Una inquietante pregunta recorre la izquierda ¿Es Lula culpable de los delitos que se le insinúan? ¿Es en definitiva, él, adalid del moderno posibilismo obrero, un corrupto?
Plantear la cuestión en esos términos, por común que suene, frisa el simplismo. De hecho, el problema no radica tanto en saber si Lula es culpable o inocente sino en entender el contexto en el que ha sido proyectada sobre él una sombra de duda que ha caído como un jarro de agua fría dentro y fuera de Brasil.
¿De dónde vienen estos lodos? Pues, básicamente, de los polvos con los que Lula (que, en portugués, significa “calamar”) adobó su Presidencia. Fue elegido al cuarto intento, en 2002. Antes, desde 1989, no solo había perdido elecciones sino que había sido ninguneado e incluso ridiculizado por la oligarquía brasileña: comicio tras comicio.
¿Qué cambió en 2002? Lula moderó su discurso e incluso suavizó su imagen. En circunstancias normales, ni con eso le hubiera bastado. Cuando ganó, sin embargo, el proyecto político neoliberal estaba agotado. Lula, de hecho, fue llevado en volandas a la Presidencia (61% de los votos) no solo por las clases populares sino, también, por las aspiraciones de movilidad ascendente de unas clases medias urbanas hartas de tanta política de ajuste. Lula, por lo tanto, le debió el triunfo a la ayuda de unos sectores sociales, en principio, inesperados.
Segundo gran problema: el ex sindicalista arrasó en la elección presidencial pero el PT, su partido, quedó lejísimos de obtener la mayoría absoluta. Eso no tiene nada de raro pues Brasil tiene un régimen presidencialista en el que, 14 años después de su primera victoria, el PT sigue teniendo una implantación muy desigual en el territorio.
¿Cómo encaró Lula esas dificultades? Con su pragmatismo habitual: tejió una alianza (al principio, parlamentaria; posteriormente, electoral) con un partido (el PMDB) que había formado parte de la coalición que había concurrido… ¡contra él! ¿Quiere eso decir que se alió con la derecha? Difícil de decir: el PMDB es un partido complicado de catalogar. Lo más correcto sería afirmar que, el PMDB, es un partido sistémico: nació como opción tolerada (y más que progresista, pro-democrática) bajo la dictadura militar, en 1964. Después, desde que terminó la dictadura -en 1985- hasta que se alió con Lula en 2003, formó parte de un bloque derechista (autoproclamado, eso sí, de “centro-izquierda”) que, a nivel regional, no llegó a abandonar nunca.
El PMDB, sin embargo, tampoco es un clásico Big Tent Party (‘partido atrapatodo’) sino, más bien, un partido al servicio del Estado, incluso del orden establecido. Un partido que no suele ganar pero sí suele ser necesario para ganar y que, precisamente por esa razón, suele estar repleto de oligarcas que nunca se sabe muy bien si se convirtieron en tales por militar en el PMDB o si, por el contrario, militan en el PMDB para proteger sus privilegios. Por si lo anterior fuera poco, las bases urbanas de ese partido (detalle no menor) suelen estar plagadas de funcionarios del Estado de rango medio.
Esa alianza y otras, más o menos coyunturales, que Lula se vio obligado a tejer para garantizarse una gobernabilidad que le permitiese sacar adelante su Presidencia, fue el peaje que los poderes fácticos le impusieron y a la postre, el fantasma (político) que todavía le persigue. Hablar de peaje, por cierto, no es retórico: muchos diputados (¡de hasta siete partidos! incluyendo el PT) votaron durante años a favor de las propuestas legislativas de Lula a cambio de dinero. En algo así de ‘simple’ consistió el Mensal ã o, el gran escándalo de corrupción que azotó las presidencias de Lula (2003-2010).
Pero ¿de dónde salió tanta pasta en tan poco tiempo? Eso, en realidad, nunca estuvo muy claro. Parece que algo hubo de la privatización de antiguas empresas públicas pero ahora, el (nuevo) escándalo de corrupción, centrado en la empresa pública Petrobras (que se ha convertido en el gran azote de la actual Presidenta y sucesora de Lula, Dilma Rousseff) parece que puede arrojar algo de luz al respecto.
Hasta prácticamente la llegada de Lula a la Presidencia, Brasil no fue un país, técnicamente, productor de petróleo: compraba fuera más del que producía. A partir de 2003, sin embargo, esa relación comenzó a cambiar. La razón fue que el auge internacional de los precios del crudo convirtió en rentable la explotación de unas reservas que, no solo eran (y son) submarinas, sino que estaban (y están) bajo una capa salitrosa.
