Ponencia presentada en las Jornadas sobre el 200 aniversario del natalicio de Karl Marx, 'Pensar con Marx hoy', organizadas por la Fundación de Investigaciones Marxistas (FIM) y celebradas en Barcelona, el pasado 19 de octubre.
«El aislamiento nacional y los antagonismos entre los pueblos desaparecen día a día con el desarrollo de la burguesía, la libertad de comercio y el mercado mundial, con la uniformidad de la producción industrial y las condiciones de existencia que le corresponden».
El pasaje anterior no está sacado de la obra de ningún autor neoliberal haciendo la apología de la globalización como garantía de paz y progreso. Ni siquiera pertenece a alguno de los padres fundadores de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, embrión de la actual Unión Europea, ésa que, como se suele decir, ha garantizado el período más largo de paz jamás conocido en Europa (siempre que se excluya de Europa, claro está, a la isla de Chipre, la antigua Yugoeslavia, las repúblicas ex-soviéticas del Cáucaso y Ucrania).
No, el pasaje arriba citado pertenece al Manifiesto del Partido Comunista[1], de 1848, redactado por dos viejos conocidos: Kart Marx y Friedrich Engels.
Pero ésa es la cara positiva de la evolución social promovida por la burguesía en ascenso. Burguesía a la que Marx y Engels atribuyen, ciertamente, una función revolucionaria: «La burguesía ha desempeñado un papel extremadamente revolucionario en la historia»[2].
Ocurre, sin embargo, que: 1º) Por ‘revolución’ no se entiende exclusivamente un cambio social positivo para la mayoría de la sociedad (aunque a menudo sea así), sino, en general, todo cambio social acelerado y concentrado en un lapso relativamente corto de tiempo, sea en el sentido que sea. 2º) El papel revolucionario atribuido a la burguesía por el Manifiesto es transitorio: «Todas las clases anteriores que conquistaban la hegemonía trataban de asegurarse su posición existencial ya conquistada sometiendo a toda la sociedad a las condiciones de su modo de apropiación»[3]. Ahora bien: “Las fuerzas productivas de que dispone [la burguesía] ya no sirven al fomento de las relaciones de propiedad burguesas; por el contrario, se han tornado demasiado poderosas para estas relaciones, y éstas las inhiben; y en cuanto superan esta inhibición, ponen en desorden toda la sociedad burguesa, ponen en peligro la existencia de la propiedad burguesa. Las relaciones burguesas se han tornado demasiado estrechas como para abarcar la riqueza por ella engendrada. ¿De qué manera supera la burguesía las crisis? Por una parte, mediante la destrucción forzada de gran cantidad de fuerzas productivas; por otra parte, mediante la conquista de nuevos mercados y la explotación más a fondo de mercados viejos”[4].
Las expresiones resaltadas aluden inequívocamente a procesos capaces de concretarse, como dice el mismo párrafo unas líneas más arriba, en «una guerra de devastación»o ―según ediciones posteriores a la de 1948― «de exterminio» (según que las fuerzas productivas destruidas sean preferentemente materiales o humanas).
La idea es clara: el desarrollo del modo de producción propio de la burguesía, el capitalismo, por su propia dinámica «revolucionaria», va más allá de lo necesario para reproducir el sistema, es decir, para mantener las relaciones de producción en que una clase, la burguesía, prospera a costa del empobrecimiento relativo de la otra, la clase obrera: aparece lo que el Manifiesto llama «la epidemia de la superproducción». Hacer frente a ese desbordamiento de la situación creada por el propio capitalismo admitiría, obviamente, dos soluciones: a) que la burguesía renunciara al control exclusivo de los medios de producción; o b) destruir parte de las fuerzas productivas para desatascar la circulación de mercancías, requisito esencial para la realización del beneficio capitalista. En efecto, el aumento de lo que Marx llama, en su obra magna, la «composición orgánica del capital» consiste en el aumento del capital constante en relación con el capital variable. Pues bien, el desarrollo capitalista lleva invariablemente a ello, a que la cantidad de recursos «inmovilizados»,incapaces de hacer efectivo su valor de cambio, crezca a expensas de los recursos en circulación.
Aumentar el grado de explotación del trabajo es una manera, profusamente utilizada, como es obvio, de paliar esa situación. Pero tiene sus límites: un empobrecimiento excesivo de la clase trabajadora también obstaculiza la circulación, pues aunque abarata su coste como factor de producción, reduce su capacidad de consumo, reducción que es la otra cara, simétrica, de la superproducción. La «solución» más efectiva, pues, es la guerra, muestra suprema de eso que, bastante cínicamente, autores como Schumpeter han llamado «destrucción creativa».
