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El bloqueo de Cuba: crimen y fracaso

"La Palestina de las ONG", entre la resistencia y la colaboración


Introducción 

«Resistir» o «colaborar». Estos parecen, a primera vista, los términos de la alternativa impuesta a la población de los territorios palestinos ocupados. 

Los palestinos se dividirían así en dos bandos definidos por sus relaciones con la potencia ocupante y por su participación -o no- en la lucha de liberación nacional.

La historia de Hicham al-Rakh, oficial de las fuerzas de seguridad palestinas, invita a relativizar esa división e incluso a volver a cuestionarla. Este joven, a quien conocí en 2008 durante mi trabajo de tesis, formaba parte entonces de los cuadros locales de la seguridad preventiva, uno de los múltiples servicios palestinos de seguridad cuyas atribuciones están próximas a las de una policía política.

 En palabras de uno de sus dirigentes la seguridad preventiva se encarga de «la vigilancia de los partidos políticos, de las organizaciones y de la población palestina con el fin de que el Gobierno pueda gobernar» (1). 

Hicham era responsable de la vigilancia de Hamás en la zona (ciudad, campo de refugiados y pueblos) y unos meses antes se había distinguido por interponerse entre un comando palestino armado y un oficial israelí que se había extraviado en Jenín impidiendo que este último fuese secuestrado y devolviéndolo sano y salvo a las autoridades israelíes. 

Cuando me enteré de este episodio deseé conocerle. El contraste entre su actitud y la de los grupos que en aquel momento retenían a Gilad Shalit en Gaza me pareció revelador de dos posturas entonces irreconciliables: resistir o colaborar.

Mientras Hicham me narraba su infancia y su adolescencia, su condición de refugiado, los enfrentamientos, los lanzamientos de piedras en la Primera Intifada, las detenciones, los amigos caídos bajo las balas del ejército de ocupación, la destrucción de su casa durante la invasión del campo de Jenín en abril de 2002, me preguntaba cómo era posible que finalmente eligiera unirse a las filas de un servicio que no oculta su cooperación diaria con las fuerzas de ocupación.

 Según confiensan sus propios responsables la seguridad preventiva, en efecto, está en contacto permanente con los que denominan «sus homólogos israelíes» para intercambio de información y ficheros, para «operaciones conjuntas», coordinación durante las incursiones militares, etc. 

Por lo tanto, desde el punto de vista estructural, este servicio está en una lógica de colaboración abierta y no es casualidad que sus dirigentes «históricos» Mohammad Dahlan y Jibril Rajoub sean conocidos en los territorios palestinos como «excelentes contactos» con el ejército israelí –según sus partidarios- mientras sus adversarios no dudan en calificarlos de «traidores», «vendidos» o «colaboracionistas».

Inevitablemente la conversación con Hicham se orientó hacia sus funciones en la seguridad preventiva y sin pudor me explicó en qué consistía su «trabajo»:

Estamos ahí para vigilar a todos los que se oponen a la construcción de la Autoridad Palestina y del Estado palestino, a todos los que obstaculizan el proceso de paz. Para vigilarlos y también para combatirlos si es necesario. 

Mi trabajo es reunir el máximo de información sobre Hamás, sobre sus miembros, sobre las asociaciones vinculadas… 

Hemos investigado a lo largo de los años y hemos elaborado expedientes de cada miembro y cada asociación de Hamás. ¿Qué hacen?, ¿tienen armas?, ¿de dónde viene su dinero?, ¿cómo lo emplean? Yo puedo decírtelo: en Jenín Hamás está controlado. Después de lo que ocurrió en Gaza (2) lanzamos una gran operación contra él exigiendo que depusiera las armas. 

En un año detuvimos a varios centenares de miembros de Hamás, aquí en Jenín, pero los soltábamos rápidamente cuando aceptaban darnos sus armas y se comprometían a no adquirir otras. Por lo tanto puedo decirte que están controlados.

Y añadió con respecto a sus «homólogos israelíes»: «por supuesto tenemos conexiones con ellos, tratamos de coordinarnos. Les interesa que hagamos nuestro trabajo». Por otra parte, precisa relatándome la historia del oficial israelí perdido y salvado gracias a su intervención, «las autoridades israelíes me agradecieron el gesto y se comprometieron a no volver a detenerme».

