Pablo Gonzalez

Británicos sin derechos ni cariño: La historia de los pequeños emigrantes

Una noche de invierno de hace casi veinte años, regresando de asistir a una conferencia de solidaridad en Calgary -a tres horas en vehículo de la ciudad donde entonces vivía en la provincia de Alberta, Canadá- aprendí algo de la historia de este país gracias a lo que compartió conmigo uno de mis pasajeros. 
Éramos cuatro los que volvíamos del evento aquel, una pareja de amigos que dejé primero porque vivían en un apartamento cerca del centro de la ciudad y John, un canadiense alto y solo de cerca de sesenta años, que representaba más edad quizás por su aspecto poco cuidado y por los rastros que en él ha dejado una vida difícil y el alcohol.

John ha sido siempre alguien de conversación variada e inteligente, un hombre educado que hacia buen uso de su educación al expresarse. 
Llegados a donde vivía, nos detuvimos y, recuerdo, le pregunté si esa era su casa. 
Me contestó que no, que ese era sólo un cuarto de arriendo, que en Canadá nunca había tenido mucho más que eso desde que llegó sólo y de niño a este país a la edad de diez años. 
Me sorprendió aquello y luego supe más, John había sido casado y luego viudo, tenía dos hijos y había vivido siempre con un grado de disfuncionalidad.
 Quizás, pienso, esa disfuncionalidad que John traía consigo, parte de su historia de crecer abandonado y generalmente maltratado por los adultos a su alrededor, pero principalmente preguntándose la razón por la que sus padres lo habían abandonado. 
La historia de John es típica entre los niños que como él llegaron a este país desde el Reino Unido -niños solos los llamados “pequeños inmigrantes”-. John no habla demasiado de su historia, quizás porque es muy desgarradora o porque aún él mismo tiene muchas preguntas sin respuesta, heridas abiertas incluso en John a los sesenta años y más.

La historia de John no es única, es la historia de 100 mil niños y niñas que desde 1869 hasta 1967 arribaron a Canadá a través de un programa vergonzante del Imperio Británico, el programa de los niños inmigrantes se llama en inglés “Home Children,” o los niños de casa. 
Todos niños pobres, quitados a sus padres o abandonados por estos por no poderlos alimentar, eran también, gracias al programa macabro abandonados por su país, entonces una potencia importante el Imperio Británico.
 Se trató de una verdadera deportación masiva de los ciudadanos más vulnerables del Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte. 
Fue además un programa único, quizás, en la historia, programa por el que un país fuerza a emigrar a sus niños pobres a lugares lejanos, generalmente sin el consentimiento ni el conocimiento de sus padres, y sin supervisar siquiera lo que sucedía con ellos en los países de llegada. 
Esta “migración forzada,” sin embargo, había comenzado en 1618 con el envío de 100 niños desde Londres a Richmond, Virginia -entonces colonia británica y hoy un estado de los Estados Unidos-. 
Es con este precedente histórico que comienza la larga y triste historia de casi cuatrocientos años de tráfico de niños, que afecta a cerca de 140.000 niños y niñas británicos de entre tres y catorce años de edad.
 En verdad no hay una cifra exacta pero si aproximaciones cercanas. Características comunes a la mayoría de estos niños son la pobreza y haber vivido en un orfanato. 
Los envíos regulares de niños a través de un programa institucionalizado comienzan a partir de 1869 y los envíos fueron principalmente a Canadá, Nueva Zelandia, Australia, Zimbabwe (lo que fuera entonces Rhodesia) y Africa del Sur.

La iniciadora del programa fue Annie Macpherson, una mujer joven, cristiana evangélica, que en 1865 comenzó un proyecto al lado este de la ciudad de Londres en Inglaterra. 
Annie no estaba sola, la acompañaban otras mujeres que con ella institucionalizaron la idea de recoger niños y niñas de las calles y de hogares colapsados por la pobreza generalizada de la población (consecuencia del efecto que la revolución industrial tuvo en la mayoría de los habitantes del país al ser una especie de esclavitud informal). 
La población que vivía tiempos desesperantes de miseria, enfermedades y crimen (se llegó incluso al extremo de que la mayoría de los habitantes pobres no alcanzaba a vivir más allá de sus veinte años de edad) no tenía como para alimentar a sus hijos.
 El proyecto de Annie consistía en crear un hogar (Home of Industry) para niños y niñas donde se les alimentara y albergara y a cambio se les obligaba a trabajar.
 Pronto Annie llegó a la conclusión de que la verdadera solución para estos niños y niñas era abandonar el país y moverse a otros países que les brindaran supuestamente oportunidades que este no les brindaba. 
Esta práctica era una práctica conocida en el Reino Unido, y aunque había sido criticada incluso entonces, los críticos eran pocos, una minoría. 
El programa de Annie Macpherson, que comenzó siendo casas de trabajo para niños, evolucionó hasta transformarse en un programa que desterraba niños y niñas pobres a otros lugares del mundo y los abandonaba prácticamente en el país de llegada. 
Los menores de edad, indefensos inocentes , eran sometidos, por venir de hogares sin medios, a los peores efectos de ciertos principios occidentales cristianos despóticos que demostraron, una vez más, la capacidad de deshumanización a la que llega, o puede llegar, la ideología absolutista de castigo y opresión que se esconde detrás de supuestos principios cristianos de “beneficencia”.

