La prostitución vuelve a estar en boca de todos gracias a la nueva derecha personalizada en el “ciudadano-jefe” Albert Rivera.
Nos situamos ante un asunto que es usado habitualmente como reclamo de censura moralpor los conservadurismos recalcitrantes o los neoliberalismos de corte posmoderno para crear tendencias emocionalistas y provocar sentimientos viscerales en el público en general “a favor” de la mujer explotada o esclavizada por el trabajo sexual.
La derecha utiliza a 600.000 putas y a más de 2,5 millones de puteros como chivos expiatorios de su presunta limpieza ética para enganchar a través de un tema tabú a las gentes biempensantes que conectan con rapidez con estos mensajes de blancura exquisita de lucha estética contra las sucias rameras y sus pervertidos clientes.
Si bien, siempre existen otras causas para echar a las putas de la calle: recalificaciones de suelo, pelotazos urbanísticos, búsqueda desesperada de votos ante elecciones inminentes, mayores ingresos fiscales… No obstante, putas y puteros son dianas perfectas para engatusar al elector medio ávido de fijaciones de maldad absoluta para eximir a su responsabilidad social crítica de algún daño colateral o borrón ético que pudiera lesionar su intachable moral privada.
Resulta curioso observar como el colectivo de prostitutas jamás es preguntado para elaborar políticas que contemplen al sector desde las raíces mismas de su compleja problemática en su triple vertiente individual, laboral y social.
Es pura hipocresía de salón, sin elaboración previa de estudios y análisis y recogida de testimonios directos, tachar de esclava o explotada a la mujer que se gana la vida mediante prestaciones sexuales a terceros.
Esa postura abolicionista a ultranza, incluso en partidos o posturas izquierdistas, parte de un principio ético o verdad irrenunciable: nadie quiere ser puta por voluntad propia.
Es posible que en otra sociedad no capitalista, pudiera existir la posibilidad real de ejercer la libertad en todos los ámbitos con las mínimas restricciones o interdicciones mentales, ambientales, fácticas, contextuales y coyunturales que repercutieran negativamente en una toma de decisión técnica o eminentemente libre por parte de cualquier persona, mujer o no. Sin embargo, ese futuro ideal hoy por hoy es todavía una quimera.
Los hechos de la realidad vigente exigen respuestas ahora mismo. Y las buenas intenciones morales no sirven para paliar, regular o dar solución a situaciones de emergencia individual y social inmediatas.
¿Abolir la prostitución a través de una ley seca tipo Chicago años 20 o mediante severas normativas antidroga? Tales medidas, casi con toda seguridad, agigantarían el mercado negro hasta cotas insospechadas e incrementarían la explotación capitalista de la mujer prostituta, degradando en paralelo su salud y dignidad personales.
Ya la tolerancia actual sin marcos reguladores abre espacios de especulación a un mercado negro que se mueve en la alegalidad difusa. La explotación vejatoria y abusiva de la prostituta en España es consecuencia directa de su no-ser trabajadora detentadora de derechos y obligaciones laborales.
Toda la economía sumergida “trabaja” en condiciones similares, pero además las putas han de mantenerse medio escondidas y alejadas de la buena gente aceptada así por las costumbres de bien y lo políticamente correcto.
El debate coherente y sincero sería trabajo digno, socialmente necesario y con derechos laborales frente a empleos precarios, sin cobertura legal, peligrosos y mal considerados o pagados.
Pero mientras tanto, todo trabajo que cumpla una función social en este mundo imperfecto del capitalismo y dé de vivir a amplios segmentos de población han de ser regulados y tratados con idéntico respeto al resto de empleos o dedicaciones profesionales mientras que no produzcan daños irreversibles al ser humano o el medio ambiente.
Por cierto, ¿cumplen esos requisitos la industria de armamento, el trabajo infantil o la actividad agraria tratada con herbicidas químicos o fertilizantes abrasivos?