Entonces me sentí obligado a plantear la cuestión que me obsesionaba: «Hace 20 años lanzabas piedras a los soldados, ahora proteges a un oficial israelí… 

¿Cómo explicas esta evolución?» Recuerdo con precisión el silencio que siguió y las dudas, incluso los miedos que me asaltaron, ¿al señalar las contradicciones obvias de su trayectoria no estaba simplemente acusándole, apenas veladamente, de haber cambiado de chaqueta y haberse pasado al bando del ocupante? 

Pero Hicham estalló en una gran carcajada y me explicó que era una pregunta extraña, la respuesta era evidente: «Quiero la paz para mi pueblo. Quiero hacer la paz con Israel. Lancé piedras, como todos los jóvenes de mi generación, para que las tropas de la ocupación se fuesen y nos dejasen tranquilos. 

En la actualidad cuando los palestinos lanzan piedras a los israelíes la respuesta es terrible. Ahora son mucho más fuertes con sus aviones y sus tanques. Atacarlos solo nos causará todavía más problemas. Aquí destruyeron el campo en 2002. 

Mataron a decenas de personas. Eso tiene que acabar. Por lo tanto hay que impedir que hagan lo que quieren, lo primero disparar. Para conseguir la paz es necesario que reinen la ley y el orden. Hacer que se respeten las leyes, ese es mi trabajo. Y continuaré haciéndolo aunque a algunos no les guste. De esta forma contribuyo a la construcción de la Autoridad Palestina y el Estado palestino.

Al leer esas líneas podría surgir la tentación de pensar que Hicham reconstruyó, a posteriori, una coherencia en una trayectoria caótica y contradictoria, en otras palabras, que renunció a la lucha por la liberación nacional y se alineó con el bando colaboracionista. 

Pero no era eso. Su respuesta fue totalmente sincera y en el curso de los meses que siguieron a esta entrevista oí a varias decenas de militantes de su generación emplear más o menos los mismos términos.

 Son los chicos de la intifada de 1987, los jóvenes militantes que arriesgaron sus vidas lanzando piedras a las tropas de la ocupación y sufrieron cotidianamente las cárceles israelíes quienes consideraron que los acuerdos de Oslo (1993-1994) fueron su victoria y a continuación se unieron a las filas de la Autoridad Palestina, a menudo en las fuerzas de seguridad. Sueldo, reconocimiento social, lealtad al «viejo» (Yasser Arafat), orgullo de construir el futuro Estado palestino y por lo tanto la independencia: muchas motivaciones que les convencieron para renunciar al enfrentamiento directo con el ocupante y dedicarse a la construcción del aparato del Estado. 

En palabras de un colega de Hicham la continuidad entre sus actividades anteriores y posteriores a Oslo se resume en una palabra: la «dignidad». Dignidad en primer lugar levantándose contra las fuerzas de ocupación y dando a conocer al mundo la suerte de los habitantes de Cisjordania y Gaza. 

Dignidad, después, demostrando que los palestinos merecen un Estado, que son aptos para autogobernarse, incluyendo en especial el mantenimiento del orden en las zonas evacuadas por el ejército israelí. 

Dignidad, finalmente, negándose a responder a la violencia con violencia y continuando con la defensa de un ideal de paz y coexistencia a pesar de la permanencia de la ocupación israelí.

Aunque en otros escritos califiqué a la Autoridad Palestina de «pseudoaparato de Estado integrado en el dispositivo de la administración colonial» (3) nunca logré considerar a Hicham, individualmente, un colaboracionista, pero no era el caso de todo el mundo en Jenín, Hicham al-Rakh fue asesinado por un comando palestino armado el 5 de septiembre de 2012.

«Resistir» y «colaborar» en los territorios palestinos

Casi 50 años de ocupación militar han generado, sin sorpresa, movimientos de resistencia y movimientos de colaboración entre la población palestina. Como todas las poblaciones sometidas a ocupación extranjera –los franceses tienen motivos para saberlo bien- los palestinos de Cisjordania y Gaza nunca han sido un «todo» homogéneo en sus relaciones con la potencia ocupante. 

Atravesada de contradicciones, al contrario de la imagen tópica conducida por algunos círculos dirigentes del movimiento nacional palestino o por ciertos sectores del movimiento de solidaridad, la sociedad palestina no es una colectividad unánimemente resistente dentro de la cual todas las personas estarían dispuestas a renunciar a cualquier comodidad cotidiana en nombre de la lucha por una futura liberación. 

