Página/12//Por Marcelo J. García *
“O contamos nuestra propia historia o nos morfan. No hay punto medio.” La frase podría pertenecer a un asesor de imagen de cualquier orientación política en cualquier lugar del mundo, incluso (y sobre todo) en la ultrapolarizada realidad argentina de los últimos años.
Pero no. Fue dicha (y escrita) por un funcionario de la agencia de Inteligencia más poderosa del mundo: la Central Intelligence Agency estadounidense, la CIA.
El informe de más de 500 páginas que hizo público la Comisión de Inteligencia del Senado de los Estados Unidos el 9 de diciembre incluye un capítulo que muestra cómo la CIA actuó para influir en la forma en que la agencia y su programa de “Detención e interrogatorios” aparecían en los medios. En el mundo actual, hasta los espías se preocupan por su reputación pública.
La Conclusión Nº 10 de las 20 que presenta el informe dice que la CIA “coordinó la difusión de información clasificada a los medios, incluso de información errónea relacionada con la supuesta efectividad de las técnicas de interrogación que utilizaba”.
La oficina de asuntos públicos de la CIA actuó “para contrarrestar las críticas públicas, moldear a la opinión pública y evitar así una posible decisión del Congreso de restringir las atribuciones o el presupuesto de la agencia”.
La clave del párrafo anterior está en la palabra “clasificada”. La difusión de la información ocurrió cuando el programa contaba con el nivel más alto de confidencialidad.
La Casa Blanca recién lo hizo público en septiembre de 2006, cuando el presidente George W. Bush admitió en un discurso televisado que la CIA estaba usando “un conjunto alternativo de procedimientos” para obtener información de personas detenidas en el marco de la Guerra contra el Terror.
La CIA difundió (por voluntad y beneficio propios) información sobre el programa de torturas mucho antes de que fuese formalmente público: o sea que estaba revelando información clasificada.
La novedad no es menor en el contexto en que se conoce. En los últimos años, sobre todo desde las filtraciones masivas de información de WikiLeaks, en diciembre de 2010, y de Edward Snowden, en junio de 2013, el gobierno de los Estados Unidos ha perseguido judicialmente a cualquier persona que filtrara información sensible que pueda afectar a la “seguridad nacional” –pero también a los periodistas que publicaran esa información y se negaran a revelar sus fuentes–.
El caso de los periodistas del The New York Times Judith Miller, encarcelada durante 85 días en 2005, y de James Risen, que batalló en la Justicia durante dos años hasta que el procurador general Eric Holder decidió finalmente la semana pasada no obligarlo a declarar el nombre de su fuente.
Ocho páginas del informe del Senado (entre la 401 y la 408http://www.intelligence.senate.gov/study2014/sscistudy1.pdf) muestran la relación entre funcionarios de asuntos públicos de la CIA y un grupo de periodistas que escribieron artículos y hasta libros sobre el programa antes de a su divulgación. Douglas Jehl, del The New York Times, por ejemplo, obtuvo de la CIA ejemplos de “éxito en la explotación de detenidos” y el periodista Ronald Kessler mantuvo una serie de encuentros que hicieron que cambiara el ángulo de su libro The CIA at War (que terminó incluyendo líneas como ésta: “La CIA puede nombrar una serie de éxitos y decenas de atentados que fueron evitados gracias a las técnicas de interrogación coercitivas”).
La CIA, como era esperable, rechazó este aspecto del informe de la comisión (entre otros). Aunque admitió que tuvo contactos con periodistas, dijo que fueron reactivas y no proactivas y sólo para responder ante información que los periodistas ya habían conseguido de otras fuentes (http://www.cia.gov/library/reports/CIAs_June2013_Response_to_the_ SSCI_Study_on_the_Former_Detention_and_Interrogation_Program.pdf).
Para los periodistas allá, y en todos lados, es cada vez más difícil no quedar a merced de los operadores comunicacionales del poder, que crecen en número y en recursos.
El ejemplo de Estados Unidos es muestra y tendencia. En 1980, la relación entre relacionistas públicos (comunicadores que trabajan para empresas, políticos o gobiernos) y periodistas era de 1,2 a favor de los primeros.
En 2004, al momento en que se desarrollaba en su mayor esplendor el programa de la CIA, la relación había crecido a 3,2 relacionistas públicos por cada periodista. En 2013, había subido a 4,6. Demasiada gente vendiendo información a un precio muy bajo.
* Marcelo J. García, Licenciado en Ciencias de la Comunicación (UBA). Integrante de la Sociedad Internacional para el Desarrollo (SIDbaires) @mjotagarcia.