Tenía 22 años y era cabo en los marines de Preston,
Iowa, una “ciudad” incorporada en 1890 y que cuenta actualmente con una
población de 949 seres.
Murió en un hospital en Alemania a causa de
“las heridas provocadas por un artefacto explosivo improvisado cuando
patrullaba por la provincia de Helmand [Afganistán].
El director del
instituto donde había estudiado dijo de él: “Era un buen muchacho”. Le sobreviven sus padres.
Tenía 20 años y era soldado raso en la 10ª División de Montaña de Boyne City, con una población de 3.735 almas, que se autodescribe como “la ciudad con mayor crecimiento del norte de Michigan”. Murió de “las heridas sufridas cuando los insurgentes atacaron su unidad con armas cortas”.
Le sobreviven sus padres.
Esos
fueron los dos últimos muertos de entre los diez estadounidenses que el
Pentágono anunció que habían fallecido en Afganistán e Iraq en la
semana de la fiesta de Acción de Gracias.
Los otros ocho procedían de Apache Junction, Arizona; Fayetteville, Norte de Carolina; Greensboro, Carolina del Norte; Navarre, Florida; Witchita, Kansas; San José, California; Moline, Illinois; y Danville,
California.
Seis de ellos murieron a causa de artefactos explosivos
improvisados (bombas colocadas en la carretera), al parecer sin ver
siquiera a los enemigos afganos que les mataron.
Uno murió a causa de
“fuego indirecto” y varios “mientras realizaban operaciones de combate”.
En esas situaciones, en los comunicados del Departamento de Defensa se mantiene la máxima reserva posible, al igual que en los del ejército, por ejemplo, cuando esa misma semana publicó la noticia de 17 “potenciales suicidios” entre los soldados en servicio activo durante el mes de octubre.
Estos
días, los nombres de los muertos van asomándose a las páginas
interiores de los periódicos como con cuentagotas o bien se hacen
sencillamente humo en medio de una guerra a la que se opone ya el 63% de los estadounidenses, según la última encuesta de opinión llevada a cabo por CNN/ORC,
aunque en este país apenas nadie parece acordarse de ella.
Es una
realidad facilitada por el hecho de que los muertos del ejército de
voluntarios de EEUU suelen proceder de lugares poco memorables: pueblos
pequeños, suburbios oscuros, ciudades de tercer o cuarto rango y un
ejército con el que cada vez menos estadounidenses sienten ya tener algún vínculo.
Además
de todas las persones que les quieren, ¿quién presta atención a los
muertos de las tropas estadounidenses en tierras lejanas?
Después de
todo, esos muertos van quedando en gran medida empequeñecidos por los
recuentos de las víctimas locales, como los 16 estadounidenses que murieron por accidente en las autopistas de Ohio a lo largo del fin de semana de Acción de Gracias en 2010, o los 32.788 estadounidenses que murieron víctimas de la carretera ese mismo año.
Así pues, ¿quién iba a prestar esa misma semana ni la más ligera atención al destino de Mohammad Rahim,
de 50 años, campesino de la provincia de Kandahar, en el sur de
Afganistán?
Cuatro de sus hijos –dos niños y dos niñas, todos ellos
comprendidos entre los 4 y los 12 años de edad- murieron asesinados en
un ataque aéreo de la “OTAN” (sin lugar a dudas estadounidense) mientras
trabajaban en sus campos. Además, hay “muy mal herida” otra niña de
ocho años.
Que el mismo Rahim resultara también asesinado es algo que no
nos queda muy claro en la escasa información con que contamos sobre el
“incidente”.
En total murieron
siete civiles y posiblemente dos insurgentes que huían. Sin embargo,
hay una cita del tío de Rahim, Abdul Samad, en la que afirma:
“No había
talibanes por el campo; es una acusación sin base alguna decir que había
talibanes plantando minas. Estuve allí todo el tiempo y no encontré ni
la menor prueba de bombas ni de ningún tipo de armas.
Los
estadounidenses han cometido un crimen muy grave contra unos niños
inocentes, no les perdonaremos nunca”.
En este tipo de casos, la OTAN suele “abrir una investigación” sobre lo sucedido. Pero raramente llegamos a saber algo del resultado de las mismas.
En otra acción parecida, en la semana de Acción de Gracias, entre 24 y 28
soldados pakistaníes, incluidos dos oficiales, murieron asesinados en
una serie de ataques perpetrados por un helicóptero y un avión de
combate de la OTAN contra dos puestos de avanzada al otro lado de la
frontera afgana, en Pakistán.
Uno de los puestos, según fuentes pakistaníes,
fue además atacado en dos ocasiones.