Y aunque esa voluntad de ganancias materiales y simbólicas no implica necesariamente una colaboración directa con el ocupante, sí constituye la base sobre la cual puede construirse el edificio de la colaboración.

Como todas las potencias coloniales/ocupantes el Estado de Israel ha intentado construir una extensa red de colaboradores entre la población autóctona, no solo para recabar información útil para combatir a los movimientos de resistencia, sino también para facilitar la administración cotidiana de los territorios ocupados. 

Mi intención aquí no es describir o analizar en profundidad esos mecanismos de control, sino señalar esta evidencia muy a menudo olvidada: la vida de un pueblo bajo ocupación no se resume en la resistencia a la ocupación, sino que se organiza en torno a una relación compleja y dialéctica entre la lucha por la liberación y la consecución de espacios dentro del dispositivo de la ocupación. La resistencia no es una meta en sí, sino un medio para liberarse de la opresión y de la represión. Y cuando este objetivo parece muy lejano, o incluso inalcanzable, muchas personas tienden a acomodarse en la ocupación y a mejorar su día a día renunciando al enfrentamiento directo con la potencia ocupante.

Entre la resistencia inflexible y la colaboración asumida existe una amplia «zona gris», una gran variedad de actitudes imposibles de clasificar de forma simplista y definitiva, con mayor motivo en la medida en que dependen ampliamente de las modificaciones de las relaciones de fuerza entre Israel y el movimiento nacional palestino y en ese sentido sometidas a variaciones permanentes. 

Entre la minoría de activistas políticos intransigentes y la minoría de colaboradores directos una mayoría de palestinos se mueve en un espacio que sirve –voluntariamente o no- de fuerza de apoyo a una de las minorías que compiten en función de la evolución de múltiples factores, ya se trate de la situación económica en los territorios ocupados, de las estrategias del movimiento nacional y de la potencia ocupante, de los procesos de renovación generacional o de las evoluciones de las relaciones de fuerza internacionales.

La excepcional duración de la ocupación israelí ha reorganizado ampliamente a la sociedad palestina y las dinámicas que la atraviesan, por lo tanto solo podemos tomarlas en la medida en que se producen dentro del contexto de la ocupación. 

Pero eso no significa que haya que observar el conjunto de las acciones palestinas únicamente a través del prisma de la lucha de liberación nacional. Existe, en efecto, una tendencia a la «hiperpolitización» de la lectura de las realidades palestinas que consiste en juzgarlas –y clasificarlas- solo en la medida de su inscripción (o no inscripción) en el bando del combate político contra la ocupación. 

Esa lectura no solo es rígida en cuanto que tiende a ignorar las subjetividades y los cambios de contexto proponiendo definiciones (ilusoriamente) «objetivas» de la colaboración y de la resistencia, sino que además es errónea porque da un sentido equivocado a los comportamientos de un grupo nacional en el cual, como en todas partes, las relaciones sociales son complejas y no pueden resumirse en una sola forma de interacción. En otras palabras, sino nada puede explicarse sin la ocupación, tampoco puede explicarse todo por ella.

Conocí un ejemplo impactante de esa hiperpolitización en mayo de 2015 cuando moderaba un debate tras la proyección de una serie de cortometrajes en el marco de un festival de cine palestino organizado en París. Para algunos espectadores era difícil admitir que varias de aquellas películas no se fijasen el objetivo de «denunciar la ocupación» sino que se limitasen a «contar historias» de las que la ocupación parecía ausente. 

Llegaron incluso a acusar a algunos realizadores (llegados de Gaza) de dar una visión deformada, embellecida e incluso ingenua de las realidades palestinas «haciendo el juego» al ocupante israelí. Más allá de la torpeza y a veces el paternalismo de este tipo de expresiones, esas afirmaciones son el ejemplo de la tendencia a considerar que la sociedad palestina se reduce a su condición de sociedad bajo ocupación extranjera y que el conjunto de sus actividades, incluidas las culturales, deben tomarse únicamente desde el punto de vista de su utilidad inmediata en el combate por la liberación.

