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El plomo sigue envenenando a los niños de Estados Unidos



Bienvenidos a Estados Unidos de Flint

Introducción de Tom Engelhardt

Hablemos de una pesadilla: los niños de una ciudad, miles de ellos, podrían haber sido envenenados con el plomo presente en el agua de grifo como resultado del intento de unos adultos de ahorrar un poco de dinero de la ciudad.

 Unos adultos que sabían del peligro pero prefirieron ignorar las advertencias de los científicos, no dijeron nada al público sobre el riesgo que corría la salud de los ciudadanos e insistieron acerca de la seguridad del agua corriente; en algunos casos, eliminaron información sobre la situación real del agua. 

Como cualquiera que haya hojeado un periódico o haya visto el telediario en las últimas semanas lo sabe, esta es la descarnada descripción de la actual crisis de Flint, Michigan, en la que la “austeridad” económica determinó que una ciudad pasara a tener un agua extremadamente corrosiva que a menudo salía del grifo con un color amarillento y algunas veces quienes se bañaban con ella acababan con graves sarpullidos. 

Sin ninguna duda, el lector también sabe que un agente anticorrosivo que podría haber evitado buena parte de la corrosión producida en las tuberías de agua de la ciudad –y, de esa manera, el envenenamiento con plomo de muchos de sus residentes– no se hizo para ahorrar 100 dólares diarios. No crea usted que se haya aprendido algo: los congresistas republicanos, impacientes (al igual que Rick Snyder, gobernador de Michigan) por ahorrar algunos dólares sin tener en cuenta la salud de la población, se niegan a financiar la reparación del problema.

Tal como informó Reuter hace pocos días, el “senador texano John Cornyn, segundo en importancia en el Senado entre sus pares republicanos, dijo que la ayuda a Flint no debe aumentar el déficit presupuestario federal por culpa de ‘lo que es un problema local y estatal’”.


Ya que estamos en el tema, el grupo activista Progress Michigan publicó un revelador documento del departamento de Tecnología, Gestión y Presupuesto del estado de Michigan. En enero de 2015, diez meses antes de que el gobernador Snyder admitiera que el agua de Flint no era potable, el estado ya había empezado a llevar agua a la ciudad en camiones cisterna y a instalar refrigeradores junto a los bebederos en los edificios estatales “de modo que los trabajadores públicos pudiesen optar por continuar bebiendo el agua de Flint u otra más segura”.

En una situación tan sombría como esta, ¿es posible ver una luz de esperanza? Permítame que le sugiera una; se trata de un grupo de trabajadores que quizá sientan en su propia piel la necesidad de la austeridad pero no por eso han permitido que se viera afectado su sentido de la generosidad para con el resto de los seres humanos. Durante meses y en toda la geografía de Michigan, cientos de sindicalistas del gremio de los fontaneros han estado viajando a Flint para ofrecer voluntariamente su tiempo y sus conocimientos e instalar filtros y grifos que extraen al menos una parte del plomo del agua que llega a cada casa de la población. Desgraciadamente, el reemplazo de las tuberías corroídas del sistema de agua corriente de la ciudad supera las posibilidades del trabajo voluntario de estos fontaneros.

Hoy, TomDispatch ha acudido a dos de los principales expertos en Estados Unidos en la cuestión de los efectos adversos del plomo en la salud humana y en la forma en que las corporaciones se han beneficiado del uso de este metal mientras ocultaban las consecuencias sanitarias de su uso. David Rosner, el primer autor invitado para escribir una nota en la historia de TomDispatch –en diciembre de 2002– y Gerald Markowitz, autores ambos de Lead Wars: The Politics of Science and the Fate of America’s Children (Las guerras del plomo: la política científica y la suerte de los niños estadounidenses), no solo ofrecen una visión general de la situación en Flint, sino también la que se da en toda la nación, en la que los estadounidenses, sobre todo nuestros niños, son envenenados con plomo. Sin duda, esta es una historia infernal.