Y hubo también bastantes más
soldados heridos. Las indignadas autoridades pakistaníes denunciaron
rápidamente el ataque, cerrando sus cruces de frontera a los vehículos
estadounidenses que trasladan los suministros para la guerra en
Afganistán, exigiendo
a EEUU que abandonara una importante base aérea utilizada por los
aviones no tripulados de la CIA para su guerra sobre las áreas tribales
pakistaníes.
La respuesta de las autoridades estadounidenses, militares y
civiles, fue ofrecer sus condolencias y alegar “autodefensa”,
mientras prometían lo de siempre, llevar a cabo una investigación a
fondo de las circunstancias que rodearon el “incidente de fuego amigo”.
Entre
estos recuentos de muertos, relativamente modestos, no olviden la
espeluznante cifra que salió a la luz esa misma semana de Acción de
Gracias: se estima
que en Iraq, 900.000 mujeres han perdido a sus maridos desde la
invasión de EEUU en marzo de 2003.
No debe por tanto sorprender la
situación desesperada de la mayoría de esas viudas que, según se informa, no cuentan prácticamente con ayuda alguna
ni por parte del gobierno iraquí ni por parte del gobierno
estadounidense.
Aunque sus 900.000 maridos murieron por causas diversas:
a lo largo de la guerra, durante los enfrentamientos sectarios y al
margen de las acciones bélicas, la cifra ofrece un crudo indicador de
los niveles de carnicería que la invasión de EEUU desató sobre ese país
durante los últimos ocho años y medio.
Destrucción creativa en el Gran Oriente Medio
Piensen
que todo lo anterior es tan solo una evaluación parcial de una semana
de guerra al estilo estadounidense. Mientras están en ello, recuerden
las grandes proclamas
de Washington de tan solo hace una década acerca de lo que el ejército
de EEUU se aprestaba a alcanzar a través de la “ligera” operación
“conmoción y temor”, en la forma en que sin ayuda de nadie iban a
aplastar a sus enemigos, a reorganizar el Oriente Medio, a crear un
nuevo orden en la Tierra, a decidir el flujo del petróleo, a privatizar y
reconstruir naciones enteras y a marcar el comienzo de una paz global,
especialmente en el Gran Oriente Medio, todo ello en términos
satisfactorios para la única superpotencia del planeta.
Que todas esas “esperanzas” demenciales fueran entonces la moneda de cambio en Washington da la medida de la forma de pensamiento delirante
pasado por la variedad estratégica, y es un recordatorio de cómo,
durante un tiempo, expertos de todo tipo y condición abordaron todas
esas esperanzas como si representaran la realidad misma.
Y, sin embargo,
no hubiera debido sorprender que una “política exterior” ante todo
bélica y una fuerza militar con asombrosos poderes tecnológicos a su
disposición demostraran que eran incapaces de construir nada. Nadie
deberían haberse sorprendido de que tal fuerza solo sirviera para
aquello para lo que se había construido: muerte y destrucción.
Podría
ser el caso que la versión de “destrucción creativa” del ejército
estadounidense lanzada directamente sobre el corazón petrolífero del
planeta preparara el camino,
inadvertidamente, para el advenimiento de la Primavera Árabe, en parte
al unificar la situación de miseria por la región y la aversión visceral
hacia EEUU.
Mientras tanto, los “errores”, los “incidentes”, los “daños colaterales”, las masacres en los festejos de boda
y los funerales bombardeados, los “percances” y los “errores en las
comunicaciones” siguieron amontonándose, al igual que los muertos
afganos, iraquíes, pakistaníes y estadounidenses, en tantos lugares de
los que nunca habríamos oído hablar de no haber nacido allí.
Nada
de esto debería haber sorprendido a nadie. Quizá al menos,
marginalmente, fuera más sorprendente la incapacidad del ejército de
EEUU para ganar absolutamente nada,
en ningún caso, en el despliegue de su destructivo poder.
Desde la
invasión de Afganistán en octubre de 2001, se han sucedido infinidad de
proclamas de “éxito”, de “misión cumplida”, de esquinas dobladas y de
puntos de inflexión alcanzados, de “progresos” hechos, pero realmente
muy poco, tan poco, que mostrar.
En medio de la destrucción,
desestabilización y desastre, todas esas grandes esperanzas fueron
calladamente esfumándose. Ahora, por supuesto, “la conmoción y el pavor”
es cosa del pasado.
Aquellos triunfantes “incrementos” son historia. La
contrainsurgencia, o COIN –por un tiempo la cosa más ardiente
alrededor- ha desaparecido en el basurero de la historia, del que
rescataron no hace tantos años al general David Petraeus (ahora director
de la CIA).