¿Hay perspectivas morales adecuadas para estos sectores productivos? ¿Se combate el trabajo infantil con decisión y firmeza?
Señala el Instituto Nacional de Estadística (INE) que al año se realizan en España unos 18 millones de servicios sexuales, registrándose una clientela habitual de 600.000 personas.
El sexo factura anualmente unos 3.700 millones de euros y cada cliente habitual se gasta en el mismo periodo de tiempo 1.500 euros.
Por tanto, estamos ante un fenómeno, que más allá de sus ítems económicos, cuenta con una legión de trabajadoras que viven su día a día con la angustia de ejercer un oficio sin derechos ni seguridad laboral y con riesgos añadidos para su salud física y mental, eso sin comentar el escarnio social que sufren en su discurrir cotidiano.
¿Por qué no se homologa y legaliza el trabajo de las mujeres prostitutas? Simplemente, por cuestiones morales y barreras mentales levantadas subliminalmente por clichés religiosos y ultraconservadores.La entrepierna sigue siendo el lugar innombrable al que se asocian los crímenes más nefandos y execrables. Es un reducto de las esencias ideológicas de la gente bien tradicional y encantada de conocerse.
Eso sí, jamás se habla de la relevante función social que cumplen las trabajadoras del sexo. Tal y como se rige el mundo machista desde hace muchos años hasta nuestros días, la prostitución ha servido para canalizar muchos deseos naturales rechazados por las inercias religiosas y cortapisas morales impidiendo violencias y disturbios que pusieran en jaque el statu quo en vigor.
Las putas eran la imagen especular de la mujer sometida al yugo del patriarcado oficial: las rameras como objeto de disfrute salvaje y las esposas como icono correcto y sumiso en su rol de madre y de compañera de viaje sin voz propia ni voto personal.
Ciertamente, la mujer, también la actual aunque quizá en menor medida en Occidente, está sujeta a un dilema terrible si pretende ser libre en su acontecer existencial: si ejerce de puta es vilipendiada por perversa y sucia y si pretende expresar su sexualidad sin ataduras la sociedad puede tacharla de promiscua o sencillamente puta. Ser puta (auténtica o en sentido metafórico) es un estigma histórico que persigue a la mujer desde tiempos inmemoriales. Caer en él resulta sumamente fácil.
Por supuesto, un hombre que venda sus favores sexuales a mujeres tiene reservado un título literario y de postín para tal función: gigoló, nunca el sonoro y de mal sabor semántico, puto. Y, faltaría más, el hombre que yace con muchas mujeres es un conquistador maravilloso y seductor. Ya se sabe, mujer fatal es la fémina irresistible para la mirada masculina y donjuán el hombre apuesto y banal que derrite a las mujeres entregadas a la causa machista.
De esa mezcolanza de prejuicios se nutre el imaginario popular y político para considerar a las putas mujeres de segunda categoría sin capacidad mínima para pensar por su propia cuenta y riesgo. Y eso que su función social es muy importante: prevenir violencias de género, servir de psicólogas de alcoba ante casos de soledad o inadaptación social, acoger en su seno profesional tipologías de clientes con difícil acceso a sexualidades normalizadas, etcétera. La casuística es tan variopinta como el perfil de los clientes: intelectuales, jóvenes, adolescentes, viejos, casados, solteros… Al parecer, la media de edad está bajando de forma muy apreciable en los últimos años.
Datos del INE indican que dos de cada tres encuentros sexuales con putas se celebran en burdeles o casas de alterne y uno de cada cuatro en pisos particulares. En un prostíbulo, las tarifas de los servicios pueden ir de 80 a más de 200 euros y en una vivienda de 50 a 300 euros, de los cuales la trabajadora sexual percibe entre el 50 y el 70 por ciento.
El puterío de lujo se concentra en los hoteles de alto standing, suponiendo un 5 por ciento del sector. Por estos servicios vis a vis especiales y distinguidos puede cobrarse por una selecta profesional hasta 2.000 euros.
