Pablo Gonzalez

“¿Puede un ateo ser un fundamentalista?”

Hace unos días algo me apuntó a este texto, que escribió el filósofo británico A. C. Grayling. 
 
Algunas partes son más bien específicas de Gran Bretaña o de Europa, pero todo es pertinente. 
 
El original se llama “Can an atheist be a fundamentalist?” 
 
(“¿Puede un ateo ser un fundamentalista?”) y fue publicado por el diario The Guardian el 3 de mayo de 2006. Traduzco:

Es hora de terminar con los errores y presunciones que descansan detrás de cierta frase, usada por ciertas personas religiosas cuando se refieren a aquéllos que hablan con llaneza sobre su no-creencia en afirmaciones religiosas: la expresión “ateo fundamentalista”. 
 
¿Cómo sería un ateo no fundamentalista? 
 
¿Sería alguien que cree sólo a medias que no hay entidades sobrenaturales en el universo; que sólo existe quizás parte de un dios (un pie divino, digamos, o una nalga)? 
 
¿O que los dioses existen sólo parte del tiempo, digamos los miércoles y los sábados? 
 
(Esto último no sería tan extraño: para muchos cuasi-teístas poco pensantes, hay un dios sólo los domingos.) 
 
¿O podría ser que un ateo no fundamentalista es uno al que no le importa que otras personas tengan creencias profundamente falsas y primitivas sobre el universo, basándose en las cuales se han pasado siglos asesinando en masa a otras personas porque no tienen exactamente las mismas creencias falsas y primitivas que ellos… y que todavía lo siguen haciendo?

Para los cristianos, “ateos fundamentalistas” son, entre otras cosas, aquéllos que preferirían dejar a otras personas sin el consuelo de la fe (especialmente a los viejos y los que están solos) y sin la compañía de un protector benigno e invisible en la noche oscura del alma, mientras que (según afirman) ignoran la apabullante belleza del arte inspirado por la fe. 
 
Sin embargo, el cristianismo en su forma moderna y sensiblera es una versión reciente y altamente modificada de lo que, durante la mayor parte de su historia, ha sido una ideología frecuentemente violenta y siempre opresiva; pensemos en las Cruzadas, la tortura, las hogueras, la sujeción de las mujeres a los embarazos y partos repetidos y a maridos de los que no podían divorciarse, la distorsión de la sexualidad humana, el uso del miedo (a los tormentos del infierno) como instrumento de control, los espantosos resultados de la calumnia contra el judaísmo.
 
 Hoy en día, por contraste, el cristianismo se especializa en música suave para crear ambiente; sus amenazas de infierno, sus exigencias de pobreza y castidad, su doctrina de que sólo unos pocos se salvarán y muchos se condenarán, han sido descartadas, reemplazadas por rasgueos de guitarra y dulces sonrisas. 
 
Se ha reinventado a sí mismo tantas veces y con tan asombrosa hipocresía, buscando mantener su control sobre los crédulos, que un monje medieval que despertara hoy, como El Dormilón de Woody Allen, sería incapaz de reconocer la fe que lleva el mismo nombre que la suya.

Por ejemplo: en Nigeria, se les dice a grandes feligresías que creer les asegurará altos ingresos; de hecho el Reverendo X les dice que serán más afortunados y ricos si se unen a su congregación que si se unen a la del Reverendo Y.
 
 ¿Qué le pasó al ojo de la aguja? 
 
Ah, concedámoslo: esa pequeña salida se cerró hace mucho. 
 
¿Qué le pasó entonces a aquello de “mi reino no es de este mundo”?
 
 ¿Qué quedó de las bendiciones de la pobreza y la humildad? 
 
La Iglesia Anglicana abolió oficialmente el Infierno por una resolución sinodal en los años 1920, y los estrictos dictámenes de San Pablo sobre el lugar de las mujeres en la iglesia (que son que éstas deben sentarse en la parte de atrás y quedarse en silencio, con la cabeza cubierta) son ignoradas hasta tal punto que hasta hay mujeres vicarias, y pronto habrá mujeres obispas.