* * *

Una crisis tóxica que va de costa a costa

“Sé que si yo fuera padre en ese lugar, estaría preocupadísimo si la salud mis hijos estuviera en riesgo”, dijo el presidente Obama en un reciente viaje a Michigan. “Ese lugar” era Flint, una decadente ciudad industrial atrapada en la “crisis del agua” ocasionada por los planes de austeridad del gobierno del estado. Para ahorrar un par de millones de dólares, la ciudad de Flint ha dejado de extraer agua del lago Huron para el consumo de la población y empezó a extraerla del río Flint, un río en el que desde hace muchos años la industria local situada a lo largo de sus orillas ha vertido sus desechos tóxicos. Hoy en día, la ciudad está en medio de una emergencia sanitaria pública por el alto índice de plomo presente en el agua corriente y en la sangre de sus pequeños.

En este momento, se estima que el costo del reemplazo de las tuberías de plomo que contamina el agua corriente de la ciudad gracias a los tóxicos corrosivos que se encuentran en el agua del río Flint llega a los 1.500 millones de dólares. Nadie sabe de dónde saldrá ese dinero ni cuándo estará disponible. Mientras tanto, el precio que están pagando los niños de Flint es –y continuará siendo– incalculable. Apenas una pizca de plomo en el agua que bebe un niño o en la pintura que se desprende de las casas viejas puede cambiar el curso de una vida. La cantidad de polvo de plomo que está en la uña del pulgar es suficiente para dejar en coma a un niño o producirle unas convulsiones mortales. Solo la décima parte de esa cantidad es necesaria para reducir el coeficiente intelectual, para perder la audición o tener problemas de comportamiento como el déficit de atención, los trastornos de hiperactividad o la dislexia. El Centro de Control de Enfermedades (CDC, por sus siglas en inglés), la agencia de control federal responsable del control y la protección de la salud de los estadounidenses, dice sencillamente: “Tratándose de niños, no existe un nivel de plomo en sangre que sea inocuo”.

Si se preocupara por el hecho de que sus hijas viviesen en Flint, el presidente Obama tendría toda la razón. Pero los niños de esa ciudad no son los únicos amenazados por esta crisis de salud pública. Esta situación crítica para los niños se repite en Baltimore (Maryland), Herculaneum (Missouri), Sebring (Ohio) e incluso en la capital del país, Washington DC; y esto no es más que el principio de la lista. Hay información estatal que sugiere, por ejemplo, que “18 ciudades de Pennsylvania y 11 de New Jersey podrían tener una proporción todavía mayor de población infantil con niveles de plomo en sangre incluso más altos que los de Flint”. Hoy día, los científicos están de acuerdo en que en la edad infantil no hay un nivel de plomo en sangre que sea seguro y en que al menos la mitad de los niños de Estados Unidos tiene alguna neurotoxina en su organismo. El CDC está especialmente preocupado por los más de 500.000 niños estadounidenses que tienen importantes cantidades de plomo en su cuerpo. En el siglo pasado, un número indeterminado de ellos han visto reducido su coeficiente intelectual, limitado su desempeño escolar, alterado su comportamiento y debilitado su desarrollo neurológico. De una costa a la otra del país y desde el Cinturón del Sol al Cinturón de la Herrumbre, numerosos niños han estado en peligro –y continúan estándolo– por un siglo signado por la producción industrial, la glotonería comercial y la deserción de los gobiernos –en todos los niveles: municipal, estatal y federal– que los deberían haber protegido. A diferencia de lo que ocurre en Flint, raras veces esta “crisis” ha tenido repercusión pública.

