El 30 de enero, el canal de noticias de la cadena de televisión estadounidense NBC News informó de que “en una llanura polaca cubierta de nieve y dominada por las fuerzas rusas durante décadas, los tanques y las tropas estadounidenses han mandado un mensaje a Moscú demostrando la potencia de fuego de la Alianza Atlántica. En un momento en que crecen las preocupaciones por si el presidente Donald Trump pudiera debilitar el compromiso de EE.UU. con la OTAN, los tanques lanzaron salvas manifestando que la alianza de 28 países es un elemento disuasorio vital en un nuevo mundo lleno de peligros”.
Un aspecto intrigante de esta descripción sesgada son las frases “dominada por las fuerzas rusas durante décadas” y “elemento disuasorio vital”, que la NBC utiliza para dar a entender que Rusia desea, por alguna razón no especificada, invadir Polonia.
Como suele ser habitual en los medios de comunicación occidentales, no se ofrece ninguna justificación ni ninguna prueba que sostenga que Rusia esté empeñada en ejercer su dominio y, sin embargo, el hecho de que las tropas estadounidenses estén tan alejadas de su territorio y actuando en la frontera rusa se considera un comportamiento normal por parte de la “nación indispensable” del mundo.
Posteriormente, la agencia Reuters constató que “a partir de febrero, el ejército estadounidense desplegará unidades a lo largo de Polonia, los estados bálticos, Bulgaria, Rumanía y Alemania para realizar maniobras, entrenamiento y mantenimiento. El ejército también enviará la 10ª Brigada Aérea de Combate con unos 50 helicópteros Black Hawk, 10 helicópteros Chinook CH-47 y unas 1.800 tropas, así como otro batallón de aviación con 400 tropas y 24 helicópteros Apache”.
La alianza militar de EE.UU. y la OTAN continúa su despliegue a lo largo de la frontera rusa, con las maniobras militares conjuntas EE.UU.-Reino Unido, Viking 2017, en Noruega –iniciadas el 1 de marzo– y el despliegue de más tropas estadounidenses en Polonia “a partir de inicios de abril, ya que la Alianza va a establecer un nuevo contingente en respuesta a la anexión de Crimea por parte de Moscú en 2014. La campaña de los gobiernos británico y estadounidense contra la supuesta “agresión rusa” continúa creciendo en volumen e intensidad, con la colaboración de los siempre sumisos medios de comunicación.
En su visita a Washington los días 6 y 7 de marzo de este año, el ministro de asuntos exteriores de Ucrania Pavlo Klimkin se reunió con el secretario de Estado Rex Tillerson y el senador Marco Rubio del comité de relaciones exteriores del senado.
En dicho encuentro, el representante ucraniano recibió garantías del apoyo estadounidense para “afrontar la agresión de Rusia”; al mismo tiempo, Gran Bretaña anunció la visita a Rusia de su primer ministro, el melenudo Boris Johnson, para advertir de que “no metiera las narices” en los asuntos occidentales. El Sr. Johnson declaró que Rusia “estaba metida en todo tipo de asuntos turbios” e “implicada en casos de ciberguerra”.
Esta mención de la ciberguerra es tremendamente irónica teniendo que cuenta que pocos días después de conocerse salió a la luz que los servicios secretos británicos participaban activamente junto a los estadounidenses en todo tipo de argucias cibernéticas a escala masiva.
Fue de nuevo Wikileaks quien denunció el nivel de engaños y patrañas en el que están sumergidas las grandes democracias occidentales, al revelar que algunos documentos filtrados “describen los planes y los tipos de malware y otras herramientas virtuales de la CIA que podrían utilizarse para hackear las plataformas tecnológicas más populares.
Los documentos mostraban que los desarrolladores de estos instrumentos tienen como objetivo inyectarlos en los ordenadores que pretendan piratear sin el conocimiento de sus usuarios, al tiempo que muestran intercambios generalizados de herramientas e información entre la CIA, la NSA (Agencia de Seguridad Nacional) y otras agencias federales de inteligencia de EE.UU., así como con los servicios secretos de aliados próximos como Australia, Canadá, Nueva Zelanda y Reino Unido”.
Posteriormente, ABC News anunció, sin ningún tipo de pruebas, que “Julian Assange, el fundador de Wikileaks, parece tener fuertes vínculos con Rusia”, pero no pudo ocultar el informe de la CNN sobre los documentos publicados en el cual se muestra que “la CIA adopta habitualmente técnicas que permiten a sus propios hackers aparecer como si fueran rusos con el fin de encubrir sus operaciones”.
No ha habido referencia alguna a las revelaciones de Wikileaks por parte de la senadora estadounidense Amy Klobuchar, la cual había declarado en enero que “Rusia utilizó ciberataques y propaganda para intentar socavar nuestra democracia.
Pero no solo la nuestra. Rusia tiene un historial de ciberataques e invasiones militares contra las democracias en todo el mundo”. El senador Ben Sasse se hizo eco de sus palabras al declarar que el aumento de las sanciones estadounidenses a Rusia “serviría para derrotar las pretensiones de Putin y defender a Estados Unidos de los ciberataques y la intromisión política de Rusia”.
