Descansa en paz, Roberto Gómez Bolaños "Chespirito".
Laberinto en el valle de lágrimas televisivo
Todo va mal con el “Chavo del Ocho”.
Sobre su cabeza, literalmente, con un embudo de impunidad histórica, se descarga un baño de violencia, injusticia, abandono, atraso, miseria y alienación.
Uno mira al “Chavo”, sin familia, sin casa, sin contención social… golpeado por una Historia, familiar, económica, política… de clase, que nadie parece conocer, y donde se llora, como corolario del destino, en el laberinto de las hipocresías.
“Don Ramón” es un desempleado verdugo.
Todo mal.
México tiene, aproximadamente, 30 millones de niños[1], según datos oficiales no poco contradictorios.
Hay en el D.F. 500 mil viviendo en las calles[2] de un mundo con 6,372,240,030[3] de habitantes y donde existen 650 millones de niños en pobreza, 150 millones en situación de calle, 250 millones realizan trabajo infantil, 120 millones no van a la escuela[4].
El “Chavo” es uno, pero multi-televisado. Roberto Gómez Bolaños, autor y actor de las “aventuras del Chavo de ocho” no es, por supuesto culpable del drama que viven los niños en y de la calle y tampoco es uno de ellos.
Pero su personaje, que ocupa tantos espacios en las pantallas televisivas latinoamericanas y en los imaginarios de niños y adultos, ocupa un lugar problemático que permite ver los trasfondos ideológicos de ciertas concepciones mercantiles en los monopolios mass media.
Bolaños produce, apoyado por uno de los monopolios mediáticos más cuestionables, (y viceversa) un producto de consumo comunicacional armado con estrategias escénicas, tecnológicas y publicitarias en un mercado mediocre que se regodea impunemente frente a sociedades colonizadas y devastadas por la miseria[5].
Hace aproximadamente 30 años el “Chavo” va y viene, con homenajes y todo, paseándose por toda América Latina[6]. No pocos sueñan con canonizarlo.
Eso de hacer negocio con el dolor de los desvalidos tiene tradiciones de tipos muy diversos.
El recurso del “golpe bajo” tan apreciado por las estrategias publicitarias, basado en abonar el terreno de la ternura para sembrar las moralejas de la resignación, no nació con el “Chavo del ocho”. Se trata de un Caballo de Troya.
Es común encontrarse con audiencias enternecidas por un niño desvalido que vive, milagrosamente, de la caridad posible en una vecindad de barrio.
Ternura medida con la vara de una herencia cultural melodramática y naturalista que deja descubrir en la miseria y los miserables ciertos rasgos de hermosura humana, a pesar de los pesares.
Todos los personajes, que comparten con el “Chavo” sus aventuras en el reino de las desigualdades, son personajes en crisis.
Trasminan inconscientemente todo lo que niegan de su realidad política para afirmarse una realidad de raiting.
Son fantasía, incluso de sí mismos, iluminada con destellos de otra realidad más cruda que bien filtrada y purificada no mancha, con sus dramas de clase, la perfección de un micro mundo encerrado en sus trampas.
Especie de esquizofrenia producida para salvaguardar la inocencia de los personajes y su público. Moral de patriarca. Se trata de un mensaje de clase. En los micro-mundos felices de la miseria mediática, donde habitan muchos Chavos y compinches, el rol de los pobres es trabajar y contribuir con su resignación para una convivencia pacífica con los patrones y las autoridades.
Resignación funcional que abarca a las buenas costumbres, los honores a la bandera, el culto al buen burgués, la puntualidad en la fábrica y especialmente la docilidad entre sonrisas, buen humor, voluntad inquebrantable para el trabajo y distancia… mucha distancia con el paisaje burgués.
Mucha ternura pero que no se afee el panorama.
Semejante estética de la ternura da como resultado un principio de complicidad a-crítica que termina levantando silencios para esconder culpas.
