Cuesta creer que hayan pasado más de cuatro años desde que la policía disparó a Amílcar Pérez-López a pocas cuadras de mi casa en el distrito de la Misión de San Francisco. Era inmigrante, tenía 20 años y sus remesas eran el único apoyo con que contaban su madre y sus hermanos en Guatemala. El 26 de febrero de 2015 dos policías de la secreta le dispararon seis veces en la espalda, si bien afirmaron que se dirigía corriendo hacia ellos con un cuchillo de carnicero en alto.
Durante dos años los miembros de mi pequeña iglesia episcopal se unieron a otros vecinos en una vigilia semanal nocturna frente a la comisaría de policía de la Misión para exigir que el fiscal de distrito presentara cargos contra los hombres que mataron a Amílcar. Como la oficina del médico forense se resistía a publicar su informe, colaboramos para que se llevara a cabo una autopsia privada, que reveló algo ya informado por los testigos: que iba huyendo de esos agentes cuando le dispararon. Al final, el fiscal de distrito de San Francisco se negó a enjuiciar a la policía por el asesinato, aunque la alcaldía llegó a un acuerdo financiero con su familia en Guatemala.
Sin embargo, este no es realmente un artículo sobre Amílcar, sino sobre por qué él, como tantos cientos de miles de guatemaltecos, hondureños y salvadoreños en situaciones similares, se dirigen en primer lugar a Estados Unidos. Se trata de ver qué fue lo que hizo que 225.570 de ellos fueran capturados por la Patrulla Fronteriza estadounidense en 2018, y 132.887 detenidos en la frontera o cerca de ella en un solo mes, mayo, del presente año. Como Dara Lind observó en Vox: “Esta no es una crisis fabricada ni políticamente orquestada, como han argumentado algunos demócratas y progresistas”.
Es, de hecho una crisis real, no algo que la administración Trump se inventó simplemente para justificar la construcción del muro del presidente. Pero también es absolutamente una crisis fabricada, que debería llevar estampada la etiqueta “ made en EE. UU.” gracias a las décadas de intervenciones de Washington en los asuntos centroamericanos. Sus orígenes se remontan al menos a 1954, cuando la CIA derrocó al gobierno electo guatemalteco de Jacobo Arbenz. En la década de 1960, las dictaduras florecerían en ese país (y en otras partes de la región) con el respaldo económico y militar de EE. UU.
Cuando en los años setenta y ochenta, los centroamericanos respondieron levantándose ante esas dictaduras, el apoyo de Washington a los regímenes militares de derechas y a los escuadrones de la muerte, en particular en Honduras y El Salvador, obligó a miles de habitantes de esos países a emigrar aquí, donde sus hijos fueron reclutados en las mismas pandillas estadounidenses que están ahora devastando sus países.
En Guatemala, Estados Unidos apoyó regímenes sucesivos en guerras genocidas contra su mayoría indígena maya.
Para colmo, el cambio climático, que Estados Unidos ha causado en mucha mayor proporción que cualquier otra nación (y quizás sea quien menos ha hecho para prevenir o mitigar), ha conseguido que la agricultura de subsistencia sea cada vez más difícil de mantener en muchas partes de América Central.
Las acciones de Estados Unidos tienen consecuencias en Centroamérica
Los académicos que estudian la migración hablan de dos explicaciones clave de por qué los seres humanos abandonan sus hogares y migran: factores de “atracción” y factores de “presión”. Los factores de atracción incluirían la seducción de un nuevo lugar, las oportunidades económicas y educativas, las libertades religiosas y políticas y la presencia allí de familiares, amigos o miembros de la comunidad de su país de origen.
Los factores de presión que expulsan a las personas de sus hogares incluyen la guerra, el narcotráfico, la violencia política, comunitaria o sexual, el hambre y la sequía, la degradación ambiental y el cambio climático y la simple pobreza, devoradora de almas.
