Por Hugo Noé Pino//Guatemala y Honduras han vivido recientemente movimientos sociales inimaginables hace seis meses.
El motivo principal de dichas movilizaciones ha sido el hastío hacia la corrupción.
Las repercusiones en los dos países también han sido diferentes; en Guatemala, con el apoyo de acusaciones de la CICIG y de la Fiscalía, las protestas ciudadanas obligaron al presidente Pérez Molina y a la vice presidenta Roxana Baldetti a renunciar, ahora ambos están en la cárcel.
En Honduras, todavía no se conocen los impactos de mediano plazo que tendrán las marchas de los y las jóvenes indignados, y los resultados del diálogo nacional convocado por el gobierno son inciertos.
En ambos casos ha sido evidente que la corrupción en nuestros países es estructural y que no atañe sólo a funcionarios públicos, sino también a empresarios, muchos de los cuales siguen impunes. Pero también es evidente que lo que respalda la corrupción es un sistema político excluyente, que la promueve y facilita.
Los representantes de ese sistema están tanto a nivel del Ejecutivo, pero también en los congresos y poderes judiciales.
Los congresos de Honduras y Guatemala se han convertido en refugio de negociaciones a espaldas de los pueblos y en fuente de enriquecimiento ilícito de muchos de sus miembros. Se trafica con bienes e intereses nacionales sin ningún pudor ni rendición de cuentas a la ciudadanía.
Las marchas ciudadanas ha tenido hasta ahora logros limitados. En Guatemala, las recientes elecciones fueron un rechazo total de los votantes al partido de gobierno, el Partido Patriota, así como a Líder, que en los últimos tiempos había realizado varias alianzas.
Sin embargo, en el nuevo Congreso guatemalteco el partido ganador de la primera vuelta solamente tiene 10 diputados de un total de 158.
Ningún partido obtuvo mayoría absoluta lo que obligará a alianzas y el famoso transfuguismo se repetirá. Adicionalmente, la mitad de los congresistas fueron reelectos lo que anticipa que las mismas prácticas del pasado continuarán.
En Honduras la solicitud de un plebiscito con el objetivo de solicitar una Comisión Internacional Contra la Impunidad, de gran apoyo popular, fue derrotada por la alianza conservadora del Partido Nacional y un sector del Partido Liberal.
La élite política tradicional hondureña, y sus sustentadores económicos, le tienen terror a que se repita la experiencia de Guatemala y que sus actos deshonestos sean denunciados públicamente.
La oposición se encubre con el falso argumento que una Comisión Internacional Contra la Impunidad significaría violar la soberanía nacional y debilitar las instituciones. Sería bueno que esos argumentos se repitieran cuando se firma acuerdos con el Fondo Monetario Internacional, o cuando de entrega parte del territorio nacional a través de las ZEDEs.
Nada más alejado de la verdad. La comisión internacional opera a través de la fiscalía; su labor es investigar casos de alto impacto vinculados al tema del narcotráfico y la corrupción. Los jueces nacionales con independencia evalúan las pruebas presentadas y determinan si son pruebas suficientes para juzgar y condenar a los acusados.
Pero tal vez la lección que ha dejado la experiencia de Guatemala, y que se aplica igualmente a Honduras, es que sin una profunda reforma de la institucionalidad pública, la estructura de corrupción vigente no será derrotada. Se requiere no solamente elecciones, sino también reformas políticas que hagan la democracia más participativa; por ejemplo, la necesidad de leyes electorales amplias y democráticas que permitan la transparencia de las elecciones y una mayor participación de diferentes sectores en las mismas.
En ellas se debe incluir el financiamiento de los partidos políticos, fuente de corrupción muchas veces, o fuente de control de las élites económicas.
Adicionalmente se requiere formas diferentes de elecciones de autoridades de la Fiscalía, de las cortes supremas de justicias, de los entes controlares del Estado. También una política fiscal que refleje un pacto en relación al cobro de impuestos, estructura de los gastos y transparencia y rendición de cuentas.
Y así, podríamos citar otros campos que reflejen un nuevo contrato o pacto social que posibilite una democracia participativa y que sea sustento del desarrollo económico y social.
Esto sólo será posible con una nueva Constitución que refleje estos cambios; es por ello que en los dos países se requiere una Asamblea Nacional Constituyente, lo demás serán remiendos a una situación cada vez más insostenible.
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