La periferia parece demandar que el centro del capitalismo siga manteniendo el modelo económico neoliberal, a pesar de las atrocidades que ha causado en las sociedades desde hace tres décadas.
[I]
El viernes veinte de enero, Donald Trump juró el cargo de presidente de los Estados Unidos de América, convirtiéndose, de manera simultánea, en la principal línea de mando del enorme complejo financiero-militar a través del cual el excepcionalismo estadounidense (blanco, anglosajón y protestante), ha ejercido su imperialismo sobre el resto de las Naciones que habitan el mundo —y que ocho años de mandato demócrata al frente de la Casa Blanca sólo incrementaron: a través de la reproducción de conflictos sociales en el Magreb y Oriente Medio, del financiamiento y respaldo político de golpes de estado parlamentarios en América Latina, de la militarización de Europa del Este y el Sudeste asiático y, de la acumulación y concentración de capital a costa del barrido de los aparatos productivos de otras economías nacionales.
Sin embargo, para la prensa que acostumbra a defender el status quo únicamente hasta que nuevas condiciones políticas presentan mayores rendimientos materiales, lo trascendental de la toma de protesta de Trump no es —como no lo ha sido desde que el empresario declarara sus aspiraciones presidenciales—, el potencial con el que el supremacismo de éste es capaz de profundizar el avasallamiento de la modernidad capitalista sobre todos aquellos cuerpos sociales que se resisten a su avance.
Por lo contrario, para el discurso político mainstream lo que se encuentra en juego es justo la posibilidad de que la presidencia de Trump haga visible la cara oculta del progreso de la modernidad; es decir, la cara del colonialismo.
Así pues, si bien el debate público en torno a la presidencia de Trump gira, ininterrumpidamente, entorno a un conjunto definido de preocupaciones que van desde la cuestión racial hasta la distención del enfrentamiento con Rusia (pasando por la continuación de la guerra en contra del terrorismo, la profundización de las inequidades de género y del coartado ejercicio de las libertades que los estadounidenses consideran fundacionales de la identidad política liberal), lo cierto que es que todas ellas se ven dominadas por las posiciones que el hoy presidente de la Unión manifiesta en torno al orden comercial vigente.
No es, por ello, azaroso que desde la derecha y hasta la izquierda, todo el espectro ideológico vuelva una y otra vez sobre el desprecio que Trump ha manifestado hacia el funcionamiento del mercado mundial; a grado tal que no faltan quienes ya comienzan a revivir el fantasma del comunismo, pero esta vez no recorriendo Europa o existiendo realmente en los herederos de la Unión Soviética, sino saturando las instituciones del Estado capitalista por antonomasia.
Cada vez que Trump discurre en contra de los tratados de libre comercio, cuando señala al gran capital por haber abandonado a las clases trabajadoras y siempre que consigue que la industria se desplace de la periferia a suelo estadounidense las clases ilustradas del mundo no hacen más que vociferar que éstas son acciones que presagian el retorno a modelos económicos proteccionistas; comprobados en su inoperatividad.
En este sentido, el dogma a la acumulación de capital, a la valorización del propio valor se hace presente cada vez que los analistas de la alta diplomacia y las refinadas cuestiones de la política de los grandes poderes (Great Power Politics), se manifiesta acusando que la intervención del aparato de Estado en el funcionamiento del libre mercado es el primer paso para llevar a la humanidad, en palabras de Friedrich Hayek, por un camino de servidumbre; en donde el individuo ve perdida su más esencial condición existencial: la posibilidad de ejercer su libertad sin la intermediación de fuerza social alguna que no sea la de la oferta y la demanda.
El liberalismo económico, en particular, y el capitalismo, en general; de acuerdo con las interpretaciones dominantes en el imaginario colectivo global, se encuentra en peligro, en una fase en la que probablemente la humanidad esté asistiendo, por causa del proteccionismo comercial y lo impredecible del cuadragésimo quinto presidente estadounidense, al intento más próximo del que se tenga registro histórico de dar muerte al libre mercado.
Pero al argumentar y aceptar estas interpretaciones, el mundo olvida que el capitalismo nació con la colonización europea en la periferia y que la riqueza de las Naciones centrales se debe a la explotación de esta periferia.
