El atentado terrorista más salvaje de la historia en que fueron asesinados unos 160,000 seres humanos, en más de un 90% niños, mujeres y hombres viejos. También hoy los aliados del Imperio que perpetró aquella barbarie asesinan a inocentes en Gaza y Ucrania.
Miles de madres, víctimas de la radioactividad, dieron a luz niños como éste que nació muerto y padecía de anencefalia.
EL PIKADÓN
A las ocho y quince minutos con cincuenta segundos de la mañana del lunes 6 de agosto de 1945, hora de Japón, una bomba atómica de uranio de casi 9,000 libras de peso con el poder destructivo de unas 16,000 toneladas de TNT, hizo explosión, a 618 metros de altura, sobre el centro de Hiroshima, creando una fuente de calor superior a los 3,000 grados centígrados que mató a unos 100,000 seres humanos, y creó una nube radiactiva que provocó la muerte posterior de unas 50,000 personas más.
El epicentro proyectado, o sea el punto exacto sobre el cual debía hacer explosión la bomba, era el puente Aioi, en el centro de la ciudad, a 40 metros de la Escuela Elemental Honkawa; pero el macro-terrorista que hizo el lanzamiento erró el tiro y la bomba hizo explosión, a la misma altura, sobre el Hospital Civil Shima, a 240 metros del puente y a 200 de la escuela.
A MANSALVA
A unos cinco kilómetros del hospital estaba el Castillo de Hiroshima y el Campo de Ejercicios del Este, cuartel general del Segundo Ejército Japonés, que era el que defendía el extremo sureste de la isla Honshu y las islas de Kyushu y Shikoku, por las que debía llegar la invasión de las tropas estadounidenses a las grandes islas japonesas después de haber ocupado Iwo Jima y Okinawa.
Desde principios de 1945, se había establecido en Japón el servicio militar obligatorio para todos los hombres de 16 a 62 años, inclusive. Casi la totalidad de los conscriptos estaba en las trincheras de las costas, no en las ciudades.
El avión B-29 que cargaba la bomba, volaba a 32,000 pies de altura –9,753 metros– , o sea era inexpugnable a las baterías antiaéreas, y en Hiroshima casi no había aviones de guerra, pues los que no habían sido destruidos en los masivos bombardeos que sufrieron todos los aeropuertos japoneses en los meses anteriores, se hallaban, en ese momento, en Tokío y otras ciudades del centro de Honshu, la isla en que vivía, y vive, la mayor parte de la población del archipiélago.
La bomba mató a más del 80% de las personas que se hallaban en un radio de 500 metros del epicentro, o sea del Hospital Shima, al 60% de los que se hallaban de 500 a 1,000 metros, al 40% de los que se hallaban de 1,000 a 2,000 metros, y a un % mucho menor de los que estaban en un radio hasta de casi cinco kilómetros de la explosión. Se cree que del 90 al 95% de las personas que murieron en Hiroshima aquel día eran niños, mujeres y hombres viejos.
De haber explotado la bomba sobre el Castillo de Hiroshima habrían muerto aquel día, al menos, 20,000 militares, entre ellos miles de oficiales, y el frente sur del Japón no hubiera podido enfrentarse, al menos por varios meses, a la invasión de las tropas estadounidenses; pero no fue así. Los muertos, en su inmensa mayoría, fueron civiles inocentes… como hoy en Gaza, Ucrania, Siria, Irak y Afganistán, como ayer en Libia y Yugoslavia, como antier en Panamá, Vietnam y Santo Domingo, como antes en Filipinas y México y en la guerra civil que el Imperio se hizo a sí mismo, como en la masacre de la población nativa del país. La sangrienta beligerancia contra los no beligerantes es una característica típica del imperio yanqui.
LA AMENAZA
El objetivo de aquel gran atentado terrorista no fue vencer al enemigo, que lo dejaba casi intacto en sus cuarteles, sino aterrorizar al mundo, sobre todo a la Unión Soviética, cuyos heroicos combatientes habían vencido, tres meses antes, a la maquinaria militar más temible de la historia, ocupando Berlín y la cancillería de Hitler.
Ésos simples datos prueban más allá de toda duda razonable –‘beyond any reasonable doubt’, para usar un término legal que les gusta mucho a los yanquis– que la bomba de Hiroshima no fue una acción de guerra “para salvar la vida de cientos de miles de soldados “americanos”, como diría Truman en todos los muchos años que le quedaron de vida, sino un atentado terrorista que tuvo la misión de asesinar el mayor número de civiles inocentes con el objetivo de aterrorizar no sólo al pueblo japonés, sino a la humanidad.
La esencia del imperio yanqui desde su más temprano inicio, en 1783, y aun antes, ha sido el terrorismo a ultranza.
LOS BOSQUES AL NORTE DE TOKIO
Dos semanas antes del hecho, unos científicos del laboratorio Los Álamos, en el que se realizó el Proyecto Manhattan, recomendaron que se lanzara la bomba sobre unos bosques deshabitados que se hallaban al norte de Tokio para que el emperador Hirohito, el primer ministro Kantaro Suzuki y los jefes civiles y militares pudieran ver el monstruoso poder destructivo de la bomba y el gravísimo daño que podía hacer si se lanzaba sobre una ciudad.
