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El sexo en los claustros medievales, amor en los monasterios


Durante muchos siglos, una gran parte de quienes entraban como monjes y monjas en los claustros no lo hacían por verdadera vocación religiosa, sino porque esta era una de las pocas formas que un individuo tenía de escapar de la miseria que atenazaba a la mayor parte de la sociedad; allí dentro el sustento estaba garantizado; las comodidades, aun con la austeridad y la disciplina reinante eran muy superiores a las que había extramuros.

En otros casos, el ingreso en el recinto monacal había sido una obligación prácticamente ineludible: hijos menores varones de familias con buen o mediano pasar, pero en las que el patrimonio no daba para todos, y la otra opción, la de la milicia, era menos halagüeña y, desde luego, más azarosa; mujeres jóvenes a las que no se podía casar por falta de atractivo físico, pero con más frecuencia por falta de dote, entonces imprescindible, o viudas que eran “obligadas” a recluirse para salvar su buen nombre.

Y claro, es lógico que ante esa falta de auténtica motivación religiosa muchas de esas personas enclaustradas soportaran mal el ascetismo que está en la raíz del monacato. 

La sexualidad siempre estuvo para la Iglesia tiznada de pecado si no se encaminaba directamente a la procreación, así que lógicamente, en ese restringido grupo social de la vida religiosa, tales desahogos no sólo estaban expresamente prohibidos, sino castigados con penas físicas y espirituales; claro que también es propio del catolicismo el divino poder de perdonar los pecados, con lo que siempre se puede empezar de cero.

Hasta el siglo IX, en España, existían los llamados monasterios dúplices, esto es, en los que residían simultáneamente monjes de ambos sexos, que viviendo la mayor parte del tiempo en dependencias separadas, compartían los oficios religiosos.

 Las altas instituciones eclesiásticas nunca vieron con agrado este tipo de monasterios, pues no se les escapaba que, a efectos de concupiscencia, “donde está la ocasión, está el peligro”.

No les faltaba razón, los encuentros entre monjes y monjas para practicar relaciones sexuales estaban a la orden del día, amparados en la oscuridad de la noche, los mil recovecos de las construcciones monacales y la complicidad de quienes “cojeaban del mismo pie”.

Se sucedían escenas sexuales que a veces daban lugar a embarazos monjiles con el consiguiente descubrimiento de al menos la mujer transgresora (a saber quien era el padre….); el desenlace de estos sucesos podía ser la expulsión de la monja, menos veces de los dos protagonistas, y no pocas la “desaparición” de la criatura fruto de aquellos amores ilícitos y sacrílegos y en cuya concepción habían intervenido, de eso no podía caber duda, el influjo o directamente el Maligno.

En el siglo X ya habían desaparecido estos monasterios en España, pero la mayor distancia nunca llegó a ser un obstáculo, aquel que quería candela se las apañaba, también estaban los seglares: “El hombre es fuego, la mujer estopa, llega el Diablo y se la sopla”.

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