Obviamente este ejemplo no agota por sí mismo la tendencia a una lectura binaria de la realidad palestina, pero ilustra los puntos ciegos: en Cisjordania y en Gaza se puede estar o actuar contra la ocupación, al servicio de la ocupación y también a pesar de la ocupación, tres actitudes que no pueden definirse solo con criterios «objetivos» (su sitio en el dispositivo de la administración colonial), sino también por su relación dinámica con proceso de emancipación nacional.

 Así vemos, por ejemplo, a palestinos que a partir de 1967 aceptaron un salario por ejercer funciones diversas como profesores, personal sanitario o agentes de policía en instituciones dirigidas por la potencia colonial. ¿La motivación principal de unos y otros era aceptar «trabajar para el ocupante» o al contrario estar al servicio de la población palestina, mantener una apariencia de vínculo social o incluso preparar a las generaciones futuras para la lucha? ¿Sirvieron «objetivamente» a la causa palestina u «objetivamente» sirvieron a la ocupación israelí? 

¿Y qué pasa con los trabajadores palestinos que todavía hoy trabajan en las zonas industriales de las colonias de Cisjordania o los que trabajan en la construcción en empresas israelíes y reciben un sueldo por construir las colonias? ¿Se les puede calificar de colaboracionistas por vivir de la ocupación? ¿O son simples asalariados que por necesidad no tienen más remedio que aceptar el trabajo de las empresas israelíes? Todos entenderán que es imposible dar una respuesta unilateral a estas preguntas y no es ninguna sorpresa comprender que en función de la intensidad de la lucha y de la violencia de la represión los posicionamientos con respecto a comportamientos idénticos han ido variando por parte de los habitantes de los territorios ocupados.

Así, aunque los abogados palestinos hicieron huelgas masivas rechazando reconocer la legitimidad de las instituciones judiciales israelíes y la legislación militar vigente en los territorios ocupados, no ha pasado lo mismo entre los agentes de policía o los maestros, que no convocaron huelgas «políticas» de amplitud más que a partir de la Primera Intifada (diciembre de 1987). 

Es lo mismo con respecto a los impuestos exigidos por la potencia ocupante a partir de 1967: aunque nunca hubo un consentimiento real por parte de la población palestina y a menudo se ha pagado de forma aleatoria, el rechazo colectivo a pagar el impuesto, como fue por ejemplo el caso en 1988-1989 en el pueblo de Beit Sahour, próximo a Belén, representa la excepción y no la regla. Otro ejemplo fue la abstención en las elecciones municipales organizadas por Israel en los territorios ocupados, cuando en 1972 la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) llamó a un boicot generalizado de las elecciones que según ella conferirían una legitimidad a la ocupación y cuatro años después la OLP apoyó a los candidatos nacionalistas, que ganaron dos tercios de los municipios (parte de ellos fueron destituidos y algunos incluso expulsados por las autoridades israelíes).

Así pues la «zona gris» mencionada arriba es vasta y móvil. Y únicamente un estudio minucioso de las condiciones concretas en las que se desarrolla una práctica o una actividad permite situarla en las dinámicas más generales que atraviesan la sociedad palestina y en sus complejas relaciones con el dispositivo global de la ocupación. 

El dispositivo se entiende aquí en el sentido «foucaltiano» del término, es decir, como un « un conjunto decididamente heterogéneo que comprende discursos, instituciones, instalaciones arquitectónicas, decisiones reglamentarias, leyes, medidas administrativas, enunciados científicos, proposiciones filosóficas, morales, filantrópicas. 

En resumen, los elementos del dispositivo pertenecen tanto a lo dicho como a lo no dicho » (4), dentro del cual una misma acción puede tener, según los contextos y según la escala de temporalidad elegida, resultados muy diferentes e incluso contradictorios. En otras palabras, salvo que se escoja deliberadamente la opción de focalizarse en comportamientos individuales o colectivos minoritarios (resistencia intransigente y colaboración directa) y por lo tanto se limite estrechamente el análisis, es imposible comprender la complejidad de las relaciones palestinas si intentamos –voluntariamente o no- encerrarlas en la alternativa binaria resistencia/colaboración.

La Palestina de Oslo

Esta constatación es más auténtica desde 1993-1994 y la entrada en el «proceso de Oslo», que tuvo como principal consecuencia la constitución de una administración palestina en los territorios ocupados encargada (teóricamente) de la gestión de la población palestina y prometía (ilusoriamente) ser el primer jalón de un futuro Estado. 