Pensaban esos científicos que eso iba a ser suficiente para convencer al gobierno japonés que no podía continuar una guerra que, de hecho, ya estaba perdida desde hacía varios meses, como informaban entonces los más reputados analistas militares del mundo, entre ellos los del propio Japón.
Nadie sabía que la bomba iba a provocar la radioactividad que mataría a decenas de miles de personas en los meses y años por venir, ni siquiera Albert Einstein, con cuyas teorías se creó el principio científico de la bomba, ni Robert Oppenheimer, jefe del Proyecto Manhattan, que desarrolló la bomba.
Los efectos mortales de la radioactividad fueron descubiertos por un médico japonés mientras trataba a unos heridos en un hospital de campaña, en la propia Hiroshima, unos días después de la explosión. O sea que los muertos que, posteriormente, provocara la radioactividad no hubieran sido culpa de quienes desconocían sus efectos, y la idea de que la explosión tuviese lugar en aquellos bosques cercanos a Tokio era una apropiada estrategia militar para ponerle fin a la guerra, no un monstruoso asesinato masivo de seres inocentes, como realmente fue.
Truman insistió y persistió, y finalmente decidió, que la bomba fuese lanzada sobre una ciudad densamente poblada y en su centro, sellando así la suerte de los que murieron aquel día y en los meses y años posteriores, y de las decenas de miles que fueron quemados, muchos de ellos con graves desfiguraciones en el rostro y el cuerpo, conocidos como los hibakushas de Japón. Miles de madres dieron a luz niños deformes o sin una o varias de sus extremidades en los años posteriores al Pikadón.
ALAMOGORDO
Los tres jefes de las potencias aliadas, Churchill, Stalin y Truman –Los Tres Grandes–, se reunieron en Potsdam, una histórica ciudad cercana a Berlín, a partir del 16 de julio de 1945, para decidir la suerte de Alemania dos meses y medio después de su rendición, y llegar a ciertos acuerdos sobre la guerra con Japón, de la que la URSS era neutral en ese momento.
El propio 16 de julio, por la noche, Truman recibió la noticia de que la prueba atómica de Trinity, o sea la explosión de la bomba atómica original, en un desierto de Nuevo México próximo a Alamogordo, había sido un éxito. Era, en ese momento, el único ser humano que disponía del artefacto terrorista más poderoso de la historia, con el que podía destruir una ciudad entera en pocos segundos y asesinar a cientos de miles de sus habitantes.
LA GRAN ESTACA
La que había sido en Truman una actitud discreta hacia sus colegas el día 16, se convirtió al día siguiente en una vibrante insolencia, sobre todo hacia Stalin. El jefe yanqui ya tenía una estaca grande –el Big Stick de Teddy Roosevelt elevado a la máxima potencia–; el Mariscal sólo disponía de un palo pequeño, a pesar de que había sido el gran héroe de la Segunda Guerra Mundial en la que perecieron muchos millones de soviéticos. Ese abismo de fuerzas sólo duraría cuatro años.
El jefe del gobierno más terrorista de la historia contaba ya con la obra maestra del terror, un arma que podía recrear en forma ultramicroscópica la explosión que dio origen al universo hace unos 13,700 millones de años, el Big Bang, o Gran Estallido, la única teoría seria sobre el origen del tiempo, el espacio, la energía y la materia.
El arma de Truman no se basaba en la división del núcleo del élam, el átomo original del que se cree que era una octillonava parte más pequeño que el átomo actual, sino un ultramicroestallido que no creó el caldo energético tan increíblemente compacto que ya tenía dentro de sí toda la materia que hoy existe en el universo. Era una réplica imperceptible de aquel macroestallido que, lejos de crear un universo, destruyó una ciudad, asesinando, en pocas horas, a la tercera parte de su población.
De hecho, bajo el mismo principio científico, Truman se había convertido en el microdiós destructor de la Física.
SUZUKI, EL APACIGUADOR
El gobierno del primer ministro Kantaro Suzuki hizo dos proposiciones de paz. La primera era que Japón aceptaba rendirse si se reconocía al emperador Hirohito como monarca constitucional y símbolo del Sintoísmo, la religión nacional. Truman la rechazó de plano. La otra era la abdicación de Hirohito si se respetaba la religión del país que consideraba al Emperador una deidad. Truman la rechazó también.
De acuerdo al Koshitsu Shinto, o sea el Sintoísmo de la Casa Imperial, Hirohito, el Emperador Showa, el 124 del país, era descendiente del dios Amaterasu Ohmikami, una de las deidades originales.
Por supuesto que todo eso es falaz, pero de la misma forma en que se respeta el Cristianismo, se debe respetar al Sintoísmo. Son dos novelas muy amenas en que los personajes centrales no son como Don Quijote ni Jean Valjean, sino como Supermán y Rambo, y una no es mejor que la otra.