De manera que no es casual que, contra la creencia de Tocqueville, expresada en su obra La democracia en América, según la cual el siglo XIX había de ser una época sin grandes conflictos, ni en el interior de las naciones ni entre éstas, la realidad es que, desde que se formulara ese pronóstico, la humanidad ha conocido más sacudidas revolucionarias y conflagraciones bélicas, y de mayor envergadura e intensidad, que en ninguna otra época anterior.
Claro que lo que podríamos llamar, simplificando, «factor económico» no es el único que determina el estallido de una guerra. Lenin achacó con razón a la pugna económica entre los grandes imperios el estallido de la Primera Guerra Mundial. Pero, como señala Jean-Pierre Chevènement, “Detrás de las rivalidades comerciales, económicas y financieras, el ascenso de la Alemania imperial antes de 1914 planteaba, tarde o temprano, el problema de la hegemonía mundial: entre Alemania y Gran Bretaña, y sin duda ya, más profundamente, entre Europa y los Estados Unidos. Durante la primera mitad del siglo XX, Gran Bretaña prefirió transferir su hegemonía a los Estados Unidos en nombre de la democracia, pero también de la solidaridad de los pueblos de lengua inglesa, antes que intentar con Alemania un reparto forzosamente inestable: para ésta, el dominio continental, y para Inglaterra, el de los mares y del resto del mundo. La mayoría de los dirigentes alemanes se habrían sentido sin duda tentados a ello, pero fuerza es constatar que no adoptaron las medidas adecuadas. En cuanto a Inglaterra, ¿por qué le habría concedido a la Alemania imperial en 1914 lo que le había negado un siglo antes a la Francia de Napoleón? Al asumir conscientemente en Serbia el riesgo de una guerra europea, los dirigentes de la Alemania imperial cosecharon una guerra mundial”[5].
En otras palabras, el capitalismo, contra las previsiones de Marx y Engels en el párrafo citado al principio, no había hecho desaparecer en 1914 ―y tampoco a día de hoy, por supuesto― «los antagonismos entre los pueblos» y, en cambio, había empezado, desde mediados del siglo XIX, a provocar «guerras de devastación», como los mismos autores, más perspicazmente, señalan en otro pasaje posterior.
Quizá se podría aducir que la lucha por la hegemonía, aludida por Chevènement, no es más que el intento de anticiparse al surgimiento de problemas económicos causados por una insuficiente expansión de los mercados. Y, sin duda, hay mucho de eso. Pero no hay que olvidar que la pulsión hegemonista viene en la historia de mucho antes del capitalismo. Generalizando, podríamos decir que la lucha de clases, en cualquier formación social dividida en dominadores y dominados, tiende ineluctablemente a proyectarse al exterior de la comunidad afectada enfrentándola a otras comunidades. Entre otras razones, porque ése es el mecanismo más fácil y directo para desviar el malestar de los oprimidos antes de que se abata sobre sus opresores inmediatos.
En todo caso, y por centrarnos nuevamente en el capitalismo y en la época contemporánea, tiene razón una vez más Chevènement al decir: “Esta cuestión del hegemón no permite aclarar todos los elementos políticos, sociales, culturales en juego dentro del gigantesco desplazamiento del centro de gravedad mundial ocurrido a partir de 1914. Pero, en todas las grandes crisis que el capitalismo ha atravesado desde el siglo XIV, la cuestión de la hegemonía se ha planteado siempre como algo central: cosa poco vista y poco dicha, pues pone en entredicho la supuesta neutralidad de la doctrina liberal. El «mercado», en efecto, sólo funciona si lo «político», en última instancia, es lo bastante fuerte como para fijarle el marco y hacer respetar sus reglas. Es así como Inglaterra, en el siglo XVII, superó a los Países-Bajos y, sucesivamente, las pretensiones hegemónicas de España y de Francia. Igual que Alemania, a comienzos del siglo XX, reclamaba su «lugar al sol», también China aspira hoy a recuperar el rango y la parte de las riquezas mundiales que le pertenecían antes del siglo de eclipse que atravesó desde 1840 (guerra del opio) hasta 1949 (proclamación de la República Popular de China). ¿Qué cosa más legítima, a priori?”[6]
Así ha sido, en efecto, desde la más remota Antigüedad: la guerra como mecanismo de primer orden para garantizar una posición dominante o, como mínimo, para no verse dominado. Tanto es así que, en mi opinión, la célebre tesis del prusiano Carl von Clausewitz, «la guerra no es más que la continuación de la política de Estado por otros medios»[7],deberíamos, para ser más exactos, invertirla: «la política es la continuación de la guerra por otros medios». Sin remontarnos a Heráclito de Éfeso y su afirmación «la guerra es el padre de todas las cosas», encontramos en Platón, en su magnífico diálogo dedicado al gran sofista Protágoras, la convincente alegoría de que la política fue un don de los dioses a los hombres para evitar su recíproca aniquilación, visto que, como las bestias, tienden inevitablemente a entrar en conflicto unos con otros y que, a diferencia de aquéllas, la técnica ha puesto en sus manos armas de poder destructivo inmensamente superior al de las simples garras y colmillos de las fieras.
