Ya son trece los años transcurridos desde los ominosos actos terroristas del 11 de septiembre de 2001 y aún la memoria de éstos hechos sigue matizada de incontables manipulaciones, misterios y mentiras evidentes.
Y tan grave como eso es que, a medida que pasa el tiempo, más abundantes (y alarmantes) son las dudas que van apareciendo acerca de tantas contradicciones entre lo acaecido en Nueva York y Washington y el Informe del Congreso que inducen a pensar que se trató de una conspiración de la que es parte la propia versión oficial.
En días recientes, el ex congresista republicano de EEUU Ron Paul sugirió que el gobierno de su país tenía conocimiento previo de los ataques terroristas pero lo mantuvo oculto y lo clasificó como secreto en la sección del informe de la Comisión 9/11 que recoge el hecho.
“Nuestro propio gobierno hizo más daño a la libertad del pueblo estadounidense que Osama Bin Laden. Éste era un monstruo, pero uno menor por comparación. Si alguna vez obtenemos toda la verdad sobre ellos descubriremos que nuestro Gobierno tenía en sus registros cuáles exactamente eran los planes de los terroristas, o al menos algo acerca de estos”, dijo Paul en entrevista publicada por el portal The Washington Free Beacon.
Después de los ataques del 9/11, se informó oficialmente que al Qaeda había actuado sin patrocinio de Estado alguno, cuando lo cierto es que la Casa Blanca había censurado la publicación de una sección entera del informe del Congreso que trataba sobre ” fuentes específicas de apoyo exterior” en la que se señalaba que, de los 19 secuestradores de los aviones, 15 eran ciudadanos sauditas.
Poco después de los hechos, el diario hebreo neoyorquino Ha’aretz reveló que la compañía Odigo, de mensajería electrónica, recibió mensajes anónimos de alerta sobre los ataques de Nueva York dos horas antes de que ocurrieran. El hecho fue confirmado por el director de la firma.
El ex presidente italiano Francesco Cossiga dijo al Corriere Della Seara en noviembre de 2007 que “todos los dirigentes occidentales –aunque ninguno lo diga–, saben que fueron los servicios de inteligencia estadounidenses e israelíes los que perpetraron los atentados del 11 de septiembre de 2001”.
Pensar que talibanes salidos de las cavernas afganas hayan podido apoderarse de códigos elaborados a partir de algoritmos matemáticos que cambian constantemente debe sorprendernos.
La idea de que varios grupos de personas hayan decidido inmolarse a un tiempo para ejecutar el acto terrorista contradice la sicología del suicidio, un acto estrictamente personal e individual. Al anunciar la identidad de uno de los pilotos de los aviones suicidas, el FBI dijo que “encontramos en las ruinas de las torres gemelas su pasaporte intacto”; y cuando se entregaron las urnas con las cenizas y restos de los pasajeros de los aviones, el propio FBI declaró que los cuerpos fueron identificados por las huellas digitales y los ADN. Ambas cosas resultan incompatibles con la afirmación oficial de que se hallaban dentro del fuselaje de un avión fundido a 2500 C°.
Aparte de las torres gemelas impactadas, sin motivo aparente, se desplomó un tercer edificio en el que se alojaba un centro de espionaje económico de la CIA, perdiéndose, según se asegura, importante información sobre magnos actos de corrupción que estaban en proceso de investigación.
Podría seguir citando hechos inexplicables en torno a 9/11, pero quizás lo que más sorprenda sea la conformidad con que la prensa corporativa estadounidense ha acogido una información oficial tan inverosímil.
Hay quienes sostienen que el mutis acerca de aquellos hechos en la prensa establecida se justifica por su impacto psicológico en periodistas y en los medios en general. Es creíble que ese pudo haber sido un efecto inmediato.
Pero es evidente que se aprovechó este efecto para producir las leyes patrióticas que han servido para prolongar, mediante el pánico, los efectos traumáticos de aquellos sucesos. La ciudadanía estadounidense ha visto desde entonces recortadas, una tras otras, muchas de sus libertades democráticas.
Y es escandalosamente evidente que, así como los propios acontecimientos del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos están aún por investigar, siguen envueltas en nebulosas muchos aspectos horripilantes de la “guerra contra el terrorismo” que Estados Unidos declaró contra su propio pueblo y el mundo tras aquel monstruoso crimen.
A 13 años del trágico acontecimiento, es lamentable observar que quienes en Estados Unidos insisten en buscar verdades corren el riesgo de ser acusados, a tenor de las “leyes patrióticas”, de ser participantes en teorías conspirativas o de traidores.
O, al menos, eso temen.
Manuel E. Yepe
Septiembre 6 de 2014.