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Hurriers, tramperos y otros niños, asalariados o esclavos, de la Revolución industrial

Fotografía de Lewis Hine. Esta niña era tan pequeña que el capataz le comentó a Hine que no trabajaba allí habitualmente. Era frecuente disculparse de ese modo, diciendo que había ido ese día para ayudar a un hermano o por cualquier otro motivo

La Revolución Industrial trajo una inmensa prosperidad al Imperio Británico, que llegó a gobernar el mercado global, dominando el comercio del algodón y de otras materias primas. 
 
Sin embargo, para lograr este éxito económico sin precedentes, muchos obreros, incluyendo niños de corta edad, pagaron un alto precio realizando trabajos extenuantes en unas deplorables condiciones laborales.

Los pequeños, en sus distintos oficios, corrían todo tipo de riesgos: algunos eran mutilados o decapitados por la maquinaria que usaban, otros fallecían en las minas como consecuencia de explosiones o siendo atropellados por las vagonetas, muchos llegaban a padecer cáncer de pulmón a una temprana edad, algunos se quedaban ciegos... 
 
Niños mineros. Fotografía de Lewis Hine.
Sin embargo, como veremos, el escaso salario que aportaban era necesario para que la familia pudiese sobrevivir y, con frecuencia, los padres los ponían a trabajar incluso con tres o cuatro años. Peor todavía lo tenían los niños abandonados y huérfanos de los hospicios, que podían ser vendidos a los dueños de las fábricas, donde trabajaban sin salario.

A partir de mediados del siglo XVIII, muchas familias, buscando mejores oportunidades, abandonaron las zonas rurales de Inglaterra y se trasladaron a ciudades industriales. 
 
Niños mineros. Fotografía de Lewis Hine
Allí vivieron hacinadas en casas insalubres de barrios obreros, donde se propagaron todo tipo de enfermedades como tuberculosis, cólera y fiebre tifoidea.

Las condiciones de trabajo, muy duras e insanas, no sólo las soportaron los adultos sino también numerosos niños trabajadores. Jane Humphries, profesora de Historia de la economía de Oxford, descubrió que el trabajo infantil era mucho más común y económicamente importante de lo que se creía. 
 

 


Sus investigaciones sugieren que, en el siglo XIX, Inglaterra tenía más de un millón de niños trabajadores, que representaban el 15% de la fuerza laboral total.

En Estados Unidos la situación no era mejor. A principios del siglo XX, Lewis Hine, sociólogo y fotógrafo, mostró a través de su trabajo la terrible situación en la que vivían estos niños trabajadores, intentando ayudar en los esfuerzos para poner fin al trabajo infantil.

Los obreros cobraban un salario escaso, que no les permitía tener una vida digna. 

 
La paga de los niños era aún inferior a la de un varón adulto, aunque su trabajo fuese muy similar al realizado por aquél (no había necesidad de fuerza física para operar con una máquina industrial).

Es difícil entender en la actualidad que unos padres obligaran a sus pequeños hijos a trabajar en actividades muy peligrosas y agotadoras, pero el grado de miseria de estas familias era tan grande que sólo de ese modo podían llegar a sobrevivir. 
 
Algunas familias se refugiaban en sótanos llenos de ratas y aguas residuales, con 30 personas hacinadas en una habitación individual. 
 
La mayoría de los niños estaban desnutridos y enfermos y su esperanza de vida, en la década de 1830, se redujo a sólo 29 años .

Esos pocos centavos adicionales que podía llevar a la casa el niño trabajador podrían servir para comprar un poco de pan o combustible para el fuego, evitando que su familia y él mismo muriesen de hambre o de frío. 
Fotografía de Lewis Hine. Una hilandera de una fábrica de algodón de Estados Unidos. Se le preguntó su edad y dijo que no la recordaba, pero añadió, confidencialmente, que sabía que no tenía edad para trabajar pero que, de todos modos, la habían contratado. Le pagaban 48 centavos de dólar al día, aunque a veces su jornada laboral era también nocturna. En la fábrica, de los cincuenta obreros que allí trabajaban, diez tenían su tamaño.
 
Por ese motivo, los niños se sentían felices de poder colaborar con su aportación.
 
La madre de Robert Wattchorn comentó emocionada que el primer día que su hijo fue a trabajar a la mina, regresó con unas pocas monedas, que contaba una y otra vez, con los ojos llenos de lágrimas.

Si los padres enviaban a sus hijos a trabajar con una gran pena y remordimientos, los hospicios, donde se hacinaban los niños huérfanos y abandonados, no tenían esos escrúpulos. 
 
Un niño que trabajaba era una boca menos que alimentar, por lo que, frecuentemente, se vendían como aprendices en las fábricas. 
 