Para fines de 1870 el programa de Annie Macpherson funcionaba a todo vapor; ya se habían embarcado miles de pequeños emigrantes para Canadá. Annie y Louisa Macpherson, hermanas, habían creado también en Canadá instituciones con las que hacer el intercambio. 
Muchos de estos pequeños, obligados viajeros, cruzaban el Atlántico aterrorizados de miedo, algunos no alcanzaban los cuatro años de edad, y comenzaban a ser visibles en los puertos de llegada. 
Era evidente que los menores no tenían la fortaleza necesaria para enfrentar ni la terrible travesía ni el destino de trabajo pesado, de soledad, en esos lugares desconocidos para ellos que les esperaban, ni el abuso.
 La regulación de los embarques se hizo cotidiana con el tiempo; incluía el costo del viaje en barco, que fue por muchos años de 15 libras esterlinas por cada menor.
 Los menores recibían un cepillo, una peineta, algo de ropa, y los mayorcitos una biblia y una copia de “The Pilgrim’s Progress” un texto clásico inglés de marcada inspiración cristiana del siglo 17. 
En Inglaterra el puerto de embarque era Liverpool y en Canadá los puertos de llegada eran Halifax y Montreal; por ese corredor marítimo pasaron más de 100.000 niños y niñas británicos deportados por su país durante un periodo de casi 100 años. 
Más de 50 organizaciones de caridad y cuidado de menores estuvieron involucradas en el programa que hoy recordamos como “British Home Children”.

Una vez en suelo canadiense los hermanos eran sistemáticamente separados, los niños eran enviados a trabajar con granjeros generalmente pobres y las niñas eran enviadas a casas de familia donde cumplían duras tareas de servicio doméstico. 
Estaban obligados a trabajar hasta la edad de 18 años. Muchos se escapaban, el número exacto no se sabe. 
Los escapados huían generalmente a los Estados Unidos donde el programa no existía.
 La mayoría de hermanos y hermanas nunca más se volvían a ver, en parte porque eran separados planeadamente por grandes distancias y por otro porque los patrones adoptivos y las instituciones involucradas les negaban sistemáticamente la información sobre su familia cuando la buscaban. 
La meta era que los hermanos no se vieran más aunque esto era justamente lo que los hermanos más deseaban, reencontrarse y la mayoría pasó toda su vida en este afán, buscándose y tratando de identificar a padres y familiares, meta que la gran mayoría nunca logró.


Las instituciones británicas y canadienses de caridad y ciudados de niños involucradas en este proyecto lo materializaron con la aprobación, casi total, de los gobiernos de los países involucrados, el Reino Unido, Canadá, Australia, Nueva Zelandia y las colonias africanas.
 En general, ambas partes, la que enviaba niños y la que los recibía justificaban su acción como una acción “social” y profesaban que trabajaban para asegurarles una mejor vida a estos niños y niñas. 
Reportaban sobre el número de niños y niñas involucrados en el programa pero no daban mayores detalles al respecto, no hubo preocupación alguna por enterarse sobre el tipo de vida que estos niños y niñas tenían en los lugares de llegada, no hubo seguimiento ni investigación. 
Tratados como ganado, o como esclavos, simplemente se contaba el número que participaba en el programa.


La vida de los pequeños inmigrantes era, para la mayoría de ellos, un infierno -soledad, exceso de trabajo, abusos físicos, emocionales y sexuales, eran la regla-. 
Las instituciones que los colocaron en esta situación de extrema vulnerabilidad, sin embargo, no se preocuparon de averiguar nada de esto y menos de denunciarlo, por el contrario hubieron marcados esfuerzos por ocultar toda crítica. 
Las instituciones funcionaron en la práctica como si se tratara realmente de un verdadero tráfico de niños y niñas, explotados económicamente en Canadá y en otros países de la Commonwealth. 
Prueba de que los fines de este siniestro proyecto no eran “caritativos” es la realidad que hoy sabemos de que el proceso fue, en miles de casos, totalmente ilegal. 
Mientras que a los niños se les decía que los padres habían muerto o que no los querían ver, a los padres se les mentía respecto de donde iban sus hijos y la mayoría no tenía idea de que habían sido sacados del país y enviados a Canadá, Nueva Zelandia, Australia en fin. 
Las instituciones y sus responsables, además, se beneficiaron ganando prestigio y recibiendo prebendas económicas, sobre las espaldas de miles pequeños emigrantes. 
Se violó directamente la ley de Pobres de Inglaterra (England’s Poor Laws) que otorgaban un beneficio de 12 libras esterlinas por menor para asegurar que los menores abandonados o indigentes tuvieran acceso a las mínimas condiciones de vida.