Y olvida, también, que en América Latina el neoliberalismo se instauró, como régimen de verdad e inevitable punto de tránsito hacia el progreso, acompañado por dictaduras militares que construyeron aparatos estatales omnipresentes; que en África la esclavitud y la guerra son las condiciones sine qua non para el desarrollo y mantenimiento de los regímenes extractivistas; y que en Asia el vuelo de los gansos sólo fue posible gracias a administraciones públicas autoritarias que industrializaron a la región sobre las ruinas de sus sistemas culturales tradicionales.
El mundo parece encontrarse en vilo sólo porque un par de armadoras automotrices trasladaron sus inversiones de la periferia a los Estados Unidos, o porque los tratados de libre comercio ya no son enunciados como la panacea de la escasez de recursos y de incremento cuantitativo de la riqueza social. Sin embargo, a pesar de la realidad de estos casos —que se presentan contrarios al credo de maximización de ganancias por abaratamiento de costos—, el discurso de Donald Trump no es el de una posición contraria al capitalismo, no lo es, ni siquiera, en contra del libre mercado.
Y es que Trump no está repatriando capitales, tampoco está exigiendo al capital financiero que abandone sus inversiones en las bolsas de valores de todo el mundo, no le pide a los bancos que restrinjan sus líneas de crédito al plano nacional, no arremete en contra de mineras, gaseras, eléctricas o empresas petroleras para que detengan la extracción de recursos naturales en las periferias globales.
Trump tampoco ha detenido los flujos de mercancías, servicios y capitales desde o hacia su país.
Las palabras y los hechos de la gestión pública de Trump, hasta ahora, se han enfocado en sectores muy específicos del espectro productivo global; no en la totalidad de las actividades productivas/consuntivas de las que está saturada la vida en sociedad.
¿A qué responde este comportamiento? Por un lado, la economía global no se ha recuperado de los estragos causados por la burbuja especulativa del sector inmobiliario.
Al finalizar 2016 la tasa de ganancia del capital financiero aún no recobraba los niveles en los que se encontraba justo antes de que la burbuja estallara en 2008. De hecho, las estimaciones más conservadoras indican que la acumulación de capital se encuentra siete veces por debajo de su punto más alto, en 2007.
En este sentido, ejercer controles de intervención estatal directa en la manera en la que se desarrolla la actividad industrial tiene un objetivo claro: si se parte de la premisa de que el capital financiero es, esencialmente, capital ficticio, la necesidad de respaldar ese capital por medio de una base material, esto es, a través de la producción industrial se tiene como consecuencia que lo que se busca es acelerar el proceso de recuperación de la tasa de ganancia sin tener que recurrir, como hasta ahora, a los instrumentos especulativos.
Por el otro, el discurso de Trump se ha centrado reiterativamente en la promoción de la ética protestante como la fuerza vital que mueve al espíritu del capitalismo, y en ello, por consecuencia, no apela a una modificación de la manera en la que se encuentran organizadas las fuerzas productivas globales, no llega ni siquiera a insinuar que se requiera un cambio en la correlación de fuerzas entre las clases más adineradas y las más explotadas.
Por lo contrario, afirma la posición de cada una de ellas, pero lo hace, además, forzando a las clases desposeídas a que acepten esa posición impulsando el desarrollo industrial del país; al tiempo que invisibiliza el rol que jugaron los grandes capitales (a los cuales él mismo pertenece) en el empobrecimiento de aquellas.
Por eso resultan absurdas las posiciones que afirman la muerte del capitalismo, del liberalismo y la globalización (a menudo tomando a las tres categorías como términos intercambiables).
Porque no hay, ni en el gabinete de Trump —plagado de militares y economistas promotores del status quo neoliberal, blanco, protestante y anglosajón—, ni en el discurso del nuevo presidente un solo ápice de antiglobalización, anticapitalismo o antineoliberalismo.
De hecho, Trump no es más proteccionista que el resto de sus predecesores (Reagan incluido).
La cuestión es que Trump vocifera, tanto como puede, aquello que en otros contextos sólo era posible observar en acciones concretas, a posteriori.
