El enfrentamiento actual de Trump con los monopolios mediáticos de Estados Unidos y, por extensión, del mundo entero es una reproducción del Watergate, no sólo por la obsesión que muestran los medios sino porque, lo mismo que entonces, lo que está en juego es un golpe de Estado como consecuencia de las relaciones con Rusia, que hace 45 años eran relaciones con la URSS.
También se reproduce el mismo hecho, insólito en los anales del periodismo: tanto Nixon como Trump tienen “mala prensa”, en donde las grandes cadenas desinformativas juegan el papel de portavoces de lo que entonces se llamó “garganta profunda”, los poderes fácticos o el Estado paralelo, es decir, todo el conglomerado de fuerzas que actúa en la sombra porque no son ni el poder legislativo, ni el ejecutivo, ni el judicial. El poder de verdad es otra cosa diferente a esas.
Lo mismo que Trump, también Nixon mantuvo negociaciones secretas, tanto con la URSS como con China, para lo cual utilizaba a Henry Kissinger quien primero actuó en secreto como consejero de seguridad nacional y luego en público como secretario de Estado.
Se pueden poner tantas semejanzas como se quiera. Una de ellas es el papel del tan alabado Washington Post, que destapó Watergate y del que todos ocultan que, lo mismo que el periodista Woodward, no era más que un portavoz de la CIA.
La última artimaña del Washington se produjo la semana pasada cuando aireó la entrevista del yerno de Trump, Jared Kushner, con el embajador ruso Serguei Kislyak en diciembre. La filtración estuvo acompañada de otra de la CNN el 17 de mayo sobre la interceptación de una serie de conversaciones de diplomáticos rusos que se estaban entrevistando con el general Michael Flynn, ya purgado por Trump de la Casa Blanca a causa de las presiones mediáticas (o sea, de la CIA).
Las filtraciones suben de tono cuando John Brennan, yihadista y antiguo director de la CIA, manifiesta el 23 de mayo ante un comité del Congreso su preocupación por el hecho de que ciertos funcionarios hubieran sido sorbornados por los rusos, lo que era una forma sutil de acusarles de traidores, un delito muy grave. Lo más preocupante, dijo Brennan, es que posiblemente los rusos hayan tenido éxito. “A menudo los que recorren el camino de la traición no saben que están en ese camino hasta que es demasiado tarde”, añadió el yihadista.
En una entrevista con PBS NewsHour, el antiguo director de inteligencia, James Clapper, añade otro eslabón a la cadena de imputaciones: todas esas entrevistas con los rusos fueron secretas. ¿Qué es lo que ocultaban?
Desde 1968 las negociaciones de Nixon y Kissinger con los soviéticos fueron igualmente secretas y se llevaron a cabo a través de Boris Sedov, un espía del KGB que ejerció ese papel de intermediario antes de la investidura de Nixon, como ha puesto de manifiesto un reciente libro de Richard A. Moss, del Instituto de Guerra Naval. Tras la toma oficial de posesión, el contacto se reanudó con Anatoli Dobrinin, el embajador soviético en Washington.
Los contactos eran tan reservados que Nixon tendió una línea telefónica en la Casa Blanca exclusivamente para hablar con Dobrinin, manteniendo apartada a la CIA, algo que los espías nunca le perdonaron, haciéndoselo pagar muy caro.
En sus memorias Dobrinin cuenta que Kissinger le explicó los motivos de dicha reserva: mientras en Moscú saben guardar un secreto, en el Departamento de Estado se producían fugas constinuas de información a la prensa.
Lo mismo que Trump, también Nixon quiso mejorar las relaciones con los soviéticos, avanzar en las negociaciones de desarme y consolidar los acuerdos SALT, algo a lo que se oponían los mismos que ahora: la prensa, los servicios de inteligencia y la industria de guerra. Después de muchas negociaciones, el 26 de mayo de 1972 Nixon y Brezhnev firmaron el tratado SALT de limitación de armas nucleares, que estuvo en vigor durante 30 años, hasta 2002, momento en el que Estados Unidos se retiró unilateralmente del mismo.
Una parte de los círculos dominantes en Washington siempre afirmaron que Nixon había realizado concesiones intolerables a los “comunistas” y pusieron toda clase de obstáculos a la ejecución de los acuerdos. El Senado se negó a ratificar SALT II y en 1986, en tiempos de Reagan, Estados Unidos se desvinculó definitivamente de sus compromisos con el desarme y la distensión.
Entre SALT y Watergate sólo transcurre un año. Los acuerdos SALT fueron los que acabaron con Nixon; Watergatefue la excusa. Ahora con Trump sucede lo mismo. Siguen buscando excusas para acabar con él y con cualquiera que en la Casa Blanca trate de mantener buenas relaciones con Rusia. En Washigton sólo manda el Presidente cuando le dejan.
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