A cambio de alojamiento y comida, trabajaban sin salario hasta la edad adulta. Si se escapaban, eran capturados, azotados y devueltos a su dueño, como si fuesen esclavos.
 
 Algunos eran encadenados para evitar su fuga.

El trabajo de estos niños mineros era especialmente peligroso: algunos murieron al caerse en el camino de los carros, otros a causa de explosiones de gas y muchos desarrollaron cáncer de pulmón y otras enfermedades, llegando a fallecer antes de cumplir 25 años.

Los hurriers, en las minas de carbón, a veces con sólo 3 o 4 años de edad, se arrastraban en la oscuridad por claustrofóbicos túneles, empujando con su cabeza pesados carros (corf) cargados del carbón que se había extraído. Inhalaban polvo, destrozaban sus rodillas por el rugoso suelo e, incluso, perdían frecuentemente el pelo por la zona de su cabeza que empleaban para empujar la vagoneta.

Los que aún no eran suficientemente fuertes como para tirar o empujar el corf, se dedicaban a abrir y cerrar trampillas para que después pudiera pasar la vagoneta. Recibían el nombre de tramperos. Una trampera, Sarah Gooder, de 8 años, le confesó a un inspector que sentía miedo en la mina:

"Tengo que trabajar sin luz y me da miedo... Voy a las cuatro y a veces las tres y media de la mañana, y salgo a las cinco y media de la tarde".

La mayoría estaban agotados por tener una jornada laboral tan larga. Cuando regresaban a sus casas, sólo querían dormir. Algunos tramperos, como dijimos, se quedaron dormidos en los túneles y murieron atropellados por los carros. 
 
A veces, estaban tan cansados, que se olvidaban de cerrar las compuertas, permitiendo que el gas se filtrase en el túnel y provocara una explosión. Así le sucedió a Joseph Arkley, de 10 años. 
 
La explosión que se produjo en la mina acabó con su vida y la de otras diez personas.

Tampoco era fácil la vida en las fábricas. Muchos niños perdieron piernas o manos, trituradas en la maquinaria e, incluso, algunos fueron decapitados. Los que quedaron mutilados perdieron además sus empleos. 
 
En una fábrica, cerca de Cork, en sólo cuatro años hubo seis muertos y 60 mutilaciones.

En las fábricas de algodón, los niños podían trabajar hasta 14 horas al día, seis días a la semana, respirando las fibras de algodón y utilizando una peligrosa maquinaria.

Los que trabajaban en fábricas de cerillas, desarrollaron frecuentemente fosfonecrosis, como consecuencia de inhalar los vapores de fósforo. 
 
Se trataba de una enfermedad muy dolorosa, que causaba graves daños cerebrales y desfiguraba al paciente. 
 
El tejido óseo de la mandíbula iba pudriéndose y el paciente sólo podía salvar su vida si se le extraían los huesos afectados.

También era peligroso el trabajo en las fábricas de vidrio. 
 
Con frecuencia, los empleados sufrieron importantes quemaduras o, incluso, se quedaron ciegos.

¿Cómo el resto de la sociedad permanecía impasible ante esta explotación infantil? Para la gente adinerada, los pobres eran invisibles, una subespecie humana que no tenía los mismos sentimientos que ella y cuyas desgracias no eran importantes. 
 
Cuando se cruzaban por la calle con uno de estos niños, sucio, desnutrido y harapiento, sólo conseguían sentir rechazo y repugnancia.

Sin embargo, poco a poco, la sociedad comenzó a concienciarse de los abusos de que eran objeto estos pequeños y la protesta pública permitió que los políticos tratasen de limitar el trabajo infantil a través de la ley. 
 
A pesar de la resistencia de muchos empresarios, en 1833 se aprobó en Inglaterra una ley que prohibía a los niños de 9 años el trabajo en las fábricas de tejidos; los menores de 13 años no trabajarían más de 12 horas; y, además, se prohibía el trabajo nocturno. 
 
Niñas mineras de Estados Unidos. Fotografía de Lewis Hine, tomada entre 1906 y 1908, para la revista The Survey 

 Posteriormente, se promulgó en 1844 una nueva ley que estableció una serie de medidas protectoras para el uso de la maquinaria peligrosa y prohibió que las mujeres y los niños tuviesen jornadas de más de 12 horas. 
 
Más tarde, el 8 de junio de 1847, el Parlamento británico aprobó una nueva norma que establecía, para mujeres y niños, una jornada laboral máxima de 10 horas. 
 
Sin embargo, muchos dueños de las fábricas, aprovechándose de la escasez de inspectores, frecuentemente no cumplieron los términos de las leyes. 
 
Por desgracia, algo similar pasó también en otros países. 
 
http://www.ovejaselectricas.es/2012/07/hurriers-tramperos-y-otros-ninos.html#more

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