Encontramos hoy testimonios de las crudas experiencias que los pequeños inmigrantes vivieron, son relatos muy conmovedores que entristecen y que nos llegan generalmente gracias a algunos sobrevivientes y de sus descendientes. 
Algunos niños y niñas tuvieron suerte, vivieron en hogares mejor tratados donde se los respetaba y eran tratados como niños. 
Pero muchos fueron víctimas en esta historia y como John se han sentido avergonzados de haber sido abandonados por sus familias y se preguntan cómo puede ser que sus padres los hubiesen entregado a un programa así. 
Muchos han sufrido pensando que sus padres no los han querido, lo que para un niño es trágico. 
Los testimonios en biografías, documentos, entrevistas, artículos y documentales hablan de esto.
 Esta documentación, sin embargo, no es abundante en las bibliotecas públicas de Canadá, sucede en este caso algo similar a lo que sucede con las historias de opresiones y crímenes en contra de organizaciones laborales y políticas de izquierda, se han hecho “invisibles”. 
Llama la atención, leyendo o escuchando estos testimonios que se culpa generalmente a los abusadores directos pero que se mencione poco la complicidad de la sociedad británica y canadiense y la responsabilidad de los gobiernos que permitieron tan macabro proyecto. 
Se estima que el 12 por ciento de la población canadiense desciende de aquellos niños británicos, y quizás un porcentaje similar o hasta mayor desciende de los otros niños y niñas canadienses que trabajaron obligatoriamente de sirvientes en el pasado.

Fue Margaret Humphreys, una trabajadora social inglesa, quien en 1987 y después de una extensa investigación denunció el caso de los niños deportados del Reino Unido, poniendo su caso en el tapete. 
Pasaron los años y un grupo de estos niños ya adultos en Australia se organizaron y exigieron disculpas. 
Por fin obtuvieron respuesta el 16 de Noviembre del 2009, cuando el Primer Ministro de Australia, Kevin Rudd, se disculpó en el nombre de su nación. 
Y el 23 de Febrero del año 2010 cuando el Primer Ministro del Reino Unido, Gordon Brown, hizo lo mismo en nombre de su gobierno. 
Canadá sin embargo no se ha disculpado y cuando fue preguntado sobre esto el Ministro de Inmigración, Jason Kenny, dijo que Canadá no necesitaba disculparse porque el público, en general era, apático sobre el tema. 
En cambio proclamó el 2010 como el año del “British Home Child”y se emitieron estampillas de correo parte de la conmemoración, sólo en la provincia de Ontario fue más relevante el recordatorio.

En Canadá, como en muchos paises del mundo, la explotación infantil fue común entre 1850 y 1930 y en el caso de las niñas, el trabajo de ellas no era radicalmente diferente al del trabajo de las niñas inmigrantes que llegaban a través del programa de Macpherson desde el Reino Unido. 
Para 1911 habían poco más de 7 millones de hogares en Canadá y aproximadamente 100.000 sirvientas que trabajaban 16 horas diarias, las niñas no tenían dias libres, las mayores si, trabajaban a cambio de una cama, comida y unos centavos (dineros nominales que casi nunca recibían). 
Los dueños de esos hogares usaban comúnmente la ridícula y arrogante excusa de que era un privilegio y una oportunidad trabajar para una persona superior como ellos.

