Introducción
Nick Turse
De pronto apareció él, montado en la parte trasera de un camión, sus brazos alzados al cielo con sus puños apretados. No podía creer lo que veían mis ojos.
Era Ho Chi Min, el padre fundador del Vietnam moderno... y sostenía unas pesas.
Era en 2010, en vísperas del 35º aniversario de la caída de Saigon –a pesar de lo cual, en Vietnam se lo conoce como Día de la Liberación– y ya se estaba preparando para una celebración mayor: un gran desfile, fuegos artificiales, todo el tinglado.
Aparentemente, aquella carroza, adornada con los anillos olímpicos, había sido diseñada para que los espectadores vietnamitas se entusiasmaran con el ejercicio físico y el culturismo, a pesar de que ningún reputado entrenador físico del mundo enseñaría la forma de tenerse en pie con los hombros apretados que ese “Tío Ho” de cartón piedra mostraba sobre ese camión.
A veces, los países conmemoran sus victorias guerreras de extrañas maneras. Ninguna como la que estaba viviendo de primera mano.
Yo me crié en el despertar de la guerra de Vietnam, por eso –como todos los estadounidenses desde el final de la Segunda Guerra Mundial– nunca fui testigo de la celebración de una victoria importante.
Tal vez, en algún sitio alguien conmemorara los triunfos obtenidos en la diminuta isla de Grenada o contra las minimalistas fuerzas de Panamá.
Ha habido, parece, celebraciones por la guerra del Golfo antes de que estuviera claro que la intromisión en Iraq se convertiría en el eterno descalabro estadounidense, sin embargo no me han impresionado.
En cambio, lo que recuerdo era otro tipo de celebración: un anuncio televisivo lleno de divagaciones con el eslogan “Amanece otra vez en Estados Unidos” que formaba parte de la campaña presidencial de Ronald Reagan.
Una nación que había quedado renqueante gracias al verdadero Tío Ho, una industria en declive y un montón de políticas pobremente concebidas que estaban siendo recuperadas por un político en jefe en la Oficina Oval que prometía una dorada grandeza; Hollywood y las empresas de juguetes estaban encantados.
Para mí, esto significaba enardecidos momentos viendo Rambo y “el soldado Joe” y Amanecer rojo. Rocky se enfrentaba con un enorme Superman soviético, el campeón de boxeo de Imperio del Mal, y lo destrozaba.
El presidente perdió la chaveta con la expresión “Star Wars”, de la trilogía de George Lucas, y la pegó en su dispendiosa, fantástica y tan criticada defensa de la “frontera alta”. “Si me perdonáis que os robe una línea de la película”, dijo Reagan, “la Fuerza está con nosotros.”
Y si el señor Gorbachev no echa abajo ese muro –ya sabéis, el de Berlín– bueno, el señor Reagan lo hará polvo con un misil MX. Eran tiempos de celebración que me recuerdan estos de ahora, pero ¿qué estábamos celebrando, exactamente?
Me llevó años desentrañar lo que había vivido, entender cómo se había deformado el mundo entero debido a la guerra de EEUU en Vietnam y a la reacción que siguió a aquella derrota.
Solo empecé a figurármelo, ¡cuidaos!, después de haber procesado el hecho de que esas distorsiones no acabaron con la era Reagan que viví en mi infancia. Pero ¿qué quería decir todo eso?
Afortunadamente, Christian Appy, con su estupenda historia oral de la guerra de Vietnam – Patriots–, me ayudó a abrir los ojos.
En su nuevo logro histórico, American Reckoning: The Vietnam War and Our National Identity, él fue aún un poco más allá y expuso un sorprendente abanico de recursos, desde documentos del Pentágono y canciones de Bruce Springsteen hasta un olvidado éxito editorial y la fantasía del piloto de Top Gun, protagonizada por Tom Cruise.
En su trabajo, se esfuerza explicando de qué modo los estadounidenses se encontraron involucrados en una guerra en Vietnam, cómo transformó esta guerra la cultura de Estados Unidos y determinó a nuestra sociedad desde los cincuenta del siglo pasado hasta apenas la semana pasada.
¿Cómo fue que una cruzada idealista para salvar a los desdichados asiáticos de los impíos comunistas acabó en un baño de sangre “made in USA”. ¿Y cómo respondimos? En American Reckoning..., apelando a fuentes hasta entonces ignoradas y a su manera única de analizar las cosas, Appy hace estallar el mito del excepcionalismo estadounidense de una forma verdaderamente original.