El establecimiento de esa administración, la Autoridad Palestina (AP, su verdadero nombre «Autoridad de Autogobierno Provisional»), modificó así el dispositivo de la ocupación y por lo tanto las relaciones entre las poblaciones de Gaza y Cisjordania y las autoridades israelíes. Hay que señalar que hablar de «modificación» no implica ninguna apreciación y ningún juicio en cuanto a los hipotéticos efectos positivos y/o negativos del establecimiento de la AP y más generalmente en cuanto a las consecuencias concretas que el proceso de Oslo tiene desde el punto de vista de los intereses nacionales de los palestinos. 

Tendremos ocasión de volver más ampliamente sobre estas cuestiones en el libro y aquí me conformo con señalar un punto esencial: en la medida en que la ocupación continúa a pesar del desarrollo de una administración autóctona, y teniendo en cuenta el hecho de que esta última está en una relación de subordinación a la potencia ocupante, la población de Cisjordania y Gaza no se emancipa de la tutela israelí aunque esta se convierta, por diversos aspectos, en indirecta.

En otras palabras, a pesar de la creación de estructuras «autónomas», la vida de los palestinos permanece sometida a la voluntad y las decisiones israelíes y en realidad son los márgenes de maniobra dentro del dispositivo de la ocupación los que se modifican sin que el propio dispositivo se tambalee realmente. 

A lo largo del tiempo, fuesen las que fuesen las ilusiones o las esperanzas de ciertos actores palestinos, el proceso de Oslo ha demostrado que no era una etapa hacia el final de la ocupación, sino una reorganización de la misma. 

La integración, tanto económica como territorial y la de la seguridad de la administración palestina en la arquitectura de la ocupación ha impedido estructuralmente a dicha administración convertirse en un instrumento para luchar contra la potencia ocupante. 

Se podría decir por lo tanto que la AP no se construyó contra la ocupación, sino a pesar de la ocupación, un proceso que culminaría con la política del primer ministro Salam Fayyad, en su puesto en Cisjordania de 2007 a 2013 y su proyecto «voluntarista» (que algunos calificaron, con razón, de quimérico) de construcción de facto de las infraestructuras de un Estado palestino independiente en desafío de la continuación de la ocupación israelí.

La AP nunca ha podido ser más que una entidad intermediaria entre los palestinos de Cisjordania y el Estado de Israel y sus estructuras administrativas y militares encargadas de los territorios ocupados. Al hacerlo se convirtió en el centro en torno al cual se reorganizan el conjunto de las fuerzas sociales preexistentes, ya se trate de facciones políticas, estructuras familiares o de clanes, asociaciones, ONG, sindicatos e incluso del sector privado. 

Esas fuerzas sociales, que hasta entonces se hallaban en un enfrentamiento directo con la potencia ocupante, fueron obligadas a suavizar las relaciones con un centro político-administrativo convertido rápidamente en insoslayable y a asistir a un desplazamiento de los vínculos del poder y de la protesta y más generalmente a una reorganización del escenario político y social palestino. 

De esta forma las categorías de «resistencia» y «colaboración» se redefinieron profundamente, igual que el abanico de las actitudes y las acciones que constituían la «zona gris», en la medida en que el discurso que se convirtió en dominante en la dirección del movimiento nacional palestino «histórico» consistió en afirmar que desde entonces la independencia pasaba por la negociación y la cooperación y no por el enfrentamiento directo con el Estado de Israel.

Este cambio de paradigma no está libre de fricciones y confusión. Los combatientes armados, glorificados en los años 70, se convierten en adversarios de la causa nacional a los que hay que neutralizar, bien arrestándolos o integrándolos en el aparato del Estado en construcción. 

Desde entonces asistimos al reciclaje de los antiguos oficiales y los antiguos comandos palestinos en los diversos órganos de seguridad con el fin de llegar, según la fórmula explícita de un cuadro de la seguridad preventiva, a «convertir a los combatientes en policías» (5).

 Los que rechazaron este enfoque fueron sometidos inmediatamente a la marginación política y social, cuando no fueron simplemente víctimas de la represión directa de la AP. Al mismo tiempo las figuras acusadas antes de colaboración con el ocupante, como algunos alcaldes nombrados por Israel en sustitución de los alcaldes nacionalistas destituidos, fueron mantenidas en sus funciones por la dirección de la AP, deseosa de dar garantías a Israel y de no alinearse con ciertos notables locales (6). 