El chantaje hecho diversión. Cuestionar al “Chavo” no es ofender gratuitamente a las personas que lo miran.
Es interrogar aquello que individual y socialmente se promueve con el espectáculo de la miseria que lleva tantos niños a vivir de y en la calle.
Cuestionar al “Chavo” implica interpelar los mecanismos, (cualesquiera que fuesen) para conquistar feligreses y fans.
Cuestionar al “Chavo” no implica traicionar a quienes lo disfrutan, incluidos nuestros hijos, pero implica interrogar e interrogarnos el por qué ese entretenimiento televisivo basado en la violencia contra un niño callejero, tierno y todo, divierte; por qué tanta fama, éxito y regalías, por qué tanta repetición y tanto homenaje.
Qué retrata de nosotros, qué nos impone, qué no sabemos y deberíamos saber. Cuál es el negocio y cuánto nos cuesta, en todos sentidos.
Es preciso desmontar la actitud permisiva con se produce y consume la ideología estética de esa violencia gratuita e inmisericorde descargada diariamente sobre las conciencias infantiles.
Discurso publicitado bajo todos los medios y modos posibles que fractura estructuras psicológicas y estados de ánimo.
Discurso para el amedrentamiento rentable que se siembra para inmovilizar expresiones de desacuerdo con las calamidades colectivas o privadas. Nunca es tarde.
Aunque parezca inocente. Con el “Chavo” se crea un marco perfecto para la agresión protagonista que es aplaudida incluso por las risotadas grabadas al remate de cada chiste.
Agresiones que se pagan en millones de dólares y conciencias. Marco perfecto para que parezca normal que los niños asalten, incendien casas y automóviles, golpeen maestros y compañeros, acudan armados a las escuelas.
Marco perfecto dentro del marco ampliado de sociedades en crisis, desarticuladas emocionalmente, caotizadas por la anarquía económica, la corrupción impune, el saqueo de materias primas y trabajo como principios fundamentales para defender el quietismo, para que nada cambie, que el sistema no se caiga. Bonita historia.
Pero la inyección ideológica mayor tras la estética de la ternura en el “Chavo” es la violencia cultural que los niños maman frente a la tele.
Tiene como objetivo principal desbordar todos los ámbitos puramente formales para entrar en planos más profundos, convertida en placer por un discurso que tiene ejes muy precisos: convencerlos de que nada es posible en contra de hegemonías, poderes y propiedades dominantes; que lo propio vale poco; que todo lo que se intente para el cambio está condenado al fracaso o a la represión; que tarde o temprano poder es sinónimo de fuerza ajena; que uno se equivoca cuando pretende cambios y que el que tiene la fuerza tiene la razón.
No es poca cosa.
Esa violencia que el “Chavo” protagoniza y padece, no sólo por los golpes, los insultos y los pastelazos… tiene contactos y complicidades con otras violencias que viven decontroladas por todos los rumbos de la conciencia individual y social[7]. Hay violencia en mujeres y niños golpeados permanente e impunemente.
Hay violencia en niños callejeros sometidos a la prostitución, el robo y crimen consuetudinarios, en el desempleo, explotación e indolencia ante el dolor social y falta de futuro.
Hay violencia en el endeudamiento usurero, en los noticieros, en la invasión imperialista a Irak, en la corrupción electoral, en la corrupción empresarial… Para el “Chavo” la violencia del entorno, latente o patente, es condición de vida.
Aunque la distribución social de la violencia en cada capitulo del “Chavo” tenga desequilibrios propios de verticalismo autoritario, aunque algunas veces el “Chavo” tenga arrebatos violentos contra otros personajes, es ineludible el retorno de una violencia mayor capaz de regresar al “Chavo” al lugar justo que la tragedia televisiva le deparó en el reino de la resignación.
El “Chavo” aguanta todo porque para eso está. Es su misión doctrinaria y catalizadora.