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León Ferrari (1920–2013)


Este jueves murió, a los 92 años, León Ferrari. No voy a ofrecer aquí una semblanza ni un panegírico. Jamás fui un fan de Ferrari, no seguí ansioso su vida ni su arte, y no voy a unirme al coro de los que descubren qué magnífica era una persona en el instante en que leen su aviso fúnebre. 
 
Pero sí puedo recordar a Ferrari en su rol de catalizador de pensamientos, de sacudidor de confianzas.

Las obras de Ferrari que yo más recuerdo giran en torno a un eje: los métodos de los poderes totalitarios. En sus cuadros, collages, intervenciones, se muestran el desprecio por la vida humana, el empleo del terror para apagar los pensamientos independientes, la justificación ideológica del genocidio y la tortura. 
 
Allí se mezclan el recuerdo implacable de la dictadura argentina, la colaboración de la Iglesia Católica con el genocidio y la trayectoria represiva de esta última desde sus inicios en el poder.
 

A veces Ferrari neutraliza la crudeza de sus imágenes con algo que puede ser tanto humor como desconcierto, como en su conocida escenificación en la que se permite a unos cuantos pájaros, en una amplia jaula, cubrir de a poco con sus excrementos grandes reproducciones del Juicio Final de Fra Angélico, El Bosco y Giotto. 
 
Estas antiguas obras no tenían originalmente el propósito de suscitar admiración por su técnica: eran comisionadas por personas que creían firmemente en un Dios que vendría a la Tierra a destruirla, salvando a unos pocos escogidos y torturando horriblemente y para toda la eternidad al resto; eran pintadas por personas que también lo creían y expuestas para reforzar esas creencias, ese temor abyecto, en los fieles, de manera que reprimieran toda tentación de apartarse de la obediencia a la jerarquía eclesiástica y a los monarcas por ella ungidos. 
 
 
Que hoy podamos contemplar con distanciamiento estético esos Juicios Finales (y esas crucifixiones y estigmas y corazones atravesados y demás parafernalia de la obsesión católica con el sufrimiento y el sacrificio), que podamos verlos como hermosas y horribles a la vez pero sin temor, lo debemos a siglos de rebelión, de ciencia corrosiva de dogmas, de creciente escepticismo, de filosofía liberada de la teología; se lo debemos a quienes se atrevieron a burlarse, a ironizar, a abstraer esas ideas tenebrosas de toda solemnidad protectora, a distanciarse y reelaborarlas… y finalmente, hasta a hacer arte satírico, subversivo, con ellas.
Muchos en Argentina recuerdan cómo el mismo Jorge Bergoglio que hoy es saludado por creyentes de todas las religiones y hasta muchos agnósticos y ateos como un revolucionario o un renovador operó a través de un grupo de sacerdotes para que se censurara una muestra de León Ferrari en Buenos Aires, que fue luego asaltada por fanáticos católicos y que Ferrari decidió cerrar anticipadamente
 
No es extraño que a Bergoglio le haya molestado la obra de Ferrari, que ridiculiza los dispositivos psicológicos que la Iglesia utiliza para atemorizar al vulgo (el Demonio, el embate metafísico del Mal), y que además toca el espinoso tema de la colaboración con los dictadores de la historia argentina reciente, tema sobre el cual no se dijo aún la última palabra en lo que a Bergoglio se refiere.

Ferrari murió el mismo día en que Bergoglio, el Papa Francisco, era vitoreado por cientos de miles de jóvenes en el multitudinario festival montado para él en Brasil.
 

Es muy probable que la mayoría no sepa lo que Bergoglio hizo contra la obra de Ferrari, ni lo que Bergoglio hizo o dejó de hacer durante la dictadura que Ferrari denunció como aliada y amparada por la Iglesia; quizá ninguno de ellos quiera saberlo hoy, entre los cánticos y los vivas con que se idolatra a quien se nombra representante de Dios. 
 
En su arte, hecho contra ese alegre olvido, contra esa imperdonable falta de crítica, contra ese asentimiento distraído a las doctrinas que demandan sufrimiento, sumisión, temor y silencio, León Ferrari sigue vivo. 
 
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