Tras las elecciones primarias de Fatah previas a las primeras elecciones legislativas (1996) la dirección de Arafat no dudó en ir en busca del voto de los militantes y «reemplazar» a los cuadros reconocidos por su activismo antiocupación por personalidades más conciliadoras y menos subversivas.

La ya compleja configuración que impedía clasificar estrictamente a los palestinos en «resistentes» y «colaboradores» se vuelve entonces más confusa: si la única vía posible hacia la independencia era desde aquel momento la cooperación con Israel y/o el esfuerzo en la construcción de la «paz», entonces cambian las reglas del juego y la «zona gris» se modifica y se extiende. 

Poco a poco la acción política (en el sentido militante) se desvaloriza en favor del esfuerzo en el «proceso de paz», bien uniéndose directamente al aparato del Estado o contribuyendo al establecimiento de actividades o estructuras que apoyen el proceso. 

En todos los ámbitos (económico, social, cultural, educativo, etc.) nacen proyectos conjuntos israelíes-palestinos destinados a promover la «coexistencia entre los dos pueblos». Además asistimos a un desarrollo exponencial de las estructuras palestinas procedentes de la «sociedad civil», el primer lugar las ONG (7). 

Así, en el año 2000 se estimaba que casi el 40% de las ONG palestinas registradas en Cisjordania y en la Franja de Gaza (8) se crearon después de 1994. Estas estructuras se hallan en el centro de la nueva «zona gris» creada por el proceso de Oslo: ni órganos de lucha directa contra la ocupación (9) ni estructuras colaboradoras con el Estado de Israel (que no los apoya ni los subvenciona), se convierten en un terreno ocupado al mismo tiempo por los militantes, que lo ven como un sustituto de la actividad política ahora desprestigiada, y por los «técnicos» que ven la oportunidad de hacer carrera ofreciendo su experiencia a generosos proveedores de fondos.

¿Son las ONG signos de la despolitización que siguió a Oslo?

Se entendería así: No se puede considerar que las ONG palestinas se encuentren dentro de una lógica necesariamente resistente y tampoco se puede considerar que se hallen en una lógica necesariamente colaboradora. 

La primera de esas tesis querría que las ONG, en la medida en que contribuirían –las ONG de desarrollo- a mejorar las condiciones de vida de los palestinos y –las ONG de derecho- a informar al mundo de los efectos concretos de la ocupación, serían una ventaja para la causa palestina. 

La segunda tesis, por el contrario, querría que las ONG, en tanto que tendrían como papel esencial mitigar los efectos de una ocupación y una colonización mantenidas, servirían de hoja de parra a estas últimas y reforzarían al Estado de Israel borrando todos o parte de los efectos de su política.

Esas dos visiones aparentemente opuestas llevan cada una su parte de verdad. Y precisamente por esta razón considero que esta falsa alternativa, aunque obviamente permite cuestionar y analizar en parte en papel de las ONG, no permite cuestionar correctamente su lugar y su función en el marco del proceso de Oslo. Porque de eso trata esta obra: de estudiar las trayectorias de las ONG palestinas durante los «años de Oslo» para comprender mejor la evolución de la cuestión palestina.

 Las ONG se sitúan en una encrucijada de temáticas y problemáticas múltiples, ya se trate de las modificaciones del campo político palestino, de la emergencia de nuevas capas sociales cuya supervivencia material y simbólica depende de la continuación del «proceso de paz» -aun cuando estuviera condenado al fracaso-, de la creciente influencia de los proveedores de fondos en las decisiones palestinas, del sometimiento a tutela de los habitantes de Cisjordania y Gaza o también de la ofensiva ideológica dirigida a cambiar la imagen de los palestinos de un pueblo con derechos a individuos con necesidades.

Nos dedicaremos, pues, a exponer y analizar la evolución del panorama de las ONG palestinas desde 1993-1994 y la entrada en el «proceso de paz» comparando sus funciones y actividades con las que tenían durante el período denominado de la ocupación (1967-1987) y observando su integración y su papel dentro del dispositivo de Oslo. 