Dos, tres... muchas Flints

En Flint, el origen de la crisis actual se relaciona con la historia del gigante de la industria automotriz, General Motors (GM), y su ascenso en las décadas centrales del siglo XX al estatus de la mayor corporación del mundo. Solo la planta Buick de GM ocupó alguna vez “una superficie de casi 2.400 metros de longitud por 800 de anchura”, según el Chicago Tribune, y varias otras plantas GM –como la Chevrolet– cubrieron literalmente las márgenes del río Flint en “esta ciudad del automóvil”. Al río fueron a parar todos los residuos tóxicos de las plantas industriales –las más grandes y las más pequeñas– que en su tiempo fabricaban baterías, pinturas, cristales, equipos de soldadura, telas, aceites, lubricantes y un sin fin de otros materiales necesarios para montar un automóvil moderno. En estas plantas, que se alineaban a orillas de los ríos Flint y Saginaw; sus desechos están en el origen de la actual emergencia sanitaria.

Ciertamente, la crisis que atrajo la atención del presidente Obama es horrenda, pero de una u otra manera los niños de Flint han sido envenenados durante al menos 80 años. Tres generaciones de esos niños, los que vivían cerca de la avenida Chevrolet en el viejo casco industrial de la ciudad, crecieron en un ambiente lleno de metales pesados y tóxicos causantes de enfermedades neurológicas en esos niños y problemas cardiovasculares en los adultos.

Tal como documentó Michael Moore en su película Roger y yo, GM abandonó Flint en un vano intento de evitar un desastre económico-financiero. Después de haber exprimido a sus habitantes hasta el agotamiento, la empresa plantó a la ciudad dejándola con el problema de tener que lidiar con la infernal contaminación sin contar con los medios para hacerlo. Como sucede con otras ciudades industriales que sufrieron un abandono similar, la población de Flint es mayoritariamente afroestadounidense e hispana y tiene una gran proporción de familias que viven bajo el umbral de la pobreza. De sus 100.000 residentes, el 65 por ciento es de origen afroestadounidense e hispano y el 42 por ciento está sumido en la pobreza.

El presidente debería estar preocupado por los niños de Flint y también por la necesidad que tienen las autoridades municipales, estatales y federales de reparar las tuberías, las cloacas y el suministro de agua de la ciudad. Técnicamente, aunque cara, se trata de una propuesta viable. Sin embargo, ya está claro que la voluntad política brilla por su ausencia, y no solo en esta comunidad. Gina McCarthy, la administradora de la Agencia de Protección Ambiental (EPA, por sus siglas en inglés) se ha negado a proporcionar a los residentes de Flint siquiera un programa a futuro para reemplazar las tuberías y conseguir que el agua de la ciudad sea potable. No obstante, hay un problema aún más grave que es aun más difícil de solucionar: la combinación de racismo y avaricia corporativa que ha llevado el plomo y otros contaminantes a millones de casas de Estados Unidos. Las cifras de niños enfermos en Flint es apenas la punta de un enorme y tóxico iceberg. Incluso Baltimore, que en los años treinta del siglo pasado detectó la epidémica contaminación con plomo, se enfrenta todavía con una crisis similar, sobre todo en los barrios predominantemente afroestadounidenses, que es donde más abundan los edificios antiguos pintados con pinturas a base de plomo.

Justamente ahora, en febrero, el secretario de Vivienda, Comunidad y Desarrollo, Kenneth C. Holt, desestimó la existencia de la histórica crisis de contaminación con plomo en Baltimore sugiriendo cruelmente que todo eso podría ser una minucia. Una madre, dijo, podría simular ese envenenamiento poniendo “una plomada de pesca en la boca de su hijo [y] después llevar al niño a una comprobación”. Esta triquiñuela, agregó sin ninguna prueba, apuntaba a que los propietarios de los pisos alquilados “se hicieran responsables de proporcionar una vivienda [mejor] al niño”. Desgraciadamente, se ha visto que la actitud de Holt y la del gobernador de Michigan, Rick Snyder, son las típicas de los responsables municipales y estatales de Estados Unidos, que cuando se trata del plomo y los tóxicos químicos no han hecho más que ignorar, desestimar o sencillamente negar la realidad del sufrimiento de los niños, sobre todo los negros y los hispanos.

