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Alguien tiene que decirlo: Santos no gobierna


Es de esperar —y eventualmente no solo desear sino aplaudir— que el posible resultado del caso macondiano de la captura del general Alzate termine bien, y que incluso pueda ser benéfico para revivir o dar más impulso al proceso de paz.

Pero eso no quita que sobre lo que parece haber unanimidad es que se siente que Santos parece más un jefe de relaciones públicas que un gobernante. Modificando el conocido dicho y cambiando el concepto de ‘engañar’, se podría decir que Santos olvida que uno puede dar gusto a unos todo el tiempo, o a todos durante un tiempo, pero nunca a todos todo el tiempo.

El caso Alzate es tal vez una de las muestras más categóricas de un problema que casi nadie se atreve a concretar en voz alta: el presidente Santos no gobierna.

Claro que varios opinadores lo han dicho en diferentes formas (‘¿quién manda, el presidente o los militares?'; ‘es que al país lo controlan los políticos'; ‘ahora a Colombia la maneja el castrochavismo'; ‘A Santos lo manejan las encuestas'; etc.)

Para algunos, quienes realmente toman las decisiones son los dueños de la riqueza; para otros en últimas son los medios de información lo que deciden lo que aquí sucede, y no en el sentido informativo; también hay quienes se impresionan de hasta qué punto Álvaro Uribe le fija la agenda de preocupaciones al gobierno; o cómo lo que se negocia en La Habana depende de las Farc; etc.

Incluso en el mismo gobierno se ve el poder que tienen los superministros; o cómo los aspirantes a candidatos presidenciales actúan en función de sus eventuales campañas; o cómo Vargas Lleras maneja contratos y programas como si ya fuera el primer mandatario; o cómo el ministro Pinzón parece una rueda suelta que pudiera igual estar en la oposición, por lo menos respecto al programa bandera de la paz.

Volviendo al caso de hoy, el esperado final feliz no debe confundirnos respecto a lo que sucedió.

Desconcierta que quien se considera como jefe de la oposición, Álvaro Uribe, sepa y divulgue la noticia de la captura de un general de la República antes que el presidente (y más, si como parece, su fuente vino de los militares), obligándolo a manifestarse ante el caso.

La reacción de sentirse obligado a pronunciarse por los medios que hoy manejan la opinión pública —los trinos o tuits— poco significa en cuestión de autoridad o liderazgo (¿quién se imagina a Obama o a la Merkel manejando crisis por Twitter?)

Su contenido no pudo ser más equivocado: no es usual —ni por supuesto conveniente— que el presidente pregunte en forma pública y pida explicaciones sobre las fallas de los militares.

Y no solo porque por supuesto motiva molestias en el estamento armado, sino porque siendo él jefe de las Fuerzas Armadas es quien debe dar las respuestas ante el público (en vez de multiplicar los cuestionamientos que con razón se presentaban).

Y la forma de corregir esa ‘metida de pata’ (según se ha dado a entender, cediendo ante la presión del Alto Mando), al suspender las reuniones de La Habana, no es cuestionable solo por eso, sino porque significó renunciar a las líneas de conducta que habían sido su posición firme hasta entonces: que las conversaciones seguirían independientemente de lo que sucediera en las hostilidades; y que no habría ninguna razón que llevaría a pararse de la mesa negociaciones.

Poner además la condición para revertir esa decisión diciendo que dependía de que soltaran al general, puede aparentar ser una manera de ‘ponerse los pantalones’ y darle gusto a quienes lo consideran ‘entregado’ a las Farc, pero en la realidad es dejar en manos de la contraparte la iniciativa y el futuro de lo que sigue.

Lo único que podría convertir este capítulo en prueba de que es él quien está al mando de la situación sería que, como en las grandes novelas de espías o policíacas, detrás hubiera existido una genialidad al acordar con las Farc una especie de falso negativo para de común acuerdo montar una obra de teatro donde el resultado previsto fuera la ‘verdadera muestra de la voluntad de paz’ por parte de la guerrilla (al devolver al general) y un presidente que sí impone condiciones a la contraparte.

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