Hoy, él examina las lecciones de Vietnam y avanza aún más en cuanto a que la deliberada amnesia social acerca de lo que hicimos en ese país allanó el camino que conducía a una era de guerra interminable. Sabiendo que la predicción del futuro es muy arriesgada, él es un pronosticador en el que confío en relación con la mala interpretación que Washington ha hecho continuamente de la guerra de Vietnam: lo último que el lector quiere en su vida es una carroza que lleva a un George H.W. Bush en una pose de lucha sumo en el aniversario del final de la guerra de Golfo, ni tampoco a su hijo hinchando sus bíceps para conmemorar el comienzo de la guerra de Iraq que siguió a aquella.
Aunque penosamente, nuestra tercera ronda en Iraq comparte muchos de los contrastes de nuestros ardores bélicos de los cincuenta del siglo XX en Vietnam, entonces rechacemos también la carroza que pasea a un animoso Obama con el mentón alzado.
Hasta que Estados Unidos no asuma de verdad la desastrosa realidad de la guerra de Vietnam, es muy difícil imaginar que Washington dé un paso más allá de la acostumbrada cuota de fracasadas políticas y fiascos militares en el extranjero.
Abrir un ejemplar de American Reckoning... sería un gran primer paso en la dirección contraria.
* * *
De cómo agradecer al veterano significa ignorar lo que ha pasado
La de los sesenta –aquella década extraordinaria– está celebrando su 50º aniversario una vez cada año. ¡Feliz cumpleaños, 1965! Aunque, ¿cómo conmemoráis vosotros la guerra de Vietnam, la catástrofe más señalada de la época?
Después de todo, nuestro gobierno llevó a cabo esa brutal e indiscriminada guerra sobre la base de pretextos falsos, mucho después de que la mayoría de los ciudadanos la objetara, y no logró ninguno de sus declarados objetivos. Murieron más de 58.000 estadounidenses junto con más de cuatro millones de vietnamitas, laosianos y camboyanos.
Entonces, ¿qué escribiremos en la invitación a la fiesta? Seguramente, ya sabéis la respuesta. Lo hemos estado ensayando durante décadas. Dejad a un lado cualquier recuerdo molesto de la guerra y sencillamente decid: “Honremos a nuestros veteranos soldados por su servicio y sacrificio”.
Para tener un poco de perspectiva sobre el 50º aniversario, consideremos esto: estamos ahora tan lejos de los sesenta como lo estaba el joven Bob Dylan de Teddy Roosevelt. Para los estudiantes de hoy, la Era de Acuario es historia antigua.
La mayor parte de sus padres ni siquiera estarían vivos en 1965 cuando el presidente Lyndon Johnson empezó la gran escalada de la guerra de Vietnam, dando inicio al bombardeo cotidiano del país entero, el norte y el sur, y puso en pie de guerra a un enorme ejército de más de medio millón de soldados.
En las décadas después de Vietnam, nuestra cultura enterró gran parte de la historia que alguna vez fue considerada esencial para cualquier debate sobre la más polémica de todas las guerras de Estados Unidos y de la que poco ha quedado de su sustancia.
Aun así, bastante extrañamente, la mayor parte de los 180 estudiantes que asistieron cada año a mis clases sobre la guerra de Vietnam llegaban con una profunda curiosidad. Parecían tener la sensación de que el tema era como el oscuro secreto de familia que por fin podría ser revelado.
Lo que la mayoría de ellos sabía era que los sesenta, los años de la guerra, fueron unos “tiempos agitados”. En cuanto a Vietnam, tenían muy pocas referencias culturales o geográficas, lo que no debería ser sorprendente.
Incluso Hollywood –ese poderoso modelador de la memoria histórica– hacía tiempo que había dejado de rodar películas sobre Vietnam. Algunos de mis estudiantes se habían topado con viejos filmes como Apocalipsis now y Platoon, y era raro que al menos alguno de ellos hubiera visto cualquiera de los candentes documentales filmados durante la guerra, In the Year of the Pig y Hearts and Minds. Semejante reliquias, de profundo sentido antibélico, sencillamente desaparecieron de la memoria popular al mismo tiempo que lo hacía el propio movimiento contra la guerra.
