El discurso de Andrés Manuel López Obrador fue (es) un “discurso yrigoyenista” de alcance casi universal: se trata de regenerar la moral de una nación, lo cual equivale a decir, de los seres humanos que viven en ese espacio geográfico y político.
Es un discurso de una potencia inusitada, especialmente proviniendo de un hombre que es tal y cómo es y parece que es.
Y (dicho sea para ilustración de quienes simplifican y generalizan hasta la exasperación sucesos, discusiones y conceptos) que profesa un cristianismo evangelista –ignoro si adherente a la iglesia pentecostal, como lo fue el del admirado Leopoldo Marechal.
Y que así vive, ya que así es AMLO, y así ha recorrido más de 40 años de vida política: nunca fue ni pretendió ser un hombre que proviniera desde fuera de la política.
Por el contrario: reivindicó la política, en tanto la política es idea, es proyecto, pero también es conducta.
Y es (y tantos zonzos de los nuestros descalifican el concepto) ética, que es colectiva pero que para ser colectiva, para existir como colectiva, necesita previamente ser individual. Es decir, ser moral.
Los compañeros peronistas y neoperonistas (no en el sentido de no peronistas ¡válgame Dios! sino en el de peronistas recienvenidos) se fastidiarán conmigo, pero estoy profundamente convencido de que, hoy por hoy, el punto de partida de la reconstrucción nacional argentina no puede ser Perón sino Yrigoyen, aunque Perón haya llegado mucho más lejos que Yrigoyen… o tal vez justamente por eso.
Porque la pregunta hoy sería ¿dónde estamos? ¿desde dónde partimos?
Más allá de comunidades organizadas, actualizaciones políticas y doctrinarias y modelos argentinos, más allá de Krautze o Spinoza, de Hegel o Aristóteles, sin una conducta, sin una moral, sin una ética, no existe ninguna ideología que tenga valor ni sentido, porque sin esos requisitos no existirá quien pueda o sepa encarnarlas.
Quienes animados de las mejores intenciones descalifican las apelaciones a la moral y la lucha contra la corrupción como si sólo se tratara de estrategias del enemigo (que muchas, la mayoría de las veces lo son) o tonterías de un supuesto “progresismo” o un estéril “honestismo”, deberían entender que una fuerza regeneradora de la vida nacional, revolucionaria si se quiere, sólo puede triunfar o imponerse si está fundada en un profundo sentido ético y moral.
Sin ética ni moral no hay nada, porque no habrá quién tenga el temple de llevar adelante lo que pensamos que debe ser.
De ahí en más, de esa moral individual y esa ética política, puede que nos equivoquemos, pero sin ese “ahí”, no existe ni existirá nada por lo que valga la pena pelear o vivir.
Para el historiador Ernesto Palacio, que no era precisamente radical ni yrigoyenista, “el secreto de la fascinación de Yrigoyen no residía tanto en sus condiciones morales y físicas cuanto en el influjo contagioso de la misión que se arrogaba y en la intuición exacta de las soluciones que debían adoptarse.
Sentía en su propia carne la patria escarnecida y el pueblo vilipendiado; se hallaba saturado de historia.
‘¿Cómo pretende que me haga mitrista?’, contestó una vez. ‘Sería como hacerme brasilero’. Él pertenecía a la otra tradición, la de la independencia y el honor.
Sabía que la reacción no era posible sin una previa reforma moral.
Al cinismo epicúreo de los liberales oponía, por consiguiente, la austeridad de la conducta. Al escepticismo, la fe en el pueblo. A la politiquería utilitaria, el apostolado”.
“Hay que empezar de nuevo”, dijo el octogenario Yrigoyen en la derrota, recién salido de su prisión en Martín García y poco antes de morir, a un grupo de jóvenes radicales entre quienes se encontraban Manzi, Dellepiane, Del Mazo y Jauretche.
Lo había repetido mil veces, porque mil veces había empezado de nuevo. Ese no era el problema, el problema era olvidar, como alguna vez le había dicho a Roque Sáenz Peña, que le ofreció designar al gabinete de su padre: “Lo que me propone es imposible.
Entienda, doctor, que ustedes son la razón de ser de nosotros”.
Es decir, el problema era olvidar que el régimen es la razón de ser de la causa.
El radicalismo superó anímicamente la derrota de 1930, los fracasos de las revoluciones y hasta la muerte del líder, pero no se recuperó del alvearismo, del abandono de la intransigencia, de las componendas de Alvear luego del levantamiento de la abstención, de la confluencia con los antipersonalistas y los “radicales racionales” que se habían apartado disgustados con el “autoritarismo” de Yrigoyen.
El radicalismo, que se había levantado luego de cien derrotas, no se recuperó de la opción alvearista por la real politik.
Cuando en 1937 un jovencísimo Arturo Frondizi lo increpó por el negociado de la Cade, Alvear contestó con disgusto: “¿Acaso la campaña presidencial me la va a pagar usted?”.
Sin la moral, sin la conducta que daba razón de ser a su ideario, el radicalismo ya no fue más que otro partido del régimen y tuvo que dejar paso a un nuevo movimiento reivindicador de ese “pueblo vilipendiado” y reparador de la “patria escarnecida”.
La pregunta que cabría aquí hacerse es si no nos encontramos más cerca de 1905 que de 1945.
Y si al “cinismo epicúreo” de los menemistas (no nos referimos a una filiación política sino a una actitud moral), no habrá que oponer la austeridad de las conductas.
Todavía no es posible saber si el peronismo y el país podrán recuperarse de los estragos provocados por el relativismo moral o si acaso habrá que esperar el surgimiento de una nueva encarnación del movimiento nacional.
Así como el pescado se empieza a pudrir por la cabeza, tal como dijo López Obrador las escaleras se barren de arriba para abajo.
Y el que no lo entienda, que siga en el menemismo mental, que es el auténtico mal de nuestro país, del que parece que muchos no somos capaces de terminar de salir amparándonos en nuestra afición a la realpolitik de barrio.
El editor y el autor el pasado viernes. |
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