El derecho internacional exige que algunos, pero no todos, los factores de presión puedan conferir el estatus de “refugiado” a los migrantes, permitiéndoles solicitar asilo en otros países. Esta área del derecho humanitario data del final de la II Guerra Mundial, una época en la que millones de europeos se convirtieron en desplazados, lo que obligó al mundo a adaptarse a flujos enormes de humanidad. La Convención de Ginebra de 1951 define a un refugiado como cualquier persona que tenga “un temor fundado de ser perseguido por razones de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a un grupo social u opinión política en particular, esté fuera del país de su nacionalidad y no pueda, debido a tal temor, acogerse a la protección de ese país...”
Casi tres cuartos de siglo después, esa definición legal aún subyace teóricamente en la política estadounidense hacia los refugiados, pero este país ha acogido siempre a unos refugiados y a otros no . En la década de 1980, por ejemplo, los salvadoreños que huían de los escuadrones de la muerte apoyados por Estados Unidos casi no tenían esperanzas de obtener asilo aquí. Sin embargo , las personas que salían de la isla comunista de Cuba solo tenían que poner un pie en territorio estadounidense para recibir asilo de forma casi automática.
La ley de asilo, debido a sus orígenes en la Europa de la posguerra, tiene un punto ciego en lo que se refiere a una serie de fuerzas que empujan ahora a las personas a abandonar sus hogares. Es lamentable que el derecho internacional distinga, por ejemplo, entre personas que se convierten en refugiados debido a la violencia física y personas que migran debido a la violencia económica. El temor fundado a que te disparen, golpeen o violen puede llevarte al asilo. ¿Y el hambre real no?
Hoy en día , toda una serie de factores de presión están expulsando a los centroamericanos de sus hogares, especialmente (una vez más) en Guatemala, Honduras y El Salvador. La clave entre ellos es la corrupción política y la represión, el poder de los carteles de la droga y el cambio climático, todos ellos factores que, de manera significativa, se remontan a las acciones de Estados Unidos.
Según cifras del Banco Mundial en 2016 (el último año del que se tienen datos ), El Salvador tuvo la tasa de asesinatos más alta del mundo, 83 homicidios por cada 100.000 habitantes. Honduras ocupó el segundo lugar con 57 por 100.000, mientras que el décimo lugar fue para Guatemala, con 27. México no se quedó atrás, con 19. (En comparación, con el 5,3 por 100.000, Estados Unidos estaba muy por debajo en la lista).
Se mire por donde se mire , las tres naciones centroamericanas de lo que a veces se llama “el Triángulo del Norte” son lugares peligrosos para vivir por las siguientes razones:
Represión política y corrupción violenta: Honduras, por ejemplo, ha sido siempre uno de los países más pobres y económicamente más desiguales de América Central. En la década de 1980, Estados Unidos apoyó allí un gobierno militar que hizo rutinariamente “desaparecer” y tortur ar a sus oponentes, mientras que la CIA utilizó el país como campo de entrenamiento para los Contras, a los que respaldaba, y que luchaban contra los sandinistas al otro lado de la frontera en Nicaragua (que había depuesto recientemente a su propio dictador, que contaba con el apoyo de EE.UU.).
A comienzos de este siglo, sin embargo, las cosas estaban cambiando en Honduras. En 2006, José Manuel Zelaya se convirtió en presidente. Aunque se había presentado en una plataforma conservadora, lanzó rápidamente un programa de reformas económicas y políticas. Estas incluían educación pública gratuita, aumento del salario mínimo, préstamos a bajo interés para los pequeños agricultores, la inclusión de los trabajadores domésticos en el sistema de seguridad social y una serie de importantes regulaciones ambientales.
Sin embargo, en 2009, un golpe militar depuso a Zelaya, instalando a Porfirio Lobo en su lugar. Cuatro de los seis oficiales que organizaron el golpe eran graduados de la famosa Escuela de las Américas de EE. UU., donde durante décadas los oficiales militares y policiales latinoamericanos fueron entrenados en las formas de represión y tortura.