Hoy, el supuesto keynesianismo de Trump no es más intervencionista que el proteccionismo de la Unión Europea y los Estados Unidos en sus sectores agrícolas; en detrimento de los productos periféricos. Su pretensión de abandonar sus acuerdos comerciales no es más sínica que todos los casos de incumplimiento del NAFTA.
Y sus amenazas arancelarias no son peores que las restricciones comerciales, embargos y bloqueos comerciales que el gobierno que hoy encabeza utiliza desde siempre como mecanismo promotor de la democracia procedimental y los derechos humanos entendidos a la American Way of…
Y es que muy a pesar de los modelos ideales sobre los cuales la tradición monetarista (desde Walter Lippmann hasta Richard Posner, pasando por Friedrich Hayek, Milton Friedman, Louis Rougier, Gary Becker, Bruno Leoni y todo asociado a la Mont Pelerin Society), y contrario al dogma neoliberal reproducido por automatismo desde los centros geopolíticos del Saber, el mercado libre de toda intervención del Estado no es más que una falacia.
En todo sentido, esa libertad del mercado tan defendida por la economía de la Escuela de Chicago (que en América Latina se conoció a sangre y fuego a través del Consenso de Washington), sólo es posible si se cuenta con un Estado garante de la propiedad privada, de la represión de las resistencias sociales, y de la permanente acumulación y concentración de capital.
No importa de la sociedad de la que se trate, la historia del capitalismo, en general, y del neoliberalismo, en particular; es la historia de los aparatos de Estado y sus sistemas jurídicos como los garantes de la reproducción de la riqueza.
Las concesiones de los recursos naturales, las operaciones de un empresa, los regímenes de seguridad social, los límites salariales, la regulación de la competencia, la creación de mercados en espacios sociales en los que no existen, etcétera; son todos casos de intervención del Estado en el mercado para reproducir la lógica de valorización de ese mismo mercado.
De ahí que lo realmente preocupante no sea que Trump se perfile a profundizar esas condiciones para hacer avanzar al mercado a ritmos más rápidos, sino que el debate en torno a la política económica de Donald Trump en las periferias sea el que se incline por el mantenimiento del status quo; a pesar de las atrocidades que el neoliberalismo y la militarización de los mercados en sus sociedades han causado desde hace tres décadas.
Porque en realidad, lo que se combate en la periferia al acusar a Trump de proteccionista no es el mercado y sus injusticias, sino que se prive a la periferia del crecimiento por goteo que desde hace quinientos años el capitalismo les prometió.
Antaño era la periferia la que señalaba las contradicciones del capitalismo, la que mostraba al mundo el reflejo del avance de la modernidad capitalista: con todas sus muertes, con todos sus saqueos, con la explotación insaciable de sus recursos naturales y con la edificación del progreso sobre las ruinas de sus culturas tradicionales .
Hoy, parece que la periferia es la vanguardia que exige al centro del capitalismo seguir exportando ese modelo económico al mundo, no detener el flujo de capitales, las inversiones directas de sus empresas o la creación de empleos en sus fábricas.
Porque incluso en la periferia el dogma al capital es que no existe otra vida que no se circunscriba a la manera capitalista de reproducir la socialidad, que la vida existe y que el ser humano es tal sólo dentro del capitalismo.
II
Desde que Donald Trump se lanzó en campaña presidencial, el debate público global en torno a su política económica se dejó arrastrar por la incomprensión que les representaba su discurso.
No pasó mucho tiempo antes de que la inercia de ese debate señalara al ahora presidente de Estados Unidos como una amenaza al capitalismo, a la globalización y al libre mercado —conceptos que con frecuencia se usan indiscriminadamente como sinónimos que designan el mismo fenómeno.
Así, más preocupados por la posibilidad de que la correlación internacional de fuerzas sociales verdaderamente se cimbrara o cambiara en sus proporciones, los comentócratas creen observar en las amenazas a las automotrices, en el rechazo a los tratados de libre comercio vigentes, en la posibilidad de blindar los aranceles al tráfico de mercancías, en el sellado de las fronteras y en la promoción del interés estadounidense por encima de todo lo demás la fórmula de retorno a esquemas proteccionistas, keynesianos o protosocialistas caducos.