Por otro lado, existe una ventaja en el hecho de que los estudiantes lleguen a la primera clase sin fuertes convicciones en relación con la guerra. Esto significa que pueden sorprenderse, incluso escandalizarse, cuando se enteran de las desgarradores realidades de la guerra; es en ese momento cuando comienza la verdadera educación.
Por ejemplo, muchos estudiantes se asombran cuando descubren que el gobierno de EEUU, que vive proclamando su deseo de propagar la democracia, en realidad, en 1956, bloqueó la reunificación de Vietnam –sancionada internacionalmente– por la enorme certeza que tenía de que el líder de los comunistas vietnamitas, Ho Chi, Minh, sería el ganador absoluto.
Su asombro es todavía mayor cuando se enteran de la creación de una “zona sin restricción de fuego”, y el derramamiento de sangre y caos desencadenado por las fuerzas estadounidenses en las zonas rurales de Vietnam del sur.
Sin embargo, nada les horrorizó más que los detalles de la masacre de My Lai en la que una unidad de infantería de EEUU mató a boca de jarro a más de 500 civiles sudvietamitas desarmados que no ofrecían resistencia –la mayor parte de ellos mujeres, niños y ancianos–, en una ataque que se extendió durante cuatro horas el 16 de marzo de 1968. En secundaria, me dijeron varios estudiantes, de My Lai no se habla.
Una tragedia ‘estadounidense’
No penséis que los jóvenes estudiantes son el fruto de una historia de encubrimiento relacionada con la guerra de Vietnam. Muchos estadounidenses de más edad han sido también afectados por décadas de tergiversación y revisión diseñadas para hacer potable un récord increíblemente sucio.
El primer paso en este proceso de limpieza fue lavar la memoria tanto como fuese posible y comenzó incluso antes del colapso del régimen de Saigon respaldado por EEUU en 1975.
Una semana antes de la caída de Saigon, el presidente Gerald Ford ya estaba exhortando a los ciudadanos a que olvidaran una guerra que “en lo que concierne a Estados Unidos, está terminada”. Se necesitaba una especie de amnesia inducida, sugirió, para “recuperar el orgullo existente antes de Vietnam”.
En ese momento, el olvido tenía todo el sentido del mundo, ya que parecía inimaginable, incluso para el presidente, que EEUU pudiera encontrar alguna vez una manera positiva de recordar la guerra; esto no es nada sorprendente.
Aparte de unos pocos indefendibles responsables políticos como Walt Rostow y Henry Kssinger, prácticamente todos, cualquiera fuera su filiación política, creían que había sido un absoluto desastre.
Por ejemplo, en 1971, un notable 58 por ciento de la población dijo a los encuestadores que pensaba que la guerra era “inmoral”, una palabra que la mayoría de los estadounidenses nunca había aplicado a las guerras de EEUU.
¡Qué rápido que cambian los tiempos! Apenas 10 años después, los estadounidenses ya habían encontrado una atrayente fórmula para recordar la guerra.
Resultó ser bastante sencilla: centrarnos en nosotros, no en ellos, y convenir que la guerra fue sobre todo una tragedia estadounidense.
Ya estaba bien de preocuparse por el daño que EEUU había infligido a Vietnam y centrarse en el que nos habíamos hecho a nosotros mismos.
Bastante pronto, el presidente Ronald Reagan y sus seguidores ya estaban proclamando que la guerra había sido un desastre principalmente porque había debilitado el orgullo y el patriotismo de los estadounidenses, y eso inhibía el deseo nacional de proyectar su poder en el mundo.
Bajo el mando de Reagan “Vietnam” se convirtió en un llamado aglutinador alrededor tanto de un renacido nacionalismo como del militarismo.
A pesar de que los progresistas y los moderados no “compraron” el punto de vista de que la de Vietnam había sido una guerra “noble” y que se podía ganar, en general apoyaron una creencia cada vez mayor de que al final se sustituirían con éxito las persistentes perspectivas y enfoques pacifistas en lugar de darse un proceso “curativo” nacional.
En el meollo de ese novedoso credo estaba la idea de que nuestros veteranos eran las principales víctimas de la guerra y de que sus heridas eran en buena parte una consecuencia del maltrato recibido por parte de los manifestantes contra la guerra a su regreso del campo de batalla para encontrarse con un poco acogedor frente interior.
Ciertamente, llegó a ser un artículo de fe que el aspecto más vergonzoso de la guerra de Vietnam había sido el fracaso nacional en el momento de acoger y honrar a sus soldados de regreso.