Si la guerra, pues, es un comportamiento humano recurrente a lo largo de la historia, ¿qué novedad aporta en ese comportamiento el modo de producción y consumo capitalista?
De entrada, y de manera puramente empírica, queda claro que el ascenso vertiginoso del capitalismo a lo largo de los siglos XIX, XX y lo que llevamos del XXI va acompañado de un ascenso no menos vertiginoso de los conflictos armados, algunos de dimensión planetaria. ¿Cuál es la causa?
Por un lado, el desarrollo industrial de los países donde el capitalismo avanzó más deprisa dotó a éstos de una superioridad militar aplastante frente a las grandes poblaciones de África y Asia que no habían experimentado un desarrollo equiparable. Ello hizo posible una nueva oleada de colonización a gran escala, incluso de territorios que antaño habían ostentado la delantera sobre Europa, como es el caso de China, descaradamente sometida por una coalición de potencias occidentales bajo el pretexto de la llamada «guerra del opio». Por algo caracterizó Lenin aquella coyuntura del capitalismo como una nueva fase «superior»: el imperialismo.
Como es lógico, una vez el mercado interior de una potencia capitalista alcanza proporciones continentales o más que continentales, como llegó a ser el caso de los imperios existentes a comienzos del siglo XX, la dimensión de las guerras destinadas a preservar o ampliar ese mercado está en consonancia con la extensión territorial de éste. Por eso el siglo XX tuvo el dudoso honor de inaugurar la era de las guerras mundiales.
Un paso más en esa dirección lo da el capitalismo imperialista en su versión estadounidense (la representada, no sólo por los Estados Unidos, sino por lo que el recientemente fallecido Samir Amin denominó «la Tríada»: EE.UU., la UE y el Japón). Ya no se trata del colonialismo a la vieja usanza (que Rosa Luxemburg consideraba fundamental para la supervivencia del modo de producción capitalista), sino del llamado «neocolonialismo», que no necesita ocupar militarmente el territorio de las colonias, sino simplemente integrarlo en la red empresarial controlada desde la metrópoli. En la actualidad, y sobre todo desde la ruptura por el presidente Nixon del acuerdo de Bretton Woods y la anulación del compromiso de los Estados Unidos de garantizar la moneda estadounidense con el oro almacenado en Fort Knox, la utilización del dólar prácticamente como moneda universal le da a la Reserva Federal norteamericana un poder casi omnímodo de control de la economía mundial.
Sólo la llamada «disuasión nuclear» o«equilibrio del terror»impidió en su momento que una tercera guerra mundial siguiera casi inmediatamente a la segunda; pero a cambio de eso la proliferación de guerras regionales no ha cesado durante toda la segunda mitad del siglo XX y hasta ahora: especialmente en el Sureste asiático, en África y en Próximo Oriente, donde el Estado de Israel viene ejerciendo de gendarme a sueldo de la Tríada. Eso sin olvidar las matanzas que acompañaron al proceso de ruptura de Yugoeslavia (atizada desde ciertos países de la Tríada) y a la disolución de la Unión Soviética, especialmente en el Cáucaso.
Por cierto que las teorías de la «equidistancia» (tan de moda últimamente en ciertos conflictos próximos) se vinieron abajo estrepitosamente con la caída de la Unión Soviética y la disolución del Pacto de Varsovia. Quienes antes de 1991 atribuían igual responsabilidad al bloque occidental y al bloque soviético en el clima de tensión vivido durante la Guerra Fría quedaron en muy mal lugar cuando la mencionada disolución del Pacto de Varsovia no fue seguida de la disolución de la OTAN. Que no sólo no se ha disuelto, sino que no ha cesado de ampliarse desde entonces, incluidos los reiterados intentos de incorporar a países pertenecientes anteriormente a la Unión Soviética, como Georgia y, sobre todo, Ucrania.