La verdad es que esas posiciones no sorprenden. Durante décadas, desde la inauguración del neoliberalismo realmente existente en la periferia global —a través del golpe de Estado a Salvador Allende, en 1973—, el dogma del libre mercado se encargó de adoctrinar a la humanidad de manera tal que el sólo hecho de pensar en una configuración económica-social alternativa a la propuesta por Friedrich Hayek, Milton Friedman, Ludwig Mises, Walter Lippman, Gary Becker o Bruno Leoni —pioneros de la tradición monetarista de la Escuela de Chicago y la Mont Pelerin Society— estuviera fuera de toda posibilidad histórica de consecución.
Y es que el argumento era sencillo pero potente: sólo el libre mercado, con sus infinitas capacidades de reciclaje, de mutación espacio-temporal y de autorregulación es capaz de ordenar a la sociedad, de dar sentido a la existencia del humano y de preservar la vida sin alteraciones en la medida en que la libre oferta y la demanda regulen todo cuanto es útil para la sociedad y todo aquello que no lo es.
En las décadas en las que el discurso neoliberal se gestó, la promoción de su (re)producción, de su aplicación material en todos los rincones del planeta tuvo como caja de resonancia el hecho de que combatía todo aquello que en Occidente representaba la Unión Soviética y el socialismo realmente existente: el neoliberalismo era lo opuesto a la planificación económica centralizada, al autoritarismo —se le llegó a denominar democracia económica—, a la no-libertad, al atraso y a la barbarie.
Por ello, en las periferias globales el discurso de la apertura, de la multiculturalidad, de los derechos humanos y la libre circulación de personas, mercancías, servicios y capitales resonaba con tanta potencia.
Porque del cumplimiento cabal de dichos postulados dependía, por un lado, la apertura y acceso de nuevos mercados sobre los cuales reconstruir los niveles de la tasa de ganancia observados en el periodo inmediato posterior a la Segunda Guerra Mundial; y por el otro, el anular cualquier posibilidad de expansión soviética y modelos económicos afines o de radicalización del socialismo real.
La cuestión es que este discurso, y su implementación, no funcionaban de la misma manera en las economías centrales.
En Estados Unidos, Japón y lo que posteriormente se constituyó como la Unión Europea la doctrina de la apertura sólo era válida para los mercados periféricos, no así para sus propias sociedades.
Velado con instrumentos de control de calidad, normas soberanas de bienestar social en determinados rubros de la producción y el consumo, subsidios o impuestos indirectos a la importación de mercancías, el proteccionismo comercial en el centro de la economía-mundo capitalista siempre rechazó la aplicación del monetarismo tal y como lo proponían sus próceres.
Porque de lo que se trata en el neoliberalismo no es de establecer un mundo de puertas abiertas en cada mercado, sino de asegurar que la periferia siga siendo el lugar en donde por excelencia se reducen los costos de producción, se externalizan los costos sociales, ambientales, políticos, etc.; y se incrementa la tasa de transferencia de capital hacia el centro.
Así pues, lo que hoy vocifera sin cesar Donald Trump, antaño lo ponían en práctica los gobiernos de Europa, Asia y Estados Unidos por medio de mecanismos más sutiles, previstos en los tratados de libre comercio; mediante instituciones arbitrales, de control de calidad y autorizadas para dirimir controversias comerciales; pero también a través de un lenguaje con una mayor corrección política, cifrados en palabras honorables y sentencias adornadas con una profusión de cortesía y buenos modales diplomáticos.
Por eso las posiciones que ya incluso califican a Trump de un socialista disfrazado son absurdas no únicamente porque Trump mismo sea beneficiario directo de los mecanismos comerciales que permiten su propia acumulación de capital, sino porque, de un lado, no terminan de comprender que los modelos keynesianos (bienestaristas o de Welfare State) no se reducen a la manipulación de un par de empresas, a la colocación de aranceles a esas mismas empresas si no ceden a las demandas del gobierno, o a la renegociación de tratados comerciales más favorables para una de las partes; y del otro, que Trump no está nada cerca a proponer una economía como la cubana del siglo XX, por mucho el modelo más próximo al socialismo.