Por supuesto, había algo de verdad en la creencia centrada en el “veterano-víctima”. De hecho, los veteranos de Vietnam fueron horriblemente maltratados.
Sin embargo, el maltratador principal fue su propio gobierno, que primero les mintió sobre las causas y la naturaleza de la guerra, les envió después a combatir a favor de un régimen impopular y dictatorial en una tierra en la que eran vistos por casi todo el mundo como extranjeros invasores.
Finalmente, a su regreso, el gobierno falló y tampoco les proporcionó el debido apoyo ni beneficio alguno.
Los dueños de la industria de Estados Unidos también tienen la culpa. Fueron reacios a contratarles o formarles para que encontraran un puesto de trabajo, en muchos casos asustados por la crudeza de los estereotipos que los medios de los años setenta les asignaron: veteranos mal de la cabeza, drogadictos y violentos.
Tampoco las tradicionales organizaciones de veteranos, como American Legion o Veterans of Foreing Wars recibieron cálidamente a quienes volvían a casa desde una guerra profundadamente cuestionada e impopular llena de soldados desilusionados.
El movimiento pacifista arrojado al cubo de la basura de la historia
Sin embargo, en los ochenta, los estadounidenses más culpabilizados por el maltrato infligido a los veteranos de Vietnam fueron los activistas contrarios a la guerra de la década anterior.
Olvidad esto; en sus últimos años el movimiento pacifista fue a menudo liderado e integrado por veteranos contrarios a la guerra. De acuerdo con un dominante mito de la posguerra, era normal que los veteranos que volvían a casa desde Vietnam fueran acusados de “asesinar a niños” y de escupir a los manifestantes.
La historia de los escupitajos –ferozmente exagerada, si no completamente inventada– ayudo a reforzar el ala derecha de los políticos estadounidenses en la época post-Vietnam.
Fue la manera de mostrar a la población el trato injusto que recibía el “honor” de los veteranos, al mismo tiempo que se deshonraba a los millones de personas que había trabajado con fervor para traerlos vivos y salvos desde el teatro de la guerra. De este modo, el más extraordinario movimiento pacifista que se recuerde fue desacreditado y arrojado al cubo de la basura de la historia.
Mientras tanto, ocurrió algo novedoso. Los estadounidenses empezaron a tratar a quienes habían servido en las fuerzas armadas como héroes por definición, sin que importara qué habían hecho en realidad.
Este fenómeno apareció por primera vez en un contexto completamente diferente. En enero de 1981, cuando diplomáticos de EEUU y otro personal fueron finalmente liberados después de 444 días de cautiverio en Irán, los ex rehenes fueron recibidos como héroes por la gente mayor.
Hubo una fiesta en la Casa Blanca, desfiles triunfales, concesión de abonos para encuentros deportivos profesionales, lo se os ocurra. Este acontecimiento ha quedado registrado como la primera definición del nuevo “heroísmo”. Los estadounidenses habían creído una vez de los verdaderos héroes asumían grandes riesgos en nombre de nobles ideales. Ahora, concedían ese estatus a unas cuantas personas que lo único que habían hecho era sobrevivir a una experiencia terrible.
En 1982, cuando se inauguró el Memorial de lo Veteranos de Vietnam en Washington, se había formado un consenso alrededor de la idea de que, más allá de lo que pensaran sobre la guerra de Vietnam, todos los estadounidenses debían honrar a los veteranos que habían peleado en ella, sin que importara qué había hecho cada uno de ellos.
Quienes pensaron el Memorial se ocuparon de persuadir al público de que era posible “separar a los guerreros de la guerra”. Tal como demostró tan vividamente el muro de negro granito del Memorial, es posible honrar a los veteranos sin analizar la guerra en la que habían combatido.
En los años siguientes, esta cantinela sería repetida tan a menudo que se convirtió en una de las piedras fundamentales de la cultura. Un ejemplo típico de esto es el anuncio que en 1985, en el 10º aniversario del final de la guerra, difundió el contratista de la defensa United Technologies:
“Dejemos que otros usen esta ocasión para explicar por qué estuvimos allí, qué conseguimos, qué fue mal y quién estaba en lo cierto. Nosotros solo procuramos centrar la atención en aquellos que sirvieron... Ellos no lucharon para apoderarse de un territorio ni por la gloria nacional ni por su riqueza personal: lucharon solo porque fueron llamados a servir... más allá de cualquier rabia que persista en nuestra conciencia... no olvidemos a los veteranos de Vietnam”.