En otras palabras: una suma ingente de recursos nuevos (incluso podría decirse que, “vírgenes”) comenzaron a ingresar, prácticamente de la noche a la mañana, a las arcas públicas. En buena medida ahí y no en otros sesudos detalles -exceptuando la soja transgénica- radica la esencia del milagro económico y de la emergencia brasileñas. Hay además, otra lectura aún menos edificante: se sospecha que el PT pudo parasitar parte de esos recursos con el objeto (político) de proporcionar el necesario combustible a la gobernabilidad del país. Por el camino, de paso, pudieron irse quedando unos cuantos billetes más. Este otro esquema de corrupción (llamado por la prensa brasileña Petrol ã o), es el que le ha causado tantos problemas a Dilma y el reciente interrogatorio a Lula.
Pero entonces, nuevamente ¿es Lula un corrupto? ¿terminó corrompiéndose como le pasó a muchos compañeros de partido?
Una vez más, difícil de decir, entre otras cosas porque el esquema Mensal ã o-Petrol ã o se caracteriza, precisamente, por un reparto de roles que difumina aún más las cosas: al parecer, como en todo gran esquema de este tipo, no solo hubo corruptores y corrompidos sino que también fueron importantes los que miraron hacia otro lado, los que traficaron con influencias, los que prevaricaron…
Más allá de lo que salga a relucir durante los próximos meses la clave política real, ahora mismo, está en saber por qué el caso de Lula ha saltado a la palestra precisamente en este momento. La razón es simple y no tiene tanto que ver con las teorías conspiratorias que, desde el viernes pasado, circulan por la web. Se trata, simplemente, de la clásica combinación de suciedades políticas y movimientos de ajedrez (¿o de esgrima?) que podrían haber ocurrido casi en cualquier lugar del mundo (especialmente, en cualquier parte del mundo que viva de rentas).
En el Brasil contemporáneo el equilibrio de fuerzas entre derecha e izquierda es total. Eso está dando lugar a mucha negociación, bastantes movimientos calculados e incluso, algunos consensos negativos. A grandes rasgos, la oposición, hace tiempo que sabe que hay un montón de preguntas incómodas para Lula. El Gobierno, también.
A la oposición, en principio, le hubiera gustado planteárselas desde el poder: quizás por eso, desde que estalló el caso, apretó sin ahogar, dijo sin decir, miró sin ver, etc. A la izquierda/PT, por el contrario, no le hubiera gustado que se incriminara nunca a uno de sus iconos. Pero querer no es poder y al final hubo que escoger un momento. El actual, para el PT (dentro de lo terrible que es ver cómo la policía interroga a su valor político más seguro) no es necesariamente tan ‘malo’: la izquierda sigue gobernando (sin la amenaza deimpeachment que, durante meses, pendió sobre Dilma); estamos a mitad de mandato y lo más importante, a unos meses de los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro, una cortina de humo perfecta…
Para la oposición derechista (en la que por cierto medio figura, rarezas de la política brasileña, un PMDB que, de todos modos, tampoco termina de abandonar una coalición gobernante en la que tiene cinco ministros) la situación actual tampoco es desdeñable: lleva año y medio chamuscando a fuego lento (de forma harto irresponsable) a una Dilma que pase lo que pase no volverá a ser candidata y en paralelo, el reciente interrogatorio a Lula, parece haber asestado (aunque en Brasil, nunca se sabe) el golpe definitivo a las aspiraciones del viejo sindicalista de volverse a presentar a las elecciones de 2018. Los “mercados”, en todo caso, ya parecen haber arrancado la fiesta de celebración: solamente el pasado viernes, el Real, recuperó más de un 7% de su valor frente al dólar…
Pese a ello, para el PT, no todo son malas noticias: el interrogatorio a Lula le está brindando la posibilidad de promover una movilización política (con ramificaciones, incluso, globales) que de otra manera ya no lograría ni en sueños.
¿Qué quiere todo esto decir? Pues, por lo menos, un par de cosas. Por una parte que, las rentas suelen ser, casi siempre, garantía de hedor (incluso para la derecha brasileña, cuyo interés en sacar al PT-izquierda del poder parece radicar en el control de las mismas) y por la otra que lo que le está sucediendo a Lula (y al PT/izquierda brasileña) no es más que la consecuencia de la voluntad de “tocar poder” casi a cualquier precio (literal). Vistas así las cosas ¿es posible hablar de culpabilidades e inocencias? Complicado: de transformaciones estructurales, desde luego, no mucho. La vida, incluso en Brasil, sigue igual.
* Juan Agulló es sociólogo y periodista.
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