En última instancia, además de invisibilizar los términos desiguales del intercambio comercial y financiero entre centros y periferias (o lo que en América Latina con justeza se denomina explotación), pretenden afirmar que hasta el keynesianismo es un modelo económico diferente al capitalismo moderno; cuando en realidad el propio socialismo soviético nunca dejó de ser un esquema de producción y consumo de tipo capitalista.
Justo estas miopías en el entendimiento de la estructura global de producción/apropiación moderna capitalista es lo que durante tanto tiempo ha llevado a los observadores de la política comercial de Trump a afirmar que es un peligro de muerte para el libre mercado. Porque además, al hacerlo sólo se concentran en nodos de acción específicos.
De ahí que insistir en que Trump no está repatriando capitales, exigiendo al capital financiero que abandone sus inversiones en las bolsas de valores de todo el mundo, pidiendo a los bancos que restrinjan sus líneas de crédito al plano nacional; arremetiendo en contra de mineras, gaseras, eléctricas o empresas petroleras para que detengan la extracción de recursos naturales en las periferias globales, y tampoco deteniendo los flujos de mercancías, servicios y capitales desde o hacia su país; sino ejerciendo controles estatales directos en la economía para acelerar el proceso de recuperación de la tasa de ganancia —a sus niveles previos a la burbuja hipotecaria de 2008— sin tener que recurrir a instrumentos especulativos no sea mero capricho.
La estrategia de Trump se desenvuelve en dos planos.
Por un lado, al interior de Estados Unidos ha sido insistente en que se tiene que acelerar la industria nacional a través de la rehabilitación y construcción de nueva infraestructura, en que los costos de los programas sociales se deben reducir (MediCare es el ejemplo por excelencia), en que los impuestos al empresariado deben ser menores y en que la actividad sindicalizada no debe ser una obstrucción a la flexibilidad laboral.
Por el otro, al exterior de su país la exigencia es la contraria, decretar nuevos aranceles, retención de capital extranjero, y consolidar tratados comerciales que incrementen los ingresos estadounidenses.
Si se leen por separado, ambas posturas se pierden en dogmatismos (como creer que Trump es socialista, keynesiano o similares).
Porque lo cierto es que el éxito del primer plano de acción depende del segundo, toda vez que mantener un gobierno con un déficit bajo, sin recaudar más impuestos pero sí incrementando el gasto en seguridad sólo es posible en la medida en que sean las economías externas, las que comercian con Estados Unidos las que sufraguen esos costos.
Y es que si Donald Trump estuviese proponiendo algo remotamente parecido a un modelo de Welfare State, las directrices que estaría barajando en este momento serían algo más próximo a la universalización de servicios públicos como salud, educación, alimentación y vivienda (con cargo al erario), la progresividad en la recaudación de impuestos en proporción a los niveles de ingreso, la reformulación de los salarios en beneficio de las clases trabajadoras que tanto dice proteger, la austeridad gubernamental sin recortar el gasto público y la promoción de mecanismos productivos sustentables; sin mencionar la redistribución de la riqueza.
Pero no lo hace, porque resulta políticamente más redituable someter al resto del mundo bajo la amenaza de perder sus relaciones comerciales con la aún mayor economía del planeta para después obtener acuerdos que hagan eco del American First .
Y la política migratoria en contra de hispanos va justo en ese sentido: eliminar el ejército industrial de reserva inmigrante para colocar en sus puestos a estadounidenses.
No deja de ser importante, en este sentido, señalar que Trump no es una excepción a la regla del establishment que opera en el complejo financiero-militar de su país, es justo la regla que confirma que no existen excepciones cuando del excepcionalismo anglosajón se trata.
III
Para sorpresa de muchos, y por intrascendente que parezca, la materialización de las propuestas de campaña del hoy presidente de Estados Unidos, Donald Trump, avanza de manera implacable, con absoluta fidelidad y estricto apego programático al orden del discurso que desde su postulación delineó aquel.
Esto, más allá de mostrar el carácter, es decir, la racionalidad gubernamental de la nueva administración pública estadounidense, expone en toda su amplitud la amenaza que representa para sí misma una sociedad global ensimismada en su caprichosa interiorización de un discurso civilizatorio transhistórico al que la humanidad ni le ve alternativas ni desea construírselas.