Otra cosa importante ha demostrado también la disolución de la Unión Soviética: que el enfrentamiento entre el bloque soviético y el bloque occidental no respondía fundamentalmente a la existencia de un conflicto entre sistemas o modos de producción ni, por tanto, a un choque de ideologías: la capitalista contra la socialista. Hoy día asistimos a la pugna constante entre el bloque capitalista de siempre y una Rusia (que comprende la mayor parte del antiguo territorio soviético) convertida en cuerpo y alma al capitalismo (a menudo en su versión más primitiva y salvaje). Lo cual indica que la raíz del enfrentamiento es y era geopolítica: la mencionada lucha por la hegemonía. En este caso, por parte del bloque occidental, para impedir que Rusia pueda llegar a constituir dentro del sistema capitalista, junto con China y la India, por ejemplo, un polo económico independiente del de la Tríada.
Entre los pretextos utilizados por las potencias capitalistas occidentales para intervenir militarmente en otros países se ha puesto de moda desde hace un tiempo el concepto de «guerra humanitaria». Semejante monstruosidad conceptual (como también lo es, por cierto, la expresión «catástrofe humanitaria») apenas puede tapar las vergüenzas de lo que no son sino descaradas operaciones de derrocamiento de gobiernos incómodos e imposición de regímenes favorables a los intereses del capitalismo occidental: Iraq, Libia, Siria son otros tantos jalones en esa carrera por el control de puntos estratégicos clave para el suministro de recursos energéticos cada vez más escasos.
Pero, además, la dependencia que guarda el sistema capitalista con respecto a la guerra se ve reforzada por lo que algunos autores han llamado «keynesianismo de derechas». En efecto, en lugar de dejar que el Estado combata las crisis periódicas del sistema con gasto público destinado a prestaciones sociales, cuya contribución al relanzamiento de la valorización del capital es lenta y difusa, resulta mucho más beneficioso para el sistema concentrar ese gasto, por ejemplo, en la adquisición por el Estado de sofisticados y carísimos sistemas de armamento, no producidos además, generalmente, por empresas públicas, sino por empresas privadas con buenos «contactos» en la Administración.
Eso tiene la ventaja, para el fabricante, de que en la industria armamentista no existe demasiada competencia, por el gran volumen de inversión necesario, lo que permite imponer precios abusivos (hace años, un estudio publicado en los Estados Unidos demostró que las manillas de las puertas del último portaaviones adquirido por la Marina le habían costado al Estado algo así como veinte veces más de lo que valía una manilla equivalente en cualquier ferretería).
La Guerra Fría, al propiciar una inagotable carrera de armamentos, fue una auténtica bendición para la industria militar, especialmente la norteamericana. Pero también países como España se apuntaron al juego, como es bien sabido.
Ahora bien, adquirir armamentos cada vez más poderosos genera una dinámica propia belicista que va mucho más allá de servir como expediente «keynesiano» útil para desatascar la circulación de capitales: como escribió cínicamente Henry Kissinger allá por los años 80 en una revista del Instituto de Estudios Estratégicos de Londres ―cito de memoria―, ninguna potencia que consigue una cierta ventaja en cuanto a poder militar deja de usar ese poder antes o después.
En resumen: no toda guerra conocida en la historia ha sido hija del relativamente reciente modo de producción capitalista. Pero ningún otro modo de producción conocido ha sido tan fértil a la hora de parir guerras. Y no guerras cualesquiera, sino guerras, como dice el Manifiesto, de «devastación»y de «exterminio».
Notas:
1 Manifiesto del partido comunista, segunda parte, párrafo 55º.
2 Ibid., primera parte, párrafo 13º.
3 Ibid., primera parte, párrafo 49º.
4 Ibid., primera parte, párrafo 27º (cursivas nuestras).
5 Jean-Pierre Chevènement, 1914-2014. Europa, ¿fuera de la historia?, El Viejo Topo, Barcelona, 2014, introducción.
6 Ibid.
7 Carl von Clausewitz, Vom Kriege, noticia introductoria, Dümmler, Berlín, 1832 (reed. Ullstein, Berlín, 1980, p. 8).
Miguel Candel es Profesor emérito de Historia de la Filosofía de la Universidad de Barcelona
Crónica Popular