Hay otras historias en Canadá que también avergüenzan, como por ejemplo la de los niños y niñas aborígenes que desde las últimas décadas del siglo 19 hasta finales de los 70 del siglo 20, fueron parte de las escuelas residenciales que el gobierno canadiense les impuso para reeducarlos, imponerles el inglés, la fe cristiana y el manejo de trabajar la tierra.
 También estos menores, cuyos antepasados poblaron estas tierras por miles de años, fueron separados forzosamente de sus familias y obligados a estar internos en las escuelas residenciales manejadas principalmente por la iglesia Católica, pero también por la Anglicana, Presbiteriana, Metodista y otras. 
Muchos de los 150.000 menores aborígenes (o miembros de las Naciones Originarias) sufrieron abusos sicológicos, físicos y sexuales a manos del personal de esos internados.
 Unos años atrás el gobierno Federal canadiense creó una Comisión de Verdad y Reconciliación, y el 2006 indemnizó con 2 mil millones de dólares a los sobrevivientes y sus familiares. 
Hay además demandas más recientes de la comunidad afro-canadiense en la provincia de Nova Scotia, de niños y niñas que también sufrieron similares abusos en el orfanato “Nova Scotia Home for Colored Children,” una institución creada en 1921. 
No podemos olvidar tampoco a los niños canadienses de padres o abuelos japoneses que sufrieron con sus familias al ser internados en Campos de Concentración (llamados en inglés Japanese Interment Camps) luego de haberles sido confiscados todos sus bienes, bienes que nunca recuperaron por no serles devueltos por el Gobierno de este país que se los apropió simplemente porque pertenecían a personas consideradas bajo sospecha de ser enemigos (durante la Segunda Guerra Mundial) pero que no consideró que el 80 por ciento de estos veintidós mil “prisioneros de guerra” había nacido en Canadá.

Las historias de opresión, explotación y abuso a niños es familiar a occidente. 
Yo mismo que nací y me crié en un lluvioso pueblo del Sur de América fui testigo de cómo muchos niños pobres eran abandonados, entregados a otras familias, obligados a trabajar y abusados. 
Y quien puede ignorar lo que sucedió con miles y miles de niños judios, gitanos y de otros grupos étnicos que fueron asesinados y quemados por los odiosos nazis.
 O quien puede ignorar la historia de los bebés robados a sus madres vivas, y luego asesinadas, en tiempos de la dictadura militar Argentina.
 O el robo de niños durante el reinado de Franco en España que informó a 300.000 madres que sus hijos habían muerto al nacer y luego los vendió. 
Todos los días, si prestamos atención, además nos enteramos de nuevos abusos similares, de cómo niños son asesinados durante los bombardeos indiscriminados que occidente efectúa a través de su brazo armado, la OTAN. 
Antes los crímenes fueron en Corea del Norte, Laos, Cambodia y Vietnam, luego le tocó a Irak y Libia, hoy suceden en Pakistán, Afganistán, Somalía, Gaza.
 Quizás donde se asesinarán niños mañana. Se violenta sin piedad a niños en las calles de Tegucigalpa (Honduras) y en los campos del sur de Chile se violentan niños Mapuche.

Todo esto continúa sucediendo aunque en las Naciones Unidas se firmaron los derechos del niño, no por eso dejan de existir los países que no cumplen y violan continuamente estos derechos. 
Pero en Cuba, que estuvo entre los primeros países en ratificar la Convención de los Derechos del Niño el 21 de Agosto de 1991, y de hacer su reporte inicial al Comité de esta Convención en Mayo de 1997, y que ha reportado y monitoreado las metas de los acuerdos de las Naciones Unidas y las ha cumplido todas, es un país asediado por los principales países de occidente –ellos que no cumplen con la Convención pero que son los primeros de hablar de derechos humanos y culpar a Cuba de infringirlos.

Lo irónico es que mientras todos estos abusos y crímenes a menores se materializaban, justamente el Reino Unido, Canadá y todos los países poderosos de Occidente pregonaban la civilización y la moral cristiana, o hablaban en nombre del “mundo libre” y, desde la Segunda Guerra Mundial con el liderazgo de los EEUU, se pregona sobre todo acerca de la democracia –aunque evidentemente estos países occidentales no la han practicado demasiado. 
Occidente se autoproclama desarrollado o avanzado pero ha continuado produciendo calamidades y crímenes y reproduciendo opresión, y entre los más oprimidos están millones de niños que viven en el resto del mundo y crecientemente viven en occidente mismo también. 
Entonces, las disculpas de hoy por los abusos de antaño no impide el avance del desarme de los beneficios sociales que permitieron una sociedad menos injusta y opresora en esos mismos países. 
En todas partes los mismos que por un lado hablan de derechos por otro en la práctica los diezman; estamos siendo testigos de una vuelta al pasado opresivo y si no nos aseguramos de salir a las calles a defender los beneficios que aún existen y de avanzar creando nuevos seremos testigos de nuevos abusos y violaciones.

Bibliografía y Fuentes:

- “Up and Downs, The life story of Nellie Winifred Platt.” Autor Michael Anthony Staples.
- “The Little Immigrants.” Autor Kenneth Bagnell.
- “Childhood Lost: The Story of Canada’s Home Children.” Documental, Directora Donna Davis. Telefilm, Canada.
- “Home Children” Biblioteca y Archivos de Canada (1869-1930). Gobierno de Canada.
- “The Guardian” edición del 16 de noviembre del 2009.
- “BBC News” edición del 24 de enero del 2010.- “Globe and Mail,” texto por Neil Reynolds, edición del 30 de agosto del 2010.

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