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Hay ‘dos guatemalas’ y esta es la que no come

 Presidente - Alejandro Eduardo Giammattei Falla

Un 23,4% de la población del país centroamericano no tiene lo mínimo para cubrir la canasta básica de alimentación. En las zonas rurales, donde el cambio climático destruye las cosechas, es peor. Es la Guatemala que pasa hambre



Un 23,4% de la población del país centroamericano no tiene lo mínimo para cubrir la canasta básica de alimentación. 

En las zonas rurales, donde el cambio climático destruye las cosechas, es peor. Es la Guatemala que pasa hambre



El paisaje verde que rodea las comunidades de Jocotán y Camotán, en el departamento de Chiquimula, engañan. 

Como en tantos otros enclaves del Corredor Seco guatemalteco, no ha llovido durante meses y el maíz no ha crecido como debería. 

Así ha sucedido cada año desde 2012, lo que ha activado las alarmas y los mecanismos de respuesta a la emergencia humanitaria ante el incremento de casos de desnutrición aguda, con riesgo de muerte, en la zona.



Víctor Sosa, coordinador de proyectos de ayuda humanitaria de Asedechi, la Asociación de Servicios y Desarrollo Socioeconómico de Chiquimula, abre una vaina de maíz para mostrar que ha perdido prácticamente todo el grano. 

Su organización ayuda a las familias afectadas con fondos de ONG como Oxfam, también de la Unión Europea o incluso los Ayuntamientos de Valencia y Barcelona, para hacer frente al hambre estacional. 

Para ello, proveen a los beneficiarios de harina fortificada y transferencias para adquirir alimentos durante tres meses.


Vilvian Consuela es la más pequeña de los ocho hijos de Juana López, de 42 años. 

La bebé de un año recién cumplido cayó en desnutrición aguda, como otros dos de sus hermanos. 

Su dieta se limitaba a tortillas de maíz con sal, frijol cuando podían comprarlo, y bebían agua contaminada que la madre se encarga de ir a buscar cada día a un arroyo



Las condiciones de la vivienda de madera de la familia de Juana López, que comparten con su gallina, con suelo de tierra y la cocina —un montón de leña en el suelo— en el interior, tampoco ayudan a mejorar la situación nutricional de los niños. 

La falta de higiene y el humo del fuego, propician las enfermedades infecciosas y respiratorias. 

La falta de agua, tanto para beber como para el aseo personal y la limpieza de ropa y enseres, también es sinónimo de enfermedades. 

Su retrete es un hoyo en la tierra, sucio, pero que al menos está en el exterior de la casa.


Rosa Bolivia tiene 12 años. Es hija de Juana López y va a la escuela. 

"Estoy aprendiendo las vocales", asegura. 

También ayuda a su madre en las tareas de la casa, como moler el maíz para hacer la harina con la que cocinarán las tortillas que comen prácticamente cada día. 

Al menos, en esta casa, tienen un molinillo. En otras, lo hacen con una piedra y mucha fuerza.


López todavía tiene harina fortificada y alimentos variados en su despensa gracias a la ayuda recibida. 

Cada día, prepara la sopa del suplemento alimenticio en su cocina para dársela a sus hijos y tomarla ella misma, pues todavía da el pecho a su bebé.


Además de la desnutrición aguda, bajo peso para la talla por una falta de alimentos abrupta, en Guatemala es un problema la desnutrición crónica (o retraso en el crecimeinto) provocada por una carencia de nutrientes esenciales durante un período prolongado en la primera infancia, sobre todo los primeros mil días (desde la concepción hasta los dos años).

 La lactancia materna es un protector y un seguro para que el bebé esté bien alimentado.

 Cuando se interrumpe y no hay una dieta adecuada, suficiente y variada entre los seis meses y los dos años, período en el que los niños doblan su talla, se padece desnutrición crónica.


Las hijas en edad escolar de Juana López van al colegio. Aquí, una de ellas muestra los dibujos que ha hecho en clase. 

En la escuela, durante el curso, les dan una comida en el marco de la estrategia nacional contra la desnutrición. 

Con ello se evitan casos de bajo peso con riesgo de muerte. Sin embargo, el retraso en el crecimiento, es irreversible a partir de los cinco años y requiere de medidas preventivas desde el embarazo.


Catalina Casiani, de 33 años, ha acudido con su hija Micalea, de un año, al centro de salud en El Naranjo, una de las comunidades de Jocotán (Chiquimula). La niña tiene diarrea. Glendi Otajaca, una de las tres auxiliares de enfermería de la clínica, le entrega unos sobres de suero y medicamentos. 

Le explica cómo se los tiene que administrar y, de paso, le da un tratamiento para los piojos


Timotea García, de 28 años, y su marido Antonio Martínez, de 27, posan frente a su vivienda, paja sobre palos. "Aquí somos pobres, como decimos", constata ella. 

Ninguno sabe leer ni escribir. Él trabaja de jornalero en el corte de café, pero hace tres semanas que no hay labor. 

Su sueño es construirse una casa con chapa metálica, pero ahora solo pueden pensar en qué hacer para comer cada día.



La cuna de Pastora, de seis meses, es un saco colgado en una esquina. Sus padres, Timotea García y Antonio Martínez, la mecen mientras duerme. 

