De acuerdo con un reporte divulgado el lunes por la agencia Associated Press (Ap), la ex secretaria de Estado Hillary Clinton ya cuenta con los delegados necesarios para obtener la nominación demócrata a la presidencia estadunidense, independientemente de los resultados de las elecciones primarias que se realizaron el martes en California, Nueva Jersey, Nuevo México, Dakota del Norte y Dakota del Sur.
El cálculo de Ap se desprende del conteo de los votos obtenidos en los distintos procesos de elección locales y de un sondeo entre los llamados superdelegados, figuras prominentes del partido que pueden apoyar al aspirante de su preferencia en la Convención Nacional Demócrata en Filadelfia el próximo 25 de julio.
De esta forma, puede darse por hecho que la competencia presidencial será entre Clinton y el republicano Donald Trump, quien ya no tiene rivales en su partido.
Tal circunstancia deja a la ciudadanía estadunidense ante una alternativa amarga.
Por una parte, Clinton representa una política imperial revestida por un lenguaje políticamente correcto.
La ex primera dama tiene conocidos compromisos con intereses corporativos que conforman un verdadero poder fáctico en el país vecino, lo que hace impensable que, en caso de ganar la elección, pudiera o quisiera imprimir un viraje en las políticas económica y exterior proempresarial que la han caracterizado de manera consistente, entre las cuales cabe incluir el respaldo a estrategias internacionales elaboradas por los llamados halcones, promotores de una versión extrema del belicismo y el injerencismo de la máxima potencia militar.
En contraparte, el bando republicano ofrece la candidatura impresentable de Donald Trump, cuya meteórica carrera política se ha nutrido básicamente –como lo señaló el filósofo y activista Noam Chomsky en entrevista publicada ayer en estas páginas– del miedo, la frustración y la desesperanza de la clase media predominantemente blanca y pobre, abandonada a su suerte por las políticas neoliberales de las décadas recientes.
Por medio de la mentira y la demagogia xenófoba y chovinista, el magnate ha atizado los rencores sociales no sólo de los pobres y de los empobrecidos, sino incluso de sectores empresariales desplazados de la conformación de la oligarquía.
La de Trump es, pues, una opción a todas luces indeseable.
Ante tal escenario, es de lamentarse que la sociedad del vecino país no haya podido catalizar la oportunidad de transformación representada por el candidato demócrata Bernie Sanders, cuyas propuestas constituyen una solución viable para empezar la urgente tarea de desmontar los poderes fácticos que se han apoderado de la democracia estadunidense.
Sin embargo, la imposibilidad de alcanzar la nominación presidencial demócrata no minimiza el principal logro de la campaña de Sanders: la toma de conciencia, por amplios sectores sociales, de fenómenos que hasta ahora permanecían ignorados debido a la desinformación producto del estrecho vínculo entre los medios y los grandes capitales: para millones de personas fue Sanders quien sacó a la luz que la guerra permanente, la expoliación y el saqueo practicado por los mencionados poderes en el resto del mundo son la otra cara de la imposición dentro de Estados Unidos de políticas de acumulación de la riqueza basadas en la depauperación de las mayorías y la devastación del tejido social.
Es deseable que las enseñanzas y el impulso transformador que introdujo la propuesta del veterano legislador por Vermont fructifiquen a mediano plazo en una nueva alternativa de poder en el país vecino.