Tres, por tanto, son las continuidades coloniales que hoy los cuerpos sociales que habitan la modernidad capitalista se muestran a sí mismos; sin ser siquiera capaces de reconocerlas y plantarse frente a ellas en un sentido autocrítico, pero que evidencian el grado de sujeción al que se encuentran sometidos y que, asimismo, posibilitan la permanente destrucción de cualquier potencial cambio cualitativo en la construcción de sus configuraciones comunitarias.
La primera de estas continuidades corresponde a la ruptura del proceso mediante el cual el sujeto social universaliza su existencia al mismo tiempo que particulariza la universalidad de esa realidad existencial; la segunda, con la incapacidad de reconocer la diferencia que media entre el proyecto de civilización vigente y su expresión histórica actual; y la tercera, con la voluntariosa necesidad de reproducir el orden civilizacional en curso, por encima de las politicidades alternativas a él.
El primero de estos fenómenos encuentra una de sus mayores expresiones en la producción y el consumo cotidianos de un debate público que no se cansa de repetir que tanto los actos de Donald Trump como el presidente mismo son eventos de ruptura en la tendencia inercial, en el curso normal, natural e irrenunciable del progreso de la humanidad.
Las más comunes de estas corrientes, por supuesto, saturan las posturas que auguran que con la administración de Trump se da la muerte simultánea de tres relaciones sociales que, aunque diferentes en sus cualidades, la opinión pública se empecina en designar de manera intercambiable; a saber, las muertes de la globalización, del libre mercado (categoría políticamente correcta para nombrar al capitalismo), y del neoliberalismo.
Aquí, lo fundamental para la opinión pública especializada es la construcción de un sentido común que indique a cada individuo que, pese a que la realidad material muestre exactamente lo contrario a lo que el discurso del mandatario enuncia, el simple atrevimiento de señalar cualquiera de las fallas que la libertad de mercado contiene en su funcionamiento es un acto de herejía en contra del destino inevitable de la humanidad.
Por ello, lo que se encuentra en el fondo es un profunda súplica en torno al mantenimiento de los esquemas de cognición vigentes, pese a que éstos, tanto en su fundamento como en sus objetivos se encuentran determinados por la universalización de las particularidades sociales.
Este hecho, por supuesto, no es nuevo.
Ya desde el periodo de auge del nacionalsocialismo europeo quedaba de manifiesto que expresiones de exterminio de la humanidad como esa, lejos de ser una desviación, una perturbación o un fenómeno antagónico a la ética y a la razón ilustrada de Occidente, no son más que su consecuencia última; siempre latente en el núcleo ideológico del proyecto de civilización que desde sus centros geopolíticos del conocimiento se exporta a todos los rincones del orbe.
Lo novedoso es la escala y el nivel de interiorización de una específica actividad interpretativa niega toda posibilidad de oposición al status quo.
Durante el periodo de la guerra fría, por ejemplo, era fácil observar esta unidimensionalidad del Ser humano cuando el lenguaje de la cotidianidad alcanzó, e incluso rebasó, al que George Orwell formuló en sus distopías.
Por ello, en la posguerra de la segunda mitad del siglo XX, el sentido común era aceptar que la guerra era la paz, que la amenaza nuclear era la garantía para mantener la vida en el mundo, que la opulencia es la escasez o que la libertad es el control conductual del individuo por medio de su actividad productiva/consuntiva.
La conciencia feliz, esto es, la convicción de que la realidad es tal por su racionalidad y que por lo tanto es la única realidad en la cual el individuo es capaz de desenvolverse en su máxima amplitud es, hoy, más que durante la guerra fría, la conciencia colectiva del conformismo, la inmediatez y la banalidad de la existencia social.
En este sentido, cada que un comentócrata de los altos y refinados asuntos de la política y la diplomacia vocifera que Donald Trump es una extraña excepción a la regla de los valores estadounidenses, una anomalía del sistema que no debió llegar a la silla presidencial del Estado con mayor potencial financiero y armamentístico o, en el mejor de los casos, un ignorante de las formas y los simbolismos de la actividad política; lo que se encuentra de fondo es el clamor, la imperiosa necesidad de mantener velado un orden social que, mediante la exaltación de una fingida multiculturalidad, es decir, del individualismo exacerbado, en el que cada individuo debe sentirse obligado a aceptar su posición en el espacio social, anula toda resistencia a la pretensión supremacista de autorreferenciación cultural eurocentrista.