Puede ser que Washington no iniciara el golpe pero, en cuestión de días, la secretaria de Estado Hillary Clinton había estampado su sello de aprobación, apoyando esa toma del poder en desafío a la Organización de Estados Americanos. Desde entonces, las tasas de homicidios se han disparado , mientras que la corrupción y el tráfico de drogas han florecido a medida que los carteles de la droga y los órganos de gobierno locales, así como el gobierno nacional, se fusionaban en una única pesadilla por todo el país. En un informe reciente del New York Times, por ejemplo, Sonia Nazario detallaba lo que esto ha significado tan solo para el transporte público, donde cualquier persona que maneje un taxi o un autobús debe pagar un impuesto diario (el doble en días especiales, como Navidad) que asciende del 30% al 40 % de los ingresos del conductor. Pero esto no es un impuesto gubernamental. Va a parar a la MS-13 o a la banda de la Calle 18 (ambas surgieron en Estados Unidos), o a veces a ambas. La alternativa, como informa Nazario, es la muerte:
“Desde 2010, más de 1.500 hondureños que trabajan en el transporte han sido asesinados: a tiros , estrangulados, esposados al volante y quemados vivos mientras sus autobuses eran incendiados. Si alguien en una ruta de autobús deja de pagar, las pandillas matan a un conductor, a cualquier conductor, enviando así un mensaje”.
La policía, a pesar de tener todos los hechos, no hace casi nada. La violencia y la corrupción solo se han vuelto más intensas bajo el actual presidente de Honduras, Juan Orlando Hernández, quien regresó al poder en lo que probablemente fue una elección robada en 2017. Aunque la Organización de Estados Americanos pidió que se repitiera, la administración Trump reconoció apresuradamente a Hernández y la vida en Honduras siguió su curso asesino.
El negocio de las drogas: Junto con los golpes de Estado y la Coca-Cola, la Mara Salvatrucha o MS-13, es otra importación de EE. UU. a Centroamérica. Aunque a Donald Trump le gusta tildar a la mayoría de los refugiados de pandilleros oscuros y peligrosos del sur de la frontera, la MS-13 tiene sus raíces en Los Ángeles, California, entre los salvadoreños que huyeron de las dictaduras respaldadas por EE. UU. en los años setenta y ochenta. Cuando los jóvenes que crecieron en Los Ángeles regresaron a El Salvador al final de la guerra civil de ese país, la MS-13 los acompañó. Lo que había comenzado como una pandilla callejera del vecindario creada para proteger a los jóvenes salvadoreños de otras pandillas en esa ciudad, se ha convertido ahora en una gran empresa criminal propia, al igual que la pandilla de la calle 18, o Calle 18, que también salió de Los Ángeles, siguiendo una vía similar.
Sin un mercado importante para su producto, los carteles de la droga tendrían mucho menos poder. Y todos sabemos dónde se encuentra ese mercado: aquí mismo, en Estados Unidos. Cincuenta años de “guerra contra las drogas” de este país han resultado el caldo de cultivo perfecto para los carteles de la droga violentos al margen de la ley, mientras nuestras propias cárceles y prisiones se llenaban con más reclusos que cualquier otro lugar . Sin embargo, no ha hecho casi nada para detener la adicción en este país. En estos tiempos, si permanecen en sus propias tierras, muchos jóvenes en el Triángulo del Norte tienen que enfrentarse a la cruda elección de unirse a una pandilla o morir. No es sorprendente que algunos de ellos opten por arriesgarse y emprender el viaje hacia EE.UU. Muchos podrían haberse quedado en casa si no fuera por el mercado de la droga en este país.