No hace falta aventurarse hasta Nigeria para ver en funcionamiento las hipocresías de la reinvención.
 
 Bastará con ir a Roma, donde la última verdad eterna en ser abandonada es la doctrina del limbo: el lugar donde van las almas de los bebés no bautizados.
 
 Entretanto, algunos cardenales están dejando asomar la idea de que los preservativos son aceptables, sólo dentro de las relaciones matrimoniales por supuesto, en países con alta incidencia de infecciones por HIV. 
 
Esto último, que para cualquiera salvo un católico practicante es no sólo de sentido común sino un imperativo humanitario, es un cambio asombroso dentro de su contexto. 
 
Los católicos sensatos han pasado por alto durante generaciones las doctrinas sobre la anticoncepción mantenidas por los hombres viejos y reaccionarios del Vaticano, pero ¡ay!, dado que es la tarea de todas las doctrinas religiosas el mantener a sus devotos en un estado de infancia intelectual (¿cómo, si no, lograr que cosas absurdas sigan pareciendo creíbles?), un número insuficiente de católicos han podido ser sensatos. Obsérvese Irlanda, hasta hace muy poco tiempo, como ejemplo de la miseria que el catolicismo inflige cuando es capaz.

“Infancia intelectual”: la expresión nos recuerda que las religiones sobreviven principalmente porque le lavan el cerebro a los jóvenes. 
 
Tres de cada cuatro escuelas anglicanas son escuelas primarias; todos los credos que compiten actualmente por el dinero de nuestros impuestos para hacer funcionar sus escuelas “basadas en la fe” saben que si no hacen proselitismo entre niños intelectualmente indefensos de tres o cuatro años, su dominio eventualmente se aflojará.
 
 Inculcar a niños pequeños las variadas falsedades (diferentes entre sí, nótese) de las grandes religiones es abuso infantil y un escándalo.
 
 Desafiemos a la religión a dejar en paz a los niños hasta que sean adultos, momento en el cual se les podrán presentar los elementos básicos de la religión para que los mediten con madurez. 
 
Por ejemplo: dígasele a un adulto de inteligencia promedio y hasta ese momento libre de lavado cerebral religioso que en alguna parte, invisible, hay un ser en cierta manera como nosotros, con deseos, intereses, propósitos, recuerdos y emociones de ira, amor, venganza y celos, pero sin ninguna de nuestras fallas como la mortalidad, la debilidad, la corporeidad, la visibilidad, la limitación del conocimiento; y dígasele que este dios mágicamente embaraza a una mujer mortal, que luego da a luz a un ser especial que realiza variados prodigios, antes de partir hacia el cielo. 
 
Elijamos qué versión de la historia contar: que un Rey del Cielo embarace —veamos— a Danae o Ío o Leda o a la Virgen María (etc. etc.), y que de allí resulte una progenie destinada al paraíso (Hércules, Cástor y Pólux, Jesús, etc. etc.), o cualquiera de las otras formas de esas mismas exactas historias en las mitologías de Babilonia, Egipto u otras… y luego preguntémosle cuál de ellas desea creer. 
 
Se puede garantizar que tal persona dirá: ninguna de ellas.

Así pues, para no ser un ateo “fundamentalista”, ¿cuál de las absurdeces sugeridas en el párrafo precedente debería un ateo pasar discretamente por alto? 
 
¿Sería un “ateo moderado” uno al que no le importe cuántos cientos de millones de personas han sido dañadas profundamente por la religión a lo largo de la historia? 
 
¿Debería ser uno que sonría con indulgencia ante la antipatía de los sunnitas hacia los chiítas, los cristianos por los judíos, los musulmanes por los hindúes, y todos ellos por cualquiera que no crea que el universo es controlado por poderes invisibles?
 