EL ULTIMÁTUM
Esa actitud en extremo fanática de Truman, de rechazar la religión del país vencido, no se había tenido con Alemania, o sea exigirle al pueblo alemán que dejase de creer en Jesucristo para que se le pudiera aceptar la rendición. El ultimátum de Potsdam exigía “la rendición incondicional de todas las fuerzas armadas japonesas” y no hacía alusión alguna a Hirohito como símbolo religioso. El premier Suzuki, entonces, respondió:
–Nuestro gobierno no considera que el ultimátum tiene mucho valor en este momento. Lo que hemos de hacer es mokusatsu, o sea ignorarlo, como si no se hubiese recibido.
Era evidente que el Primer Ministro esperaba otra comunicación por parte de Truman en la que, por lo menos, se hiciese alguna alusión al Emperador como símbolo de la religión del país. Truman interpretó esa palabra no en su verdadero significado, sino en el que le convenía, o sea que se trataba de un rechazo total al ultimátum. De haber dicho Truman tan sólo que respetaría su religión nacional, Japón se hubiese rendido; pero eso no le convenía al imperio yanqui porque no habría podido, entonces, aterrorizar al mundo con el arma suprema del terror.
La suerte de Hiroshima estaba sellada.
LA FIESTA
Al concluir la Conferencia de Potsdam, Truman emprendió el regreso a su país a bordo del acorazado Augusta.
George Harrison, ayudante de Henry L. Stimson, Secretario de Guerra, le envió un mensaje a través del teléfono criptográfico en el que le anunciaba el éxito absoluto de la explosión atómica en Hiroshima.
Truman se disponía a almorzar en ese momento con varios oficiales en el comedor de popa del Augusta. El capitán del ejército encargado de la “sala de mapas” se le acercó, con gran prisa, y le mostró un mapa de Japón y un mensaje de veintiséis palabras que empezaba así:
–Gran bomba arrojada sobre Hiroshima. Éxito absoluto.
Truman alzó la cabeza con un gesto de gran orgullo, sonrió de oreja a oreja, y entró al comedor levantando con una mano el mensaje y repitiendo, una y otra vez, sin dejar de sonreír:
–¡Éste es el día más grande de la historia! … ¡éste es el día más grande de la historia! … ¡éste es el día más grande de la historia! …
Al final de aquella euforia, dijo:
–Fue un éxito arrollador. ¡Ganamos la apuesta!
Mientras mostraba el papel a muchos oficiales en el barco, decía que ninguno de los comunicados que había recibido hasta entonces le había hecho tan feliz.
Aquel día hubo una gran fiesta a bordo del Augusta mientras las aguas de los ocho canales del Ota, que atravesaban Hiroshima, se seguían llenando de cadáveres carbonizados y los gemidos de las mujeres y los niños y los viejos que aún no habían muerto convertían a la ciudad en un inmenso cementerio de inocentes.
NAGASAKI
Tres días después de la masacre de Hiroshima, el 9 de agosto, a las once horas, un minuto y cuarenta y ocho segundos, una bomba de plutonio de 10,300 libras –4,670 kilogramos– y un poder de destrucción de unas 21,000 toneladas de TNT, hizo explosión a 502 metros de altura sobre una zona industrial de Nagasaki.
Como en Hiroshima, el epicentro proyectado de la explosión era el centro de Nagasaki, con el objetivo de asesinar a la mayor cantidad de civiles inocentes para seguir aterrorizando a Japón y al mundo, pero el cielo estaba muy nublado, –al igual que en la ciudad de Kokura, primer objetivo a bombardearse aquella mañana–, y el B-29 pudo encontrar, al fin, un claro entre las nubes para que se pudiera lanzar la bomba, aunque lejos del objetivo original. Ésta hizo explosión sobre una zona industrial en la que fueron asesinados decenas de miles de obreros.
En total se cree que en Nagasaki murieron unos 80,000 seres humanos –50,000 quemados vivos en el momento de la explosión o unos minutos u horas después, y unos 30,000 que fallecieron meses o años después como efecto de la radioactividad. La proporción de civiles inocentes asesinados aquel día en Nagasaki fue menor que en Hiroshima porque el cielo nublado obligó a que la bomba se lanzase sobre un objetivo que se hallaba a más de seis kilómetros del centro de la ciudad habitado éste, sobre todo, por niños, mujeres y hombres viejos.
El Imperio preparaba 50 bombas nucleares, aun más poderosas que la de Nagasaki, para que fueran lanzadas sobre muchas ciudades de Japón, en las que hubiera asesinado de cinco a diez millones de seres humanos, en su inmensa mayoría niños, mujeres y hombres viejos.
El emperador Hirohito evitó aquella monstruosa masacre posterior imponiéndose a sus generales y aceptando la rendición, la que el Emperador y el Primer Ministro hubiesen aceptado antes de Hiroshima si el “Campeón Mundial de los Derechos Humanos”—entre ellos los de la libertad religiosa– hubiera respetado la religión del pueblo japonés.
CARLOS RIVERO COLLADO –