El cuidado de los hijos, así como el resto de tareas no remuneradas como recoger leña, ir a por agua y cocinar, recae en las mujeres.


Las mujeres caminan por las subidas y bajadas de las montañas de Jocotán con el agua sobre sus cabezas. Normalmente, tienen quebradas en los arroyos no muy lejos de sus casas.

 Pero la sequía las deja sin gota, lo que les obliga a ir más lejos a por agua cada día.


Bertila Ramírez, de 25 años, Tila para los amigos, tiene tres hijos: dos niñas y un niño. La mayor, María Cruz, tiene ocho y cayó en desnutrición. 

La segunda, Brenda Araceli, "está en parvulito, para seis años va", dice la madre. El pequeño tiene tres años y todavía le da pecho. A diferencia de la mayoría de familias vecinas en Matasanos, donde vive, es madre soltera.

 "El padre me dejó", se limita a decir y deja caer un silencio. Normalmente, la dinámica familiar en estas comunidades indígenas es que ellos trabajan y ellas se encargan de las tareas de cuidados y el hogar. Pero ¿cómo se apaña Tila? "Traigo leña para vender. 

No me da para comer suficiente", responde. Por no tener, esta madre carece de molino para hacer harina de maíz, ni el techo sobre su cabeza es un resguardo cuando llueve. "¿Ustedes me pueden ayudar?".



El pequeño de Bertila Ramírez todavía no va a la escuela. La madre espera cada día a que regresen sus dos hijas del colegio para cuidarle y salir ella en busca de leña, o vender la que cortase el día anterior. "Voy a venderla a Tapuán, de Camotán. 

A una hora caminando", cuenta. Y lo hace con la carga a cuestas. Por eso, aunque la comercializa a 20 quetzales (2,30 euros) el tercio (50 pedazos), ella solo transporta medio tercio porque no puede con más. Lo que significa que gana 10 quetzales (1,15 euros) cada dos días. Para una familia de tres.


Enma González, 35 años; Rosa Elvira González, 49 años; y Marta Alicia Suchile Ramírez, de 42, son líderes comunitarias en Matasanos. Hasta hace no mucho, la membresía del Consejo Comunitario de Desarrollo (Cocode) y cualquier labor representativa estaba reservada a los hombres. 

Ya no. “Tenemos derecho a participar y decidir”, afirma Enma González. Su labor consiste en conocer a los vecinos y velar por el bienestar de la comunidad.

 "Hacemos reuniones para hablarles de salud. Apoyamos a las enfermeras del puesto. Lo primero es que hay falta de alimentación en casi todas las familias. Por culpa de la falta de lluvias porque se secan las milpas y se pierde la cosecha", explica Rosa Elvira González. 

"Este año hay 23 niños con bajo de peso, pero solo dos forman parte del programa de ayuda [de Asedechi y Oxfam]”, detalla Suchile.


Cuando los niños padecen desnutrición aguda grave ya no pueden ser tratados en el puesto de salud en la comunidad y son derivados al Centro de Recuperación Nutricional en el municipio, donde permanecen de media un mes hasta su completa recuperación. 

En el de Jocotán lleva ocho días está madre de 38 años con su bebé de tres meses. Tiene bajo peso, se lo detectaron en una sesión de monitoreo y la derivaron aquí. 

"Se había quedado bien delgadita", dice la madre, que asegura que es la única de sus 10 hijos que ha tenido este problema. A todos, continúa, los ha parido en su casa; a los primeros, con ayuda de una comadrona; con los últimos ya no lo consideró necesario.



La cocinera del Centro de Recuperación Nutricional prepara la comida para los niños ingresados, sus madres y padres. 

El tratamiento consiste en harina fortificada, micronutrientes y una dieta adecuada por un nutricionista.



Juan Manuel Mejía Camanza es el médico del Centro de Recuperación Nutricional de Jocotán. "Se miran unos 100 niños al año. Llegan los casos más graves de desnutrición: aguda moderada y aguda severa. Algunos han tenido tratamiento ambulatorio en su comunidad y no han respondido. Este año ha habido un repunte", explica.

 El centro tiene capacidad para ingresar a 15 niños "un poco hacinados", confiesa. 

Y siempre han de estar acompañados por un adulto, lo que a veces se convierte en un problema, pues que una madre esté un mes fuera de la casa significa que el marido u otro familiar se tiene que hacer cargo de las tareas de cuidado.



Mejor que se me pelen las cosas que tengo en el monte a que se me enfermen los niños". Leuterio Pérez, de 48 años, tiene cinco niños. 

La mayor, Elsa Pérez, de 11, dejó de comer. Se le hincharon los pies, le salió sarna y ya no podía ni caminar para ir a la escuela. Tampoco tenía ganas. "Así que cogí la camioneta y nos vinimos", cuenta el hombre.

 La pequeña tenía un tipo de desnutrición aguda que se llama Kwashiorkor que se da cuando los niños comen solo carbohidrato y nada de proteína. 

Ha pasado casi un mes ingresada, siempre acompañada por su padre, y ya está prácticamente recuperada. "Uno tiene que que trabajar y creo que el maíz está al caer ya…", dice con preocupación Pérez porque lleva muchos días fuera. Pronto regresarán a casa con final feliz.

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