplirá fielmente los acuerdos (24 horas después de firmar el acuerdo Arabia Saudita ofrece petróleo con descuento hundiendo los precios internacionales), sino por la evidencia de que no hay demanda (el refino de gasolina ha caído en un 50%) y no la habrá hasta que la pandemia esté resuelta o en vías de solución.
Se supone que el consumo de petróleo alcanzará su nivel actual en unos dos años, mientas que el petróleo de esquisto, que precisa de un precio mínimo de 45$/barril, no lo hará hasta dentro de 5 o 6 años (hemos de contar con que los almacenes están llenos y se han de vaciar primero antes de volver a extraer crudo). Es por ello que Trump pretendía reabrir el país el 23 de abril, aunque ha tenido que posponerlo hasta el 1 de mayo y probablemente solo de forma parcial.
Pero el daño ya está hecho los bancos y fondos de inversión que habían apostado por el esquisto bituminoso perderán unos 200.000 millones de dólares. La compensación vendrá cuando las compañías financieras que han proporcionado los préstamos (JP Morgan Chase & Co, Wells Fargo & Co, Bank of America Corp y Citigroup Inc….) entre otras, se queden con los activos. Las peores previsiones parece que van a cumplirse. Weatherford, uno de los principales proveedores de servicios de perforación, se declaró en quiebra en mayo del 2019: era un síntoma de una situación financieramente insostenible que se veía venir.
El 1 de abril del 2020 quebraba con un pasivo de más de cuarto de billón de dólares la Whiting Petroleum Corp, la “joya de la corona del Fracking”.
Los análisis y las previsiones más pesimistas se suceden. Rystad Energy, una compañía independiente del sector energético y muy reputada en su campo, señaló que de mantenerse el precio a unos 30$ el barril, quebrarían unas 70 petroleras en los próximos meses y a medio plazo unas 150 o 200.
Si el precio se mantiene a 20$ en 2020 cerrarían 140 y casi 400 empresas en 2021. Esta semana una riada de compañías petrolíferas comienzan a cerrar miles de pozos, ya se ha anunciado el cierre de 1.211 pozos de la Texland Petroleum LP. Otras compañías, como la continental Resources, reducirán la producción en un 30% como mínimo….
La crisis del fracking tiene consecuencias políticas de enorme calado para la administración Trump. Se percibe una gran debilidad por parte del país imperial, que necesita a sus competidores y no al revés. Mientras la potencia Imperial da bandazos sin criterio ni horizonte y eso la hace especialmente más peligrosa e imprevisible, sus máximos adversarios (Rusia y en especial China), se perciben como los salvadores.
La Armada norteamericana en la rada
A todo este despropósito se le suma la guerra contra los “cárteles” venezolanos de la droga (curiosamente se olvida de que el gran proveedor en la región es Colombia). De nuevo vuelve a sobrevolar el continente la posibilidad de una intervención militar contra Maduro (rapto o asesinato incluido) aunque ahora se antoja inverosímil. De todas formas los tambores bélicos ayudan a Trump, que pretende obtener los 29 votos electorales de Florida (la comunidad latinoamericana es muy receptiva a las baladronadas militares contra Cuba o Venezuela) y los 38 votos de Texas donde el factor fracking puede ser determinante. Trump no se puede dar el lujo de perder esos estados. El problema del presidente es el mismo y la pésima gestión de los gobernadores republicanos está provocando un fuerte desgaste electoral al inquilino de la Casa Blanca. Es por ello que Trump ha invocado de nuevo las sanciones contra Irán y Venezuela.
En este momento las amenazas de Trump son poco creíbles. Casi se produjo un motín en el portaaviones de propulsión nuclear USS Theodore Roosevelt cuando su capitán, Brett Crozier, fue destituido por querer salvar a su tripulación. De 2.000 marineros a los que se pasó el test, se detectaron 430 infecciones y creciendo. Finalmente, el enorme buque tuvo que ser retirado del servicio activo y su tripulación evacuada. Su lugar en el Pacífico lo ocupó el USS Harry S. Truman, que hacía maniobras a la salida del estrecho de Ormuz, enfrente de Irán.
La historia del portaaviones norteamericano está revelando la situación de la Armada de ese país. Hoy el capitán Crozier es considerado en EEUU como héroe nacional, pero en el primer momento fue relevado por orden del Secretario interino de la Armada Thomas Modly, quien a su vez fue destituido por sus comentarios contra el capitán expedientado y la tripulación del navío. Trump estaba molesto con el capitán del portaaviones porque señaló como argumento para no sacrificar a su tripulación que «no estaba en pie de guerra» y pedía que fueran evacuados los marinos infectados.
La presencia militar estadounidense en el Medio Oriente se vuelve así más y más frágil, por cuanto sin portaaviones sus acciones contra Irán carecen de credibilidad y más cuando ha tenido que cerrar la gran base aérea de Taqaddum, al sur de Bagdad.
Pero hay más, mucho más, en este momento los medios norteamericanos señalan que hay cuatro portaaviones más con casos de coronavirus reconocidos, entre ellos el célebre Nimitz. Trump necesita en esta coyuntura mantener las amenazas creíbles contra China, Rusia, Venezuela o Irán. Necesita hacer valer su posición de “fuerza” aunque no sea cierta.
El 27 de marzo el Daily Mail (que recogía información proveniente del MI6 británico) afirmaba que otro portaaviones, el USS Ronald Reagan, se encontraba en el puerto de Tokio con la tripulación en cuarentena.
En la partida que se juega en el Pacífico, China está obteniendo claramente una ventaja estratégica que durará muchos meses.
En este momento, de los 11 portaaviones con que cuenta la armada de EEUU solo tres están desplegados.
Tres están en reparaciones que durarán muchos meses. Cuatro varados por efecto del Covi-19 y otro, el Gerald Ford, que debería haber estado operativo el año pasado, necesitará años para entrar en servicio por problemas de índole estructural.
La Armada estadounidense ha sido desde el nacimiento de la nación la herramienta de la proyección del poderío militar y estratégico.
En esta tesitura EEUU puede perder su supremacía marítima.
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