El fracaso político del «proceso de paz» ha conducido a numerosos actores –tanto internacionales como locales- a sustituir la perspectiva de una solución del «conflicto» por políticas asistenciales destinadas a atenuar los efectos de la ocupación israelí, tanto por medio de la ayuda de urgencia como por la ayuda al desarrollo. 

Porque aunque la AP fue la principal beneficiaria de esas ayudas y protagonista en el intento de estabilización de los territorios palestinos, a pesar de la ausencia de una solución política, las ONG contribuyeron ampliamente -y siguen contribuyendo de forma concreta y simbólica- a mantener la fábula de Oslo y la ilusión de la existencia de un «proceso de paz» mientras este se halla desde hace muchos años en estado de muerte clínica.

Obviamente las ONG no son las principales responsables del fracaso del proceso de Oslo y las posiciones que se expresan aquí y que se desarrollarán en esta obra en ningún caso son juicios de valor contra los militantes y trabajadores de dichas ONG. Se trata, al contrario, de considerar que las ONG alimentan el «proceso de paz» tanto como se alimentan de él y que el lugar que ocupan en el dispositivo de Oslo es revelador de las modificaciones de la «zona gris» señalada arriba.

 Una «zona gris» que se define cada vez más como el lugar donde se organizan las disposiciones de la ocupación –sean individuales o colectivas- y que, con mayor razón en un período de crisis histórica del movimiento nacional palestino tanto en términos de encuadre como de estrategia y perspectivas políticas, tiende a extenderse y a ahogar la lucha directa contra la potencia colonial. 

Dentro de esta «zona gris» se desarrolla lo que los militantes palestinos denominan tendencia a la «normalización» de la ocupación, que no se confunde con la colaboración en tanto que la normalización no implica colaboración directa con el ocupante, sino proyectos y acciones que consideran la ocupación un hecho consumado con el que hay que convivir.

En última instancia la normalización participa del fenómeno general de despolitización de la sociedad palestina entendida como un proceso de retirada progresiva del combate político nacional en beneficio de estrategias de supervivencia, individuales o locales, situándose fuera de cualquier proyecto de emancipación colectivo. 

Las causas de esta despolitización son numerosas, algunas de ellas se recordarán en las páginas siguientes. Y aunque la primera responsable es la potencia ocupante y sus apoyos, las élites palestinas, ya sean políticas, económicas o sociales, también han contribuido. 

El estudio de las trayectorias de las ONG palestinas desde los acuerdos de Oslo permitirá comprender mejor ese doble proceso de normalización/despolitización y abarcar mejor los desafíos a los que hoy se enfrentan los palestinos y las personas que en las cuatro esquinas del mundo están a su lado. 

El autor de estas líneas mantiene el convencimiento de que la lucha por Palestina sigue siendo una cuestión estructural a escala internacional que condensa y cristaliza dinámicas que sobrepasan con mucho el enfrentamiento entre Israel y los palestinos: entender palestina continúa siendo, un poco, entender cómo va el mundo.

Notas:

(1) Entrevista a Jihad Abu Omar, entonces responsable de la seguridad preventiva en Hebrón, marzo de 2007.

(2) Hicham hace aquí referencia a los enfrentamientos entre Hamás y Fatah en Gaza durante el verano de 2007.

(3) Ver especialmente Julien Salingue, La Palestine d’Oslo , Cahiers de l’Iremmo, L’Harmattan, 2014.

(4) Michel Foucault, «Le jeu de Michel Foucault», Dits et écrits , tome 2 , Paris, Gallimard, 1994 (1977), p. 298-329.

(5) Entrevista a Jihad Abu Omar, op. cit .

(6) Hasta 2004 no se organizaron elecciones municipales. Los alcaldes eran nombrados o reconocidos por Yasser Arafat.

(7) En esta introducción la expresión «las ONG» designa a las principales, es decir, a las que perciben la mayoría de las ayudas internacionales y emplean a la mayoría de los trabajadores. Tendremos ocasión en la obra de establecer una tipología más precisa.

(8) Sobre un total de alrededor un millar para 30.000 trabajadores.

(9) Con algunas notables excepciones sobre las que tendremos ocasión de volver en la obra.




* Julien Salingue, La Palestine des ONG. Entre résistance et collaboration, Paris, La fabrique, 2015, 219 p., 12€.

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