De aquí que el peligro del discurso excepcionalista, racial y clasista de Donald Trump no sea, precisamente, el hacer visible, el enunciar todo aquello que hoy resulta políticamente incorrecto.
Por lo contrario, la amenaza de su discurrir se halla en el hecho de que sean los propios cuerpos sociales del globo los que perfilen el mantenimiento de su unidimensionalidad como condición sine qua non de su existencia. Barack Obama —quien hoy es considerado la negación de todo lo que representa Trump—, declaró, en más de una ocasión, creer en el excepcionalismo americano con todas y cada una de las fuerzas de su ser, durante su presidencia lanzó más de veintiséis mil bombas, incursionó en golpes de Estado por todo el Magreb, balcanizó Oriente próximo, expandió los alcances de la OTAN, llevó sus Operaciones Especiales a 138 países, intensificó la militarización del Sudeste asiático, profundizo la criminalización de la libre circulación de la información, y abultó los márgenes de operación del capital financiero.
Y sin embargo, nada en estas acciones fue percibido por la opinión pública mundial como una amenaza a la vida de miles de personas, o a la continuidad de la propia humanidad. Porque incluso más allá del pretendido discurso progresista del hoy expresidente, cada una de sus acciones se ejecutó a tono con el cauce natural del progreso de la modernidad capitalista.
Quizá por ello no sea aventurado afirmar que nadie más, como Obama, contribuyó a la aniquilación de las resistencias sociales.
Porque en el orden de su discurso y de su actuar hay un contenido que saturó la cotidianidad de sus mandatos de una falsa superación de las múltiples confrontaciones ideológicas, de la heterogeneidad de universos de vida válidos para distintas configuraciones sociales; en suma, una ficticia despolitización del contenido comunitario.
Por supuesto esto no quiere decir que se deba ser condescendiente o se deban validar los actos de la nueva presidencia estadounidense.
Por lo contrario, lo que aquí se encuentra en juego es la posibilidad real de dotar de nuevos contenidos esos espacios que hoy se encuentran vaciados.
Pero también de mantener la vigencia de un sinnúmero de reivindicaciones populares que durante tanto tiempo sólo han encontrado, en el espacio público, el reformismo, más que el cambio cualitativo.
Y es que si bien politización no implica la promoción de fundamentalismos, excepcionalismos o supremacismos raciales, religiosos, clasistas o nacionales, sí requiere que se abandone esa conciencia feliz que cree observar en la realidad paz, estabilidad y orden.
Consecuencia nefasta de la modernidad capitalista es que las comunidades humanas abandonen —o sean privadas— de su capacidad de dotar de forma y contenido a su sociabilidad.
La sustitución que el mercado hace de los contenidos reales de la politicidad humana lejos de llevar al individuo a un estado de superioridad ontológica, material o espiritual lo aniquila.
De ahí que el riesgo que enfrenta la humanidad con Donald Trump sea doble: por un lado, el de su propio actuar, que se perfila a ser una réplica (pero a mayor escala y por medio de mecanismos más abiertos) de lo que el mundo vivió durante los años de Reagan y Tatcher; con una mayor penetración de la valorización del valor en los procesos de sociabilidad comunitaria; y por el otro, el de la actitud de la sociedad global, esa que hoy implora que la vigencia de la civilización actual se mantenga, a pesar de que ello implique el abandono de la multidimensionalidad de su existir.
La segunda continuidad colonial corresponde a la manera en que en el debate público se designa, indiscriminadamente, a la globalización, al capitalismo y al neoliberalismo como si fueran categorías de análisis o procesos sociales intercambiables.
Aquí, el vaciamiento de los conceptos es total, justo como en el lenguaje orweliano.
Pero más que ello, la manera en la que se concibe a estos tres procesos, históricamente determinados, es indicativa del grado de interiorización del discurso hegemónico en la colectividad.