El trabajo más peligroso y menos seguro se registra en la calle, vías urbanas, polígonos industriales y parques periféricos con preferencia, dándose las tarifas más baratas de todas, menos de 50 euros. En su mayoría son trabajadoras inmigrantes, entre 40.000 y 45.000 mujeres en condiciones extremas de pobreza y precariedad social.
¿Necesitan las prostitutas encendidos e hipócritas discursos morales o un convenio regulador que las saque de la ilegalidad y las ofrezca dignidad y derechos sociales y sanitarios? Como ya ha quedado reflejado, la ética y las buenas palabras no acabarán con la prostitución por decreto moral o prescripciones éticas idealizadas.
Uno de cada cuatro hombres (de 18 a 49 años sobre todo) se va de putas alguna vez en su vida y de putos una de cada cien mujeres. Irse de putas es una faceta más de la sociedad patriarcal capitalista. Aseguran algunos estudios que solo el 5 por ciento de las mujeres “trabajan voluntariamente” como putas, justo igual porcentaje al de prostitutas de lujo que ejercen en hoteles con clientes de alto poder adquisitivo.
Es lógico que la crema del sector viva a gusto en sus “burdeles” de oro y al calor de la jet set. A nadie escapa que en las más duras condiciones de la calle, la sordidez del trabajo sexual es incuestionable.
¿Alguien trabaja voluntariamente en las maquilas sudamericanas o asiáticas? ¿Alguien elige empleos de menos de 600 euros al mes?
¿Alguien opta “libremente” por bajar a la mina y acortar su vida con enfermedades profesionales seguras?
¿Algún soldado quiere ir a la guerra por voluntad propia? ¿Alguien se arroja a la precariedad laboral por mera y auténtica vocación profesional?
¿Alguien trabaja por amor al arte o altruismo en el sistema capitalista antes de llenar su estómago hasta la saciedad?
Claro que la inmensa mayoría de mujeres que se convierten en putas son reclutadas en situaciones de pobreza o precariedad laboral o familiar.
Vivimos en un régimen capitalista: las necesidades materiales y objetivas provocan que los trabajadores y trabajadores de cualquier sector tengan que ofrecer su mano de obra (y su cuerpo entero) al empresario en función de sus penurias vitales, esto es, a mayor o imperiosa necesidad, bajan los salarios y las exigencias contractuales. Nada nuevo en la sociología política y económica.
No obstante, si la trata de mujeres es tan espeluznante como aseguran las derechas, ¿qué hacen al respecto la policía, Hacienda y la inspección de Trabajo?
Lo urgente es dar voz a las mujeres trabajadoras del sexo. Sus justas demandas debieran conducir a una regulación ordenada de su actividad profesional, laboral o autónoma, con los mismos derechos y obligaciones que el resto de la población. Sin censuras morales.
Ejerciendo su oficio con todas las seguridades públicas, laborales, sociales y sanitarias a su alcance. Hablar de esclavitud y explotación solo en el caso de la prostitución es un prejuicio o lugar común que suele utilizarse por las derechas y opciones asimiladas para cosechar votos éticos en capas sociales poco o nada politizadas.
Ojalá algún día todas las meretrices lo sean por voluntad libre y sin necesidades materiales que las obliguen a ganarse la vida como putas. Ojalá sean geishas, diosas cultas del erotismo y en un quehacer cotidiano dignificado por las reglas culturales, las costumbres sociales y la normativa legal. Y quien dice geishas dice también “geishos”.
O mejor aún, ni unas ni otros: personas sin más añadidos o calificativos corroídos por la hipocresía y la doble moral de las derechas inquisidoras o neoliberales. Albert Rivera pretende, una vez más, pescar en el río revuelto del rancio populismo conservador de la “gente guapa de bien” que marca moda en amplias capas sociales de extracción media o baja. Rivera no es más que la versión derechista posmoderna que viene con el mismo discurso, en palabras y gestos nuevos cara a la galería, que sus viejos colegas del PP.
Ni más ni menos.
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