Cambio climático y degradación medioambiental: Incluso si no hubiera regímenes corruptos, represión gubernamental y guerras de la droga, la gente seguiría huyendo de Centroamérica porque el cambio climático ha hecho imposible su estilo de vida. Como el mayor contaminador de carbono de la historia, según el New York Times, Estados Unidos tiene gran parte de responsabilidad por las malas cosechas allí. El Triángulo del Norte ha estado sujeto a períodos de sequía e inundaciones como parte de una alternancia natural de los fenómenos de El Niño y La Niña en el océano Pacífico. Pero el cambio climático ha prolongado y profundizado esos períodos de sequía, obligando a muchos campesinos a abandonar sus granjas de subsistencia. Algunos en Guatemala se enfrentan ahora no solo a dificultades económicas sino también a una hambruna real gracias a un planeta en calentamiento.
A lo largo de un corredor de sequía que se extiende desde Nicaragua hasta Guatemala, el problema es la simple falta de agua. Nina Lakhani, de The Guardian, informa que, en El Salvador, muchas personas pasan ahora sus días buscando agua suficiente para mantener con vida a sus familias. Incluso donde el agua del río (insegura) está disponible, el precio, en dinero o sexo, extraído por las pandillas para poder utilizarla es a menudo demasiado alto para que la mayoría de las mujeres pueda pagarlo, por lo que se ven obligadas a depender de grifos municipales distantes (si es que existen). Mientras que los salvadoreños tienen que malvivir con un estricto racionamiento de agua, la multinacional estadounidense Coca Cola sigue siendo inmune a tales reglas. Esa compañía continúa cogiendo tod a el agua que necesita para producir y vender localmente su brebaje gaseoso mientras vierte efluvios malolientes en los ríos cercanos.
Por otra parte, en Honduras el problema que tienen es a menudo demasiada agua, ya que el aumento del nivel del mar se come tanto su costa atlántica como la pacífica, devorando en ese proceso los hogares de las personas pobres y las pequeñas empresas. También aquí, un problema alimentado por el hombre se ve agravado por la codicia en forma de cultivo de gambas, que diezma los manglares costeros que normalmente ayudan a evitar que esas tierras se erosionen. La gamba, el marisco más popular en Estados Unidos, proviene principalmente del sudeste asiático y -lo adivinaron- de América Central. Ya sea que se trate de gambas o drogas, la cuestión es que los deseos de Estados Unidos continúan devastando América Central.
A medida que la administración Trump hace todo lo posible para acelerar y profundizar la crisis climática, los centroamericanos están literalmente muri éndose por ello. Sin embargo, según el derecho internacional, si se dirigen a EE. UU. en un intento de salvar sus vidas y sus medios de vida, no se les califica como refugiados porque huyen no de la violencia física sino económica y, por lo tanto, no son candidatos para el asilo.
No hay asilo para vosotros
Estos días, incluso los inmigrantes con un temor bien fundado de estar siendo perseguidos, que se ajustan perfectamente a la definición de “refugiado” de la Convención de Ginebra, ya no pueden obtener asilo aquí. La administración Trump ni siquiera quiere ofrecerles la oportunidad de solicitarlo. El presidente, por supuesto, ha llamado a esos grupos de migrantes, que viajan juntos por motivos de seguridad y solidaridad, una “invasión” de “personas muy malas”. Y su administración continúa tomando toda una variedad de medidas concretas para impedir que los refugiados no blancos de cualquier tipo puedan llegar a territorio estadounidense para presentar su solicitud.
Sus primeros esfuerzos para disuadir a los solicitantes de asilo implicaron la infame política de separación familiar, en la cual los niños que llegaban a la frontera eran separados de sus padres en un esfuerzo por crear el tipo de publicidad que evitara que otros vinieran. Una protesta internacional, y una orden de la corte federal , puso fin oficialmente a esa política en junio de 2018. En ese momento, el gobierno recibió la orden de devolver a sus hijos a sus padres.
Como sucedió, el Departamento de Seguridad Nacional demostró ser en gran medida incapaz de hacerlo, porque a menudo no había llevado a cabo registros decentes de los nombres o ubicaciones de los padres. En respuesta a una demanda de ACLU que enumera a 2.700 niños que viven sin sus familias en este país, la administración reconoció que, además de los niños nombrados, varios miles más entraban en esa categoría, perdidos en lo que solo irónicamente puede llamarse “el sistema”.