De hecho, en Estados Unidos hay una cada vez más nefasta historia de envenenamiento con plomo. Probablemente, de los que afectan a la infancia, este ha sido el contaminante medioambiental más ampliamente utilizado. Esto en parte se debió a que durante las décadas centrales del siglo XX, el plomo era considerado un componente esencial de la sociedad industrial, un metal sin el cual nadie podía vivir confortablemente. De ninguna manera, las tuberías tóxicas de Flint son las únicas, ni siquiera la principal fuente de peligro para los niños que nos ha dejado esa época.

En los años veinte del siglo pasado, se introdujo el tetraetilo de plomo como aditivo para la gasolina. En ese tiempo, fue alabado como un “regalo de Dios” por un representante de la Ethil Corporation, una entidad de GM, Standard Oil y Dupont, las compañías que lo inventaron, produjeron y comercializaron. A pesar de las advertencias de que este tóxico industrial podía contaminar el planeta, como efectivamente lo hizo durante casi 75 años antes de que Estados Unidos resolviera eliminarlo de la gasolina. A lo largo de ese tiempo, expelido por el tubo de escape de cientos de millones de coches y camiones contaminó el suelo en el que jugaban los niños y el piso donde gateaban los bebés. Prohibido su uso en los ochenta, todavía hoy acecha en todo el entorno.

Mientras tanto, las viviendas de todo el país resultaron contaminadas con plomo de una forma completamente diferente. El carbonato de plomo, un polvo blanquecino, se mezcló con el aceite de linaza para crear la pintura empleada en casas, hospitales, escuelas y otros edificios hasta 1979. Pese a que se sabía desde bastante tiempo atrás de su capacidad de hacer daño e incluso de matar a los niños que lo chupaban en el alfeizar de las ventanas, los juguetes, las cunas y todo tipo de objetos de madera pintados con plomo, no fue hasta este año que el gobierno federal prohibió su uso.

Aunque han pasado casi 40 años, cientos de toneladas de plomo en la pintura de las paredes de casas, edificios de departamentos y lugares de trabajo de todo el país permanecen ahí, sobre todo en los barrios más pobres donde hoy viven millones de niños de ascendencia afroestadounidense e hispana. Hoy mismo, la mayoría de las familias blancas de clase media se sienten relativamente a salvo de los peligros del plomo, aunque el aburguesamiento de los antiguos barrios y la rehabilitación de viejas viviendas pueden exponer todavía a sus hijos a niveles peligrosos de plomo en polvo de la pintura vieja en las paredes. Sin embargo, los hijos de familias negras e hispanas económica y políticamente vulnerables, muchos de los cuales viven en edificios muy viejos y ruinosos, aún sufren en mayor proporción los devastadores efectos tóxicos del plomo. Así actúa hoy en día el racismo institucional. En cuanto al agua que en este momento sale de los grifos del sistema de agua corriente de Flint, lo mismo que la pintura de las paredes de sus complejos habitacionales –por no mencionar a quienes viven en los barrios pobres de Detroit, Baltimore, Washington y prácticamente todos los cascos urbanos más antiguos–, continúan envenenando a los niños expuestos al polvo, las desportilladuras, los suelos y al aire contaminados con plomo.

Durante el pasado siglo, decenas de millones de niños han sido envenenados con plomo, y hoy en día algunos millones de ellos siguen estando en peligro. Además de estos riesgos, esos mismos niños se enfrentan con la amenaza de otros venenos industriales, como el mercurio, los asbestos y los bifenilos policlorados (más conocido como PCB); esta es la fórmula del desastre de Flint, pero se da a escala nacional.

La verdad es que Estados Unidos tiene innumerables “Flints” esperando que llegue su momento. Imagine el lector el tictac de unas bombas de relojería tóxicas; solo un plan de austeridad o la mala decisión de algunos funcionarios a quienes poco les importa un desastre de salud pública. Dada esta situación, es notable –incluso en la estela de Flint– la escasa atención o publicidad que han merecido semejantes amenazas. Es lógico, entonces, que no parezca haber prácticamente ninguna voluntad política que asegure que las futuras generaciones de niños no tengan el mismo destino que los de Flint.