Y es que la cuestión en este punto es que el cuestionamiento directo ya no se agota sólo en el clamor por la pervivencia del libre mercado; sino que transita de manera circular por escalas superiores hasta llegar a la globalización —gestada poco más de medio siglo atrás, cuando en Oriente y Occidente, a través de la conquista de América, se cobró conciencia de la totalidad geosocial que es el globo terráqueo.
Por eso hay cierto grado de ingenuidad inscrito en las ideas que afirman la muerte de la globalización sólo porque el presidente amenazó a un par de empresas automotrices.
Porque la realidad es que ese retroceso ontológico que implica la deconstrucción de la globalización ni es voluntarioso ni corre, de forma exclusiva, por la dimensión productivo/consuntiva de la vida en sociedad.
Los procesos de transculturización entre diferentes cuerpos sociales son tan amplios y potentes que su aniquilamiento requeriría el aniquilamiento previo de las instituciones por medio de las cuales se mantiene estable la reproducción social general vigente.
¿Y qué decir del neoliberalismo?
El mundo ha leído el posicionamiento del empresario-presidente en un sentido en que le atribuyen algo (no se sabe qué) diferente a lo que se ha defendido hasta ahora, por lo menos, desde los años ochenta del siglo XX. No obstante, nada hay más alejado de la realidad, ya sea porque se interpreten o porque se tomen en la literalidad sus palabras y acciones.
Y es que Trump no está negando los tratados de libre comercio, ni la apertura de mercados, ni las libertades comerciales
Por lo contrario, rechaza los tratados de libre comercio que ya no sirven a los niveles de acumulación de capital a los que está acostumbrado el estadounidense, rechaza los mercados que se cierran a las exportaciones (de bienes, servicios y capitales) de Estados Unidos y, las libertades de mercado que ya no sirven a los propósitos comerciales de la economía que gobierna.
De ahí que el "America First" sea precisamente eso, colocar a Estados Unidos por encima de cualquier otro interés.
Y la manera en que en fechas recientes se abalanzó sobre los, de por sí, laxos controles construidos alrededor del capital financiero —luego de la burbuja especulativa de 2008— no puede ser indicio más claro —más, aún, que su propio gabinete mimetizado con la junta de gobierno de Goldman Sachs.
El neoliberalismo es un proceso de larga duración que se encuentra, apenas, en las etapas más tempranas de su estructuración.
Y justo porque no se comprende esto en el debate público es que las colectividades no hacen más que observar su desmoronamiento en donde únicamente se da su reificación, a la manera del there´s no alternative.
Finalmente, la tercera continuidad del pensamiento colonial moderno es la síntesis de las dos anteriores.
Cuando el mundo observa en Trump el desmoronamiento del American way of life no está mirando eso, la decadencia del modus vivendi estadounidense, sino su propia extinción.
Lo abrumador y lo trascendente de este punto es, por consecuencia, la incapacidad de posicionarse desde un espacio-tiempo autocrítico ante la propia subjetividad, toda vez que lo único que la sociedad observa sobre sí es el reflejo de un modo de Ser particular, que corresponde al del burgués blanco, anglosajón y protestante.
Trump, por supuesto, no es expresión de decadencia o desmoronamiento alguno.
Como lo fue el nacionalsocialismo europeo a principios del siglo XX para su tiempo, el excepcionalismo estadounidense de hoy es para el tiempo actual la versión de mayor cristalización de la ética y la razón instrumental ilustrada, despojada de sus correcciones políticas y su solemnidad cortesana.
Una tendencia cíclica en la Historia de la humanidad es que ésta tiende a reaccionar ante periodos coyunturales de dos formas generales: acumulando la progresión de los eventos para sólo dotar de un nuevo volumen cuantitativo a su realidad material o, poner en juego la vigencia y la validez de sus formas comunitarias para deconstruirlas y edificar sobre sus ruinas nuevas expresiones cualitativas.
Trump se encuentra dentro de la primera tendencia, en la que la respuesta es el mantenimiento de la sujeción del sujeto a través de nuevos canales.
Y a juzgar por la reacción del mundo ante su presidencia, la humanidad se inclina más a seguir los pasos de aquel en su tendencia, lejos de utilizar el impulso coyuntural para cuestionar el proyecto de civilización que actualmente sostiene.