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Homosexualidad y acoso en los seminarios católicos


Después de seis años de estudio, a Juan Murrieta Pérez lo echaron del seminario con el siguiente argumento: “Eres un prostituto, ¿cómo es que le andas dando las nalgas a todos?”.

Juan estaba en la oficina de Juan Palacios, entonces rector del Seminario Diocesano de la Inmaculada Concepción, perteneciente a Celaya, Guanajuato, cuando escuchó que dos de sus compañeros lo acusaban de acoso sexual. 
 
“Por el bien de la iglesia hemos decidido que salgas de la institución”, le ordenó su superior.
- ¿Cometiste prácticas homosexuales en el seminario?
- No.
- ¿Y por qué te acusaron?
- Me pusieron un cuatro.

Por ser originario de Veracruz, al seminarista lo hostigaron constantemente para salir del instituto de formación de Celaya. Fue testigo cómo a cuatro de sus paisanos también los orillaron a salirse, sólo por ser “fuereños”.
 
 Lo hicieron con una práctica muy común dentro de los seminarios católicos: acusarlo de ser homosexual.

Los seminarios católicos guardan una similitud con el Ejército: son instituciones verticales, basadas en la ciega obediencia y en la absoluta secrecía. 
 
Al interior se asciende más por servilismo que por méritos. Los mantienen casi aislados del resto de la sociedad, incluidas sus familias. Los pueden echar aun cuando acumulen años de estudio.
 
 Pero esta es sólo una arista, las prácticas sexuales conforman una delicada trama de tabús.

La iglesia católica, de entrada, impide a las mujeres fungir como sacerdotisas. Los líderes religiosos hombres están impedidos de casarse, tener hijos y, desde luego, ejercer prácticas homosexuales.
 
 No obstante, en el interior de los centros de formación, abarrotados de hombres y sin las presencia de una sola mujer, las rutinas no obedecen a esas estrictas reglas.

- ¿Qué porcentaje de los integrantes de los seminarios cometen prácticas homosexuales? –le pregunto a Juan Murrieta.
- Yo diría que dos de cada diez.

- ¿Los superiores también forman parte? - Yo recuerdo cómo llegaba el rector a la sacristía y nalgueaba a los seminaristas.

Platiqué también con un exseminarista que estudió con la orden de los Carmelitas. Me pidió publicar su testimonio, pero resguardando su nombre:

“Un seminario muchas veces es para huir de la realidad. Muchos se meten porque no tienen para pagarse una universidad, para vivir bien, es una salida fácil, otros son los clásicos que no han salido del clóset”.

Me confirma que al interior de los seminarios es cosa de todos los días las prácticas sexuales entre hombres, pero, al mismo tiempo, es muy común que los superiores acusen a algún miembro de ser homosexual: es el pretexto perfecto para deshacerse de él.

También me revela que él sufrió acoso sexual por parte del rector del seminario donde estudiaba, algo que tampoco es aislado dentro de los centros de estudio para los aspirantes a sacerdotes.

La formación de un sacerdote católico dura hasta catorce años y pueden ser expulsados en cualquier momento, sobre todo si contravienen a sus superiores. Con una carta letal, los fichan y les impiden ingresar a otro seminario. Sus estudios no son reconocidos por alguna otra universidad.

La iglesia, además, en la práctica, no es fiscalizada por nadie. Para hacer carrera, obtener puestos de poder y mejores capillas, no hay más que aliarse, permanecer callado y cómplice de todo lo que se ve.

Salvo los escándalos sexuales relacionados con los Legionarios de Cristo, poco se sabe de lo que pasa en los seminarios. La mayoría de los abusos se comentan en corto y se quedan en casa. Sin embargo, en los últimos años han brotado historias tenebrosas de lo que ocurre ahí dentro.

El nueve de julio pasado, 77 mujeres que estudiaron en una escuela de Legionarios en Rhode Island, Estados Unidos, denunciaron a The Associated Press que sufrieron maltrato sicológico, y castigos traumáticos como parte rutinaria de su educación. 
 
En mayo pasado se supo que además de los abusos sexuales contra seminaristas cometidos por Marcial Maciel, fundador de dicha orden, siete sacerdotes más están siendo investigados por la Doctrina de la Fe del Vaticano por delitos sexuales.

El año pasado, en Chile, el seminarista Sebastián del Río Castro destapó la cloaca de los institutos de formación de ese país, al revelar que el exrector del seminario de San Rafael, Mauro Ojeda, practicaba comúnmente acoso sexual contra los jóvenes, amenazando con la expulsión a quien hablara al respecto.

La iglesia católica conduce todos estos asuntos en silencio, cometiendo el delito de omisión al no denunciar estos crímenes ante las autoridades civiles. 
 
Todo se queda en el interior del “Reino de Dios”.
 
 Así manejaron todas las denuncias por pederastia que brotaron alrededor del mundo desde mediados de la década de los noventa. 
 
En México la Red de Sobrevivientes de Abuso Sexual por Sacerdotes calcula que al menos 65 curas fueron encubiertos por pederastia y la mayoría aún está en activo.

Sólo que estos asuntos no son sólo exclusivos de la vida interior de la iglesia católica. Se trata de vidas humanas que son truncadas en sus estudios, esperanzas y anhelos. De niños que crecen con cicatrices imborrables y de una cultura de corrupción permanente, nada diferente a lo que ocurre en el interior de los gabinetes de los políticos mexicanos. 
 
Lo único diferente es que la sociedad casi nada sabe de lo que se esconde debajo de cada sotana, mientras que la iglesia, con la complicidad del gobierno, guarda estos delitos en impune secreto.

Contacto: www.juanpabloproal.com
Twitter: @juanpabloproal



Fuente: http://www.proceso.com.mx/?p=314555

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