Vd. podría pensar que si el objetivo era evitar que esas personas abandonaran sus hogares, la administración Trump iba a hacer lo posible para mejorar la vida en el Triángulo del Norte. Si es así, Vd. estaría muy equivocado. Lejos de aumentar la ayuda humanitaria a El Salvador, Honduras y Guatemala, la administración recortó rápidamente esos fondos, asegurando más miseria aún y, sin duda, forzándoles todavía más a huir de América Central.
Su estratagema más reciente: exigir a los refugiados que soliciten asilo en el primer país al que llegan después de dejar el suyo. Como Guatemala se encuentra entre México y el resto del Triángulo del Norte, eso significa que salvadoreños y hondureños tendrán que presentar su solicitud oficialmente allí primero. El presidente Trump incluso utilizó la amenaza de nuevos aranceles contra los productos guatemaltecos para negociar dicho acuerdo con el presidente saliente de ese país, Jimmy Morales, y designar en secreto a su nación como “tercer país seguro” donde los migrantes podrían solicitar asilo.
Hay algo más que un poco de ironía en esto, dado que el gobierno guatemalteco ni siquiera puede ofrecer a su propio pueblo algo de seguridad. Un número significativo de ellos, por supuesto, huyó a México y se dirigió a la frontera estadounidense. La solución de Trump a ese problema ha sido utilizar la amenaza de los aranceles para obligar a México a militarizar su propia frontera con Guatemala, frenando así a la nueva administración del presidente Andrés Manuel López Obrador.
El 1 de agosto, un juez federal en San Francisco emitió una orden contra esa política de “tercer país seguro”, prohibiendo que se llevara a la práctica de momento. Por ahora (al menos teóricamente), los inmigrantes del Triángulo del Norte aún deberían poder solicitar asilo en Estados Unidos. La administración luchará ciertamente contra la orden judicial en los tribunales, a la vez que hace todo lo posible para detener a esos inmigrantes por todos los medios a su alcance.
Mientras tanto, han pergeñado otra forma de impedir que las personas soliciten asilo. Históricamente, los familiares de los perseguidos en sus propios países podían también presentar la solicitud. A fines de julio, el Fiscal General William Barr anunció que “los inmigrantes que temen ser perseguidos por amenazas contra sus familiares ya no tienen derecho al asilo”. Esto es particularmente cruel porque para extorsionar y lograr la cooperación con sus objetivos, las bandas de narcotraficantes rutinariamente hacen, y llevan a cabo, amenazas de violación y asesinato contra miembros de la familia.
Una crisis verdadera
De hecho, hay una crisis muy real en la frontera entre Estados Unidos y México. Cientos de miles de personas como Amílcar están llegando allí buscando refugio de los peligros que, en gran medida, fueron creados, e intensificados ahora, por EE. UU. Pero Donald Trump prefiere demonizar a personas desesperadas antes que desplegar los recursos necesarios para atender sus demandas de forma adecuada, o de alguna manera.
Es hora de reconocer que el estilo de vida estadounidense -nuestros autos y comodidades, nuestros camarones y café, nuestra ignorancia sobre las acciones de nuestro gobierno en nuestro “patio trasero” regional- ha creado esta crisis. Debería ser (pero en la era de Trump esto es un imposible) responsabilidad nuestra resolverla.
Rebecca Gordon, colaboradora habitual de TomDispatch , enseña en el departamento de Filosofía de la Universidad de San Francisco. Es autora de American Nuremberg: The U.S. Officials Who Should Stand Trial for Post-9/11 War Crimes . Entre sus obras anteriores figura: Mainstreaming Torture: Ethical Approaches in the Post-9/11 United States and Letters from Nicaragua.
https://www.rebelion.org/noticia.php?id=259655