Desde los atentados del 11-S, la ritualización del apoyo a las tropas y veteranos –con más simbolismo que sustancia– se ha hecho aún más ordinaria: cintas amarillas, saludos de recibimiento en los aeropuertos, ceremonias de bienvenida, autopistas recordatorias, conciertos benéficos y partidos de baseball. Mediante todo esto, políticos, celebridades y atletas, nos recuerdan constantemente que nunca hemos hecho lo suficiente para mostrar nuestro respaldo.
Tal vez algunos veteranos de verdad encuentren significado y sustento en nuestro interminable agradecimiento, pero hay otros que lo encuentran vacío y degradante. El “noble veterano” es un estereotipo tan reduccionista como el de “veterano loco”; los repetidos y vacuos gestos de gratitud matan cualquier posibilidad real de diálogo y debate.
“Gracias por tu servicio” no nos exige nada, mientras que “Por favor, cuéntame sobre tu servicio [durante la guerra]” podría hacerlo; bien es cierto que entonces podríamos tener algunas horas perturbadoras. Como ha señalado Rory Fanning, veterano con dos periodos de servicio en Afganistán, “En parte, usamos la palabra héroe porque hace que nos sintamos bien y en parte porque así les cerramos la boca a los soldados... Decirle gracias al héroe desalienta el disenso; es por esta razón que la burocracia militar se ceba en esa palabra”.
Trece años conmemorando a los guerreros
A pesar de que una mayoría de estadounidenses han acabado rechazando las guerras de Afganistán e Iraq en una proporción casi tan alta como en la época de la guerra de Vietnam, la actual asociación refleja entre servicio militar y “nuestra libertad” inhibe reflexionar sobre las políticas altamente militaristas que Washington aplica en todo el mundo.
Así, en 2012, con la aprobación y la financiación del Congreso, el Pentágono empezó a institucionalizar esas “¡gracias!” relacionadas con Vietnam con su “Conmemoración del 50º aniversario de la guerra de Vietnam”, que costará muchos millones de dólares. Se trata de una celebración de agradecimiento programada para que dure 13 años, hasta 2025, aunque el acento está puesto en el periodo que va entre el Día de los Caídos de 2015 y el Día del Veterano de 2017.
No se sorprenda el lector al saber que el objetivo número uno del Pentágono es “agradecer y honrar a los veteranos de la guerra de Vietnam” en “asociación” con más de 10.000 corporaciones y grupos locales que “patrocinarán actos en los pueblos y ciudades para enaltecer a los veteranos de Vietnam, a su familia y a quienes estuvieron prisioneros o desaparecieron en acción”.
Otros objetivos serán “rendir homenaje a la contribución realizada en el frente interior” (no, presumiblemente, la de los activistas por la paz) y “poner de relieve los avances tecnológicos, científicos y médicos relacionados con investigaciones militares llevadas a cabo durante la guerra de Vietnam (cuesta mucho imaginar si entre estos avances se incluyen el desarrollo del defoliante llamado Agente Naranja o el mejoramiento de las bombas de racimo).
Dado que el Pentágono se da cuenta de que por más que lo intente es completamente imposible “separar el guerrero de la guerra”, también se procura “proporcionar al público estadounidense material exacto y experiencias interactivas que ayudarán a que todos entiendan mejor y valoren el servicio prestado por nuestros veteranos de Vietnam y la historia del compromiso de Estados Unidos en la guerra de Vietnam”.
Sin embargo, resulta que la “exactitud” y el “agradecimiento” solo pueden servir si se limpia de incidentes indignos esa historia y se excluye a todos aquellos que la menosprecian, entre ellos los miles de soldados estadounidenses que acabaron tan asqueados de la guerra que se volvieron contra sus oficiales, evitaron o rechazaron las misiones de combate, desertaron en cifras récord y crearon el movimiento de soldados y veteranos en contra de la guerra más activo de nuestra historia.
El más ambicioso de los “recursos educativos” ofrecidos en la página web de la conmemoración de la guerra de Vietnam “es una línea del tiempo interactiva”. Como han demostrado algunos historiadores, esa cabalgata histórica no es más que una obra maestra de desproporción, distorsión y omisión.
