Neoliberalismo recargado. Eso, y poco más, es lo que puede ofrecer hoy Estados Unidos a Argentina y América Latina, porque su agenda es la de la vuelta al pasado de dominación política y económica contra el que movimientos sociales, partidos y gobiernos nacional populares han batallado en los últimos tres lustros.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
Le dan la vuelta al mundo las imágenes más emblemáticas de la que, seguramente, ha sido la última gira del presidente Barack Obama por América Latina, con escala en dos países emblemáticos para la geopolítica nuestroamericana: Cuba y Argentina.
Fotografías y videos se han vuelto virales en las redes sociales y los medios de comunicación: Obama en las calles de La Habana Vieja, Obama en la Plaza de la Revolución con la efigie del Che Guevara de fondo, Obama en el Teatro de La Habana, Obama y Raúl Castro juntos en un partido de béisbol en el Estadio Latinoamericano…
Y en Argentina, Obama bailando tango en una lujosa cena de gala, ofrecida por el presidente Mauricio Macri, en una instantánea que evoca los brindis de los años 1990, con los que Bush padre y Carlos Menem sellaron el pacto de las relaciones carnales en la política exterior de ambos países.
De Cuba pudo llevarse una estampa memorable: la del anuncio del levantamiento del bloqueo criminal impuesto a la Revolución y al pueblo cubano desde hace más de medio siglo. Pero no lo hizo.
En ocho años de gobierno, el presidente Obama no realizó una sola gestión formal para poner fin a ese oprobioso castigo imperial; ni siquiera cuando el Partido Demócrata tuvo mayoría en el Congreso. En La Habana, debió limitarse a decirle al público presente en el Gran Teatro, y a quienes siguieron la bien elaborada retórica de su discurso por televisión, que exhortó a los congresistas “a levantar el embargo”.
¿Solo eso?
¿El hombre más poderoso del mundo –como afirman que es-, el que despliega ejércitos y armamentos por el mundo, el que ordena intervenciones militares, el que se arroga el derecho de señalar cuáles gobiernos son legítimos y cuáles no en América Latina, no pudo hacer algo más en su propio país por una causa en la que afirma creer –la de unas nuevas relaciones con Cuba-, y para acabar con lo que considera una “carga obsoleta” para cubanos y estadounidenses?
¿Cómo se puede mantener incólume un instrumento jurídico extraterritorial y, al mismo tiempo, hablar en nombre de la democracia y reconocer el derecho a la autoderminación y soberanía de Cuba?
Esa contradicción insalvable entre la razón imperial y la dignidad de un pueblo y de un proceso político histórico como el cubano, seguramente no perturbó a Obama en Buenos Aires: allí, el presidente estadounidense, evadiendo la responsabilidad de los Estados Unidos en el apoyo al terrorismo de estado de la última dictadura militar, y sin ofrecer disculpas a los familiares de los desaparecidos, elogió una y otra vez las medidas adoptadas por su homólogo Mauricio Macri (¿fue cinismo o un caso insólito de desinformación?), resaltó su pretendido liderazgo en la región y pidió a la Argentina convertirse en “aliado universal” de los Estados Unidos.
Ante tantos halagos inmerecidos e injustificables, dadas las evidencias del “shock” económico, laboral y social que impone por decreto, el mandatario argentino solo atinó a declamar en la cena de gala en el Centro Cultural Kirchner –toda una afrenta a la memoria del expresidente-, entre vinos y manjares, un sonoro: “estoy fascinado con ustedes”, cargado de siglos de colonialismo que pesan como fardos sobre la mentalidad de las élites políticas y las oligarquías latinoamericanas.
Lo demás, fue un guión ya conocido, repleto de lugares comunes: apertura a la inversión extranjera, facilidades para el capital estadounidense, tratados de libre comercio, acuerdos de seguridad nacional y lucha contra el narcotráfico. Neoliberalismo recargado.
Eso, y poco más, es lo que puede ofrecer hoy Estados Unidos a Argentina y América Latina, porque su agenda es la de la vuelta al pasado de dominación política y económica contra el que movimientos sociales, partidos y gobiernos nacional populares han batallado en los últimos tres lustros.
Un final gris para el periplo del presidente Obama, quien no supo, no quiso o su entorno no le permitió comprender la naturaleza de los procesos políticos que tenían lugar en nuestra América durante sus años de mandato, ni las dinámicas socioculturales que permanecen latentes en la región como producto de las luchas antineoliberales de las últimas décadas.
La compleja y diversa América Latina fue esquiva para el presidente estadounidense, que sumó fracasos en su política exterior y no atinó más que a engrosar el expediente vergonzoso del intervencionismo, la desestabilización y las prácticas antidemocráticas a las que históricamente ha apelado Washington para defender lo que, hipócritamente, llaman intereses norteamericanos, y que no es sino un eufemismo funcional para ocultar sus apetitos imperialistas.
Dentro de algunos meses, otro inquilino o inquilina ocupará la Casa Blanca y nuevas políticas se definirán para América Latina, sin garantías de mayor tranquilidad ni autonomía para nuestra región. Y de Obama, solo quedará el recuerdo de las expectativas que generó su triunfo presidencial y la enorme decepción que generó en el mundo su insípida gestión.
O como cantó el querido Carlos Gardel, “la vergüenza de haber sido / el dolor de ya no ser”.