Pablo Gonzalez

Otras realidades de la prostitución – Lo que no se dice


Las políticas públicas que pretenden ‘rescatarnos’ y nos multan, nos ofrecen como alternativa al trabajo sexual empleos precarios, mal pagados y típicamente femeninos (cuidado y atención a mayores, menores, limpieza, costura, etc.)

Hablar de prostitución es ciertamente incómodo.

 Esta realidad social cuesta analizarla de una manera totalmente racional. 

No voy a volver a reproducir los argumentos que se esgrimen en el debate pro-prostitución/anti-prostitución, hay mucha bibliografía e información que defienden ambos modelos.

 Aclaro que no voy a escribir sobre ‘prostitución de menores’, porque cuando el intercambio de sexo por dinero afecta a menores no se le puede llamar prostitución, esto es directamente un delito contra menores y tampoco escribo de esclavitud o trata -que es cuando bajo amenazas y extorsiones que ponen en peligro la vida, la integridad física y psíquica, se obliga a una persona a hacer algo que ésta no quiere, sea sexo, sea cualquier otra actividad- que también está tipificado como delito y ya existen diversas leyes para luchar contra esta lacra.

Mientras el debate ideológico continúa y da de comer a personas que se han hecho ‘expertas’ en prostitución (curiosamente sin conocer de cerca a quienes ejercen), mujeres, mujeres transexuales y hombres la ejercen cada día como estrategia de obtención de ingresos, como ‘trabajo’, afirman la mayoría, más o menos indeseable o deseable, pero como trabajo y se les están vulnerando sus derechos fundamentales. Estos derechos fundamentales, recogidos por la Constitución Española, son los siguientes: el derecho a la igualdad sin discriminación de circunstancia personal o social (art. 14), a la dignidad (art. 10), a la libertad y a la seguridad (art. 17), al trabajo (art. 35), a la salud (art. 43), al progreso social y a la formación y readaptación profesional (art. 40 1 y 2) y a la salvaguardia de los derechos económicos y profesionales (art. 42).

Soy prostituta desde el año 89. Tenía 29 años, había trabajado desde los 13 años en diferentes oficios, a cada cual más duro y con sueldos que a duras penas cubrían los gastos corrientes que genera el mantenimiento de una familia monoparental. En un contexto de paro de larga duración decidí, como hacen la mayoría de mujeres, prostituirme, porque sabía -como saben todas las mujeres de manera universal- que ofreciendo sexo a cambio de dinero se ganaba más dinero y más rápido que en cualquier otra actividad económica. No estaba exenta de prejuicios y de miedos. Mis prejuicios eran que los clientes eran viejos, asquerosos, babosos, y que las putas eran drogadictas o viciosas o ambas cosas a la vez y que como pecaría iría al infierno. Mis miedos eran que ya nadie me amaría, ni me aceptaría si se enteraban de lo que hacía… y que me volvería una drogadicta, una ‘perdida’. No me daban miedo posibles agresiones porque a lo largo de mi vida ya había hecho frente a varias (una violación de adolescente y varios atracos a mano armada) y sabía cómo protegerme, y tampoco a las enfermedades, porque sabía que tenía que utilizar el preservativo para evitarlas y no quedarme embarazada.

El balance y contra todo pronóstico, después de 25 años ejerciendo la prostitución, habiendo ejercido en todo tipo de locales, pisos, clubs, y en un amplio abanico de tarifas desde las ‘económicas’ hasta otras más altas (pero que no son las de la prostitución de lujo), es positivo, muy positivo. Además de haber logrado mi ascenso social y haber sacado a mi familia de la miseria, he podido desarrollar todo mi potencial como persona, he podido formarme estudiando una carrera, me he cultivado y vivo la plenitud de la madurez.

Para llegar aquí he tenido que hacer frente y superar el estigma, sí, ese estigma que en realidad afecta a todas las mujeres: el estigma de la puta que nos controla, nos somete y nos presiona para que no nos podamos mostrar sexualmente activas, ni promiscuas y para que, ni mucho menos, ofrezcamos sexo por dinero, porque eso es lo peor de lo peor para una mujer. Es precisamente ese estigma el que hace que las mujeres que ejercemos la prostitución tengamos miedo, vergüenza y culpa, y esto es lo que nos hace vulnerables para poder afrontar las situaciones más indeseables que se dan en prostitución, sobre todo cuando se depende de terceros. No, los clientes no nos someten ni ejercen su poder con nosotras, en cuanto nos dan el dinero -que siempre es por adelantado- ya están sometidos a nuestra voluntad, no; es el haber interiorizado que somos malas personas, el creernos que nuestra dignidad está en la vagina, es el plantearte: “¿Cómo le voy a decir a mis hijos que me he prostituido?” “¿qué va a pensar mi familia de mi?” o “he tenido que poner mi coño para comprarme la casa“, “ningún hombre va a querer casarse conmigo“, sí, estas son las frases reproducidas literalmente de mis compañeras.

Asimismo, este miedo es el que hace que muchas mujeres en las entrevistas que se hacen no se atrevan a decir que prostituirse no es tan malo, ni peor que otro trabajo. Así es, el estigma hace que la mayoría de mujeres que nos prostituimos adoptemos el ser ‘cínicas’ para protegernos (nos ‘confundimos’ con el paisaje moral de la sociedad para no ser etiquetadas negativamente), con las consecuencias perversas de que no se conozca realmente todo lo que pasa en las relaciones con los clientes y que no se conozca a aquellas mujeres, mujeres transexuales y hombres que, igual que yo, han salido adelante y, además, su vida es mejor después de haber ejercido la prostitución que antes de hacerlo.

Afortunadamente, poco a poco cada vez más, mujeres y mujeres trans (el colectivo que en términos relativos más se prostituye) dejan de ocultarse y están luchando por esos derechos, están denunciando la violencia de la policía, de los clientes agresivos, de las políticas públicas que pretenden ‘rescatarnos’ y nos multan, ofreciéndonos como alternativa al trabajo sexual empleos precarios, mal pagados y típicamente femeninos (cuidado y atención de mayores y menores, limpieza, costura, etc.), empleos que solamente aceptan aquellas mujeres que realmente lo pasan muy mal ejerciendo la prostitución.

De todas las violencias que se ejercen contra las personas que ejercen la prostitución (mujeres y mujeres trans especialmente) su invisivilización, no tenerlas en cuenta a la hora de cualquier debate, en congresos, conferencias, seminarios y la vulneración de los derechos fundamentales por parte de instituciones públicas y algunas entidades que dicen querer ayudarlas, es la peor de todas.

 Porque la realidad es que aunque la mayoría de mujeres que trabajan en prostitución son inmigrantes y pobres, tienen capacidades, toman decisiones y son responsables de ellas y saben empoderarse ante situaciones duras.

Las prostitutas no somos ‘pobrecitas que hay que rescatar’.

Montserrat Neira, prostituta, bloguera, escritora (Una mala mujer), investigadora social, licenciada en Ciencias Políticas y de la Administración por la Universidad Autónoma de Barcelona.

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