Por ejemplo, con apenas tres breves frases da cuanta de las “muertes” en My Lai (la palabra “masacre” no aparece) y dice que el oficial al mando de la compañía Charlie durante al ataque a la aldea, el teniente William Calley, fue “condenado a prisión perpetua” sin agregar que el presidente Richard Nixon le concedió la libertad condicional cuando solo había cumplido tres años y medio de arresto domiciliario.
La desesperante descripción elude la pregunta más obvia y embarazosa: ¿Cómo pudo suceder algo así? En cambio, está convenientemente dejada caer en una página que incluye largas citas oficiales de siete soldados de EEUU que recibieron sendas medallas al honor.
El hecho de que el senador Robert Kennedy, contrario a la guerra, entrara en la carrera presidencial el mismo día de la masacre de My Lai nunca se ha mencionado, tampoco su asesinato tres meses más tarde, ni el de Martin Luther King, solo unas semanas después de May Lai, un acontecimiento que provocó amargos y sangrientos enfrentamientos raciales en bases militares estadounidenses de Vietnam del Sur y en todo el mundo.
No debería dejarse de mencionar que el mismo gobierno que está gastando 65 millones de dólares para recordar a los veteranos de la otrora vilipendiada guerra ha fallado a la hora de proporcionarles el adecuado cuidado sanitario.
En 201, salieron a la luz las noticias de que la Administración de los Veteranos tenía a unos 100.000 de ellos en espera de una atención médica y que algunos hospitales de esa Administración estaban procurando cubrir sus enormes demoras.
Se estima que 22 veteranos se suicidan cada día; según un estudio; entre los veteranos de Iraq y Afganistán la tasa de suicidios supera en un 50 por ciento la de sus pares civiles.
La conmemoración del aniversario que organiza el Pentágono ha disparado algunas acaloradas discusiones en grupos como Veteranos por la Paz y la Comisión para la Conmemoración de la Paz con Vietnam (Tom Hayden es uno de sus fundadores).
Ambas organizaciones están proyectando celebraciones alternativas diseñadas para incluir en ellas la perspectiva pacifista, una vez tan popular y hoy visiblemente ausente de la memoria colectiva. Es posible que de iniciativas como estas surja la primera reevaluación crítica y pública de la guerra, una reevaluación que cuestione las cuatro décadas de revisión cosmética.
Desgraciadamente, en nuestro mundo estadounidense en guerra permanente del siglo XXI, hacer un refrito de Vietnam a muchos puede resultarles irrelevante o redundante.
De ser así, lo más probable es que ni la conmemoración del Pentágono ni las contra-conmemoraciones pacifistas consigan hacerse ver demasiado. Tal vez el legado más dañino de la era post-Vietnam sea la forma en que los estadounidenses han aprendido a vivir en un interminable “estado de guerra” sin que la guerra forme parte de la conciencia cotidiana.
Mientras, en el mejor de los casos, el apoyo público a las políticas guerreras de Washington sea débil, son pocos los que comparten la fe en la paz de la época de Vietnam que puedan desafiar a una máquina de hacer guerras que parece tener vida propia.
El año pasado, fuerzas estadounidenses de operaciones especiales llevaron a cabo misiones militares secretas en 133 países y la tendencia es que en 2015 superen su récord. Sin embargo esta entrega de altos vuelos pasa completamente desapercibida por los grandes medios y la mayoría de la población.
Confiamos en el 1 por ciento de los ciudadanos “para proteger nuestras libertades” en aproximadamente el 70 por ciento de los países del planeta y en casa; todo lo que se nos pide es un ocasional “gracias por los servicios prestados” a unas personas que no conocemos y que no malgastemos nuestro precioso tiempo pensando en sus guerras.
Desde la guerra de Vietnam, el Pentágono y sus apologistas, aprendieron lecciones fundamentales sobre cómo bruñir, tergiversar y enterrar la verdad. Los resultados han sido devastadores.
La creación de una tragedia estadounidense a partir de la vivida por los vietnamitas ha allanado el camino para otras muchas tragedias semejantes, desde Afaganistán a Iraq, desde Pakistán a Yemen y –como sugiere la historia– las que todavía están por aparecer, sin duda en algunos de esos 133 países.
Christian Appy , profesor de historia en la Universidad de Massachusetts, es autor de tres libros sobre la guerra de Vietnam, entre ellos el recientemente publicado American Reckoning: The Vietnam War and Our National Identity (Viking).