 ¿Es un ateo aceptable (para los creyentes) aquél que considera razonable que la gente crea que los dioses suspenden las leyes de la naturaleza ocasionalmente para responder a plegarias personales, o que para salvar el alma de alguien de cometer más pecados (especialmente el de herejía) es conveniente para sus intereses asesinarlo?

Tal como están las cosas, ningún ateo debería darse ese nombre. 
 
El término ya es un pase libre para los teístas, porque invita a un debate en su propio terreno. 
 
Un término más apropiado es “naturalista”, el cual denota a alguien que considera que el universo es un reino natural, gobernado por leyes naturales. 
 
Esto apropiadamente implica que no hay nada sobrenatural en el universo: ni hadas ni duendes, ni ángeles ni demonios, ni dioses o diosas.
 
 Bien podríamos llamar a estas personas “anhadistas” o “aduendistas” tanto como “ateos”; tendría el mismo significado o falta de él.
 
 (La mayor parte de la gente, sin embargo, olvida que la creencia en hadas era común hasta comienzos del siglo XX; la Iglesia luchó una larga y dura batalla contra esta superstición competidora, y ganó en gran medida gracias a —ya lo adivinó el lector— las escuelas y jardines de infantes fundados en la segunda mitad del siglo XIX.)

Según el mismo criterio, por lo tanto, la gente con creencias teístas deberían llamarse sobrenaturalistas, y se les puede dejar a ellos la tarea de intentar refutar los hallazgos de la física, la química y las ciencias biológicas en un esfuerzo para justificar su afirmación de que el universo fue creado y está a cargo de seres sobrenaturales. 
 
Los sobrenaturalistas adoran afirmar que algunas personas irreligiosas se vuelven a la oración cuando están en peligro mortal, pero los naturalistas pueden responder que los sobrenaturalistas típicamente depositan una gran fe en la ciencia cuando se encuentran (digamos) en un hospital o un avión, y con mucha mayor frecuencia. 
 
Pero por supuesto, como devotos de la idea de que todo es consistente con sus creencias —incluso las refutaciones aparentes de las mismas—, los sobrenaturalistas pueden afirmar que la ciencia misma es un don de dios y justificarse así por hacerlo. 
 
Entonces deberían, sin embargo, recordar a Popper: “Una teoría que lo explica todo no explica nada.”

Para terminar, vale la pena señalar una táctica retórica relacionada y característica de las personas con fe. Se trata de su intento de describir el naturalismo (ateísmo) como una “religión”.
 
 Pero por definición una religión es algo centrado en la creencia en la existencia de agentes o entidades sobrenaturales en el universo; y no meramente su existencia, sino su interés en los seres humanos de este planeta; y no meramente su interés sino su interés particularmente detallado en lo que los humanos vestimos, lo que comemos, cuándo lo comemos, lo que leemos o vemos, qué cosas tratamos como limpias o impuras, con quién tenemos sexo y cómo y cuándo; y así para una multitud de otras cosas, como la invisibilización de las mujeres bajo una vestimenta envolvente, o pegarse cajitas a la frente o repetir ciertas fórmulas de memoria cinco veces al día, etc. etc., sin fin a la vista, y con amenazas de castigo si uno hace cualquiera de esas cosas mal.

Pero el naturalismo (el ateísmo) por definición no supone tales creencias. 
 
Cualquier cosmovisión que no presuponga la existencia de algo sobrenatural es una filosofía, o una teoría, o como mucho una ideología.
 
 Si es cualquiera de las dos primeras, en su mejor expresión aceptará como ciertas las cosas en proporción a la evidencia que existe para aceptarlas, conocerá que cosas podrían refutarla y estará lista para revisarse a sí misma a la luz de nuevas evidencias. 
 
Ésta es la esencia de la ciencia. 
 
No es sorprendente que no se haya combatido ninguna guerra, ni instigado ningún pogrom, ni nadie haya sido quemado en la hoguera, a causa de teorías rivales en la biología o la astrofísica.

Y uno puede conceder que la palabra “fundamental” sí se aplica, a fin de cuentas: en la expresión “fundamentalmente sensato”.
 
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