Está claro que a los senadores les resulta imposible corregir su odio furibundo a Rusia y superar su deplorable orgullo reconociendo que el 1 de marzo, la Oficina Nacional de Reconocimiento lanzó un satélite espía a bordo de un cohete Atlas V impulsado por un motor ruso RD-180. En un ejemplo asombroso de ofuscación mezquina, el informe oficial de 1.500 palabras nombraba tres veces al motor RD-180 sin mencionar en ningún momento dónde había sido fabricado. Los medios de comunicación mayoritarios hicieron lo propio.
En marzo debería haberse producido otro lanzamiento Atlas V para trasportar provisiones a la Estación Espacial Internacional, pero fue retrasado al descubrirse “un problema hidráulico del equipo de apoyo en tierra necesario para el lanzamiento”. Si el aplazamiento hubiera sido causado por el mal funcionamiento del motor ruso que lo propulsa, los titulares de prensa se habrían deleitado con ello.
La reacción del gobierno estadounidense a las revelaciones de Wikileaks ha sido denunciarlas porque supuestamente “no solo ponen en peligro al personal y las operaciones estadounidenses, sino que además equipan a nuestros adversarios con herramientas e información que nos perjudican”. Como era de esperar, el senador Sasse tuiteó que “Julian Assange debería pasar el resto de sus días con un mono naranja. Es un enemigo del pueblo estadounidense y un aliado de Vladimir Putin”.
Las actividades de los servicios secretos de EE.UU. y Reino Unido no deberían sorprendernos, pues cuentan con un historial verificado de espionaje al secretario general de la ONU, Kofi Annan, a la canciller alemana Angela Merkel y los presidentes franceses Jacques Chirac, Nicolas Sarkozy y François Hollande y a la presidenta brasileña Dilma Roussef, por nombrar solo a algunos de los dirigentes mundiales sometidos a la indignidad de que repulsivos fisgones se burlen de sus conversaciones privadas.
En junio de 2013 se hizo público que Estados Unidos había espiado las redes informáticas de la Unión Europea en sus oficinas de Washington y Nueva York. Según la revista alemana Der Spiegel, un documento de septiembre de 2010 mencionaba explícitamente como objetivo a espiar a la representación de la UE ante la ONU.
Esta publicación descubrió que “la NSA también había llevado a cabo una operación de espionaje electrónico en un edificio de Bruselas donde se ubican el Consejo de Ministros de la UE y el Consejo Europeo”. Junto a sus colegas británicos, los “tecno-cerebritos” del Cuartel General de Comunicaciones, las agencias de espionaje estadounidenses se lo habían pasado en grande –pero eran incapaces de demostrar que Rusia “utilizó ciberataques y propaganda para intentar socavar nuestra democracia”.
Siempre leal portavoz de la CIA, el New York Times afirmó en diciembre que “las agencias de espionaje y organismo de seguridad estadounidenses están convencidas de que, las semanas previas a las elecciones, el gobierno ruso utilizó hackers informáticos para sembrar el caos durante la campaña”.
No solo eso, sino que “los agentes de la CIA presentaron a los legisladores un imponente dictamen que acababa con la discusión: Rusia, afirmaban, ha intervenido con el propósito fundamental de contribuir a la elección de Donald Trump como presidente”.
Pero no existe ni una sola prueba de que hubo intromisiones informáticas en las elecciones por parte de Rusia y, sin embargo, ahora puede probarse que “con el fin de ocultar sus operaciones, la CIA adopta habitualmente técnicas que permiten a sus propios hackers aparecer como si fueran rusos”.
Aunque ninguna de las afirmaciones de que Rusia ha llevado a cabo una ciberguerra contra Estados Unidos puede sostenerse, la campaña de propaganda de Washington contra Rusia continuará en un futuro predecible, mientras se diluye la intención inicial de Trump de comenzar un diálogo con su homólogo en Moscú.
Aunque llegara a resucitar la política sensata que parecía respaldar, sus acólitos en Washington harán todo lo que esté en sus manos para mantener la confrontación, aludiendo una y otra vez a la “agresión” y los “ciberataques” de Rusia.
La campaña antirrusa está cobrando fuerza y no es difícil deducir los motivos por los que dicha cruzada contraproducente resulta tan atractiva para algunos en Occidente.
La industria armamentística y el sector de espionaje estadounidenses son los principales beneficiarios de la confrontación con Rusia, seguidos muy de cerca por la jerarquía de la obsoleta alianza militar EE.UU.-OTAN, que lleva muchos años buscando desesperadamente una justificación para su existencia.
Mientras el complejo militar-industrial siga teniendo un papel dominante en Washington, el ruido de sables no se apagará y continuarán las posturas militares estúpidas de cara a la galería.
Pero la Estación Espacial Internacional continuará recibiendo sus suministros con cohetes propulsados por motores rusos.
Brian Cloughley escribe sobre política exterior y temas militares. Reside en Voutenay sur Cure, Francia.