El futuro del tóxico pasado estadounidense

Unas series de decisiones de funcionarios estatales y municipales convirtieron la crónica crisis post-industrial en un desastre sanitario total. Si bien es en los funcionarios gubernamentales, incompetentes, corruptos o desalmados, en quienes se ha descargado toda la culpa (y bien que se la merecían), desafortunadamente, la cuestión principal no ha salido a la luz: hay muchos Flints post-industriales, muchas más tragedias ocultas que afectan a los niños estadounidenses que está esperando su momento para aparecer en la primera plana de los medios. Ocuparse de Flint como si fuese una anomalía es lo mismo que condenar a miles y miles de familias de todo el país a soportar en solitario el daño infligido a sus hijos, unas familias abandonadas por una sociedad que no está dispuesta a invertir un dólar en la limpieza de 100 años de contaminación industrial, ni siquiera a reconocer la injusticia que todo ello implica.

La solución de la actual crisis de Flint puede demorarse muchos años, pero al menos en otras ciudades del país hay un atisbo de esperanza en cuanto al desarrollo de formas de empezar a ocuparse del venenoso pasado de Estados Unidos. En California, por ejemplo, 10 ciudades y condados, entre ellos San Francisco, San Diego, Los Angeles y Oakland, han demandado –y ganado en primera instancia– a tres fabricantes de pigmentos de plomo por un total de 1.500 millones de dólares. Ese dinero será invertido en la eliminación de la pintura de plomo de las paredes de viviendas de esas ciudades. Si estos veredictos se mantuvieran después de las apelaciones, serían una victoria sin precedentes que marcarían un camino, ya que obligarían a que las industrias contaminadoras limpiaran la suciedad que han creado y de la cual se han beneficiado.

También ha habido otras victorias parciales. Por ejemplo, en Herculaneum, Missouri, donde la mitad de los niños que viven en un radio de 1.600 metros alrededor de la más grande fundición de plomo del país sufren envenenamiento por plomo, los miembros de un jurado declararon culpable a Fluor Corporation, una de las empresas de ingeniería y construcción del mundo, obligándola a pagar un total de 320 millones de dólares. Este veredicto ha sido apelado; mientras tanto, la empresa ha trasladado su fundición a Perú, donde sin duda envenenará a toda la población del lugar.

Hace poco tiempo, el presidente Obama dio en el clavo cuando mencionó a Flint, pero al mismo tiempo se olvidó de lo más importante. Cuando lo hizo, estaba en Detroit, bastante cerca de la ciudad cuyo sistema de agua corriente está dañado por la corrosión. Detroit es otro símbolo del abandono corporativo con su propio legado tóxico. Aquí –la Ciudad del Automóvil y capital de la industria automotriz–, los barrios con miles de casas pintadas con pintura a base de plomo, siguen siendo una zona de desastre. En la cuestión del envenenamiento de los niños estadounidenses, quizás haya llegado el momento de ampliar la mirada y enfrentarse con la terrible emergencia humana provocada por “el siglo estadounidense”.

David Rosner y Gerald Markowitz, colaboradores regulares de TomDispatch, han escrito y compilado siete libros y 85 artículos sobre una variedad de riesgos industriales y ocupacionales, entre ellos Deceit and Denial: The Deadly Politics of Industrial Pollution y, más recientemente, Lead Wars: The Politics of Science and the Fate of America’s Children. Rosner es profesor de Ciencias socio-médicas y de Historia en la Universidad de Columbia y codirector del Centro para la Historia de la Salud Pública en la Mailman School of Public Health, de Columbia. Markowitz es profesor de Historia en el John Jay College y en el centro de graduados de la Universidad de la ciudad de Nueva York. Ambos han recibido un certificado de agradecimiento por parte del Senado de Estados Unidos por mediación del senador Sheldon Whitehouse, quien ha reconocido la importancia de sus trabajos acerca del plomo y el envenenamiento industrial.

Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar a los autores, al traductor y Rebelión como fuente de la misma.

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