Después de una década en Afganistán, durante la cual
el ejército de EEUU ha combatido a una minoritaria insurgencia, quizá
tan impopular como cualquier movimiento “popular” pudiera ser, a nivel
casi universal se considera que es “imposible que esa guerra pueda
ganarse” o que se ha llegado a un “punto muerto”.
Desde luego, en el mejor de los casos, qué es lo que significa punto
muerto cuando el ejército más poderoso del planeta se enfrenta a un
puñado de guerrilleros aislados en zonas agrestes, algunos de ellos
provistos de un armamento que merecería estar en los museos, es una
pregunta que queda abierta.
Mientras tanto, tras casi nueve años de guerra y ocupación, el ejército estadounidense está cerrando en Iraq las megabases
que necesitaron de miles de millones de dólares y retirando sus tropas.
Aunque deja atrás una embajada-monstruo del Departamento de Estado
guardada por un ejército mercenario de 5.000 hombres, un presupuesto militarizado de 6.500 millones de dólares para 2012 y más de 700 instructores,
en su mayoría también mercenarios, Iraq es visiblemente una pérdida
para EEUU.
En Pakistán, la guerra estadounidense con aviones
teledirigidos, combinada con el reciente “incidente” en la frontera
pakistaní, en el que claramente estuvieron implicados operativos de las
fuerzas especiales de EEUU, han desestabilizado aún más ese país y su
alianza con EEUU.
Un importante candidato a la presidencia pakistaní
está pidiendo ya poner fin a esa alianza, mientras el sentimiento antiestadounidense crece a pasos agigantados.
Pero
nada de eso debería tampoco sobresaltarnos. Después de todo, ¿qué
podría exactamente acarrear una política exterior obstinadamente
favorable a lo bélico ante todo sino un torbellino (y no solo en las
tierras extranjeras)? Como las protestas de “Ocupa Wall Street” y la represión de las mismas nos recuerdan, las fuerzas policiales estadounidenses están también fuertemente militarizadas.
Mientras tanto, el coste de nuestras guerras y de nuestra seguridad nacional se ha llevado billones de dólares del tesoro nacional,
dejando atrás un país políticamente atascado, con la economía próxima a
un estado de conmoción y pavor, con unas infraestructuras que se
derrumban e inmensas mayorías de indignados ciudadanos convencidos de
que su país no solo va por la “senda equivocada”, sino que está “en total declive”.
En el torbellino
Una
década después, quizá lo único que realmente debería causar sorpresa es
lo poco que en Washington han aprendido. La elección de la política
bélica como único instrumento que viene resonando en lo que va de siglo
–había, por supuesto, otras opciones posibles- sigue convertida en la
única posibilidad del depauperado arsenal de Washington.
Después de
todo, el poder económico del país está por los suelos (razón por la que
los europeos están mirando hacia China para que les ayude en la crisis del euro), su “poder suave” se ha ido por el desagüe, han militarizado al cuerpo diplomático o lo han relegado a la parte trasera del autobús estatal.
Pero
lo que resulta aún más extraño es que desde el torbellino de la
catástrofe política, la administración Obama ha llegado a la conclusión
menos lógica: que hay más cosas bajo control que las que visiblemente
han fallado desde Pakistán a Uganda, de Afganistán a Somalia, del Golfo Pérsico
a China. Sí, la contrainsurgencia se dejó atrás pero los aviones no
tripulados y las fuerzas especiales siguen activos y la política
continúa siendo esencialmente la misma.
Las pruebas de lo
acontecido en la pasada década indican claramente que es muy probable
que no se construya nada importante a partir de las escombros de esa
política global, lo cual resulta más obvio en las relaciones con China,
el mayor acreedor de EEUU.
Sin embargo, también allí, como señaló el
presidente Obama (aunque débilmente) en su reciente anuncio de un despliegue
simbólico permanente de marines estadounidenses en Darwin, Australia,
la vía militar sigue siendo el camino más fácil. Como Michael Klare señalaba recientemente en la revista Nation:
“Es imposible no llegar a la conclusión de que la Casa Blanca ha
decidido contrarrestar el espectacular crecimiento económico de China
con la réplica militar”.
Como Barry Lando, ex productor de 60 Minutes, observaba,
China, no los EEUU, es ya “uno de los mayores beneficiarios
petrolíferos de la Guerra de Iraq”. En realidad, nuestros aumentos
militares por toda la región del Golfo Pérsico están sirviendo
básicamente para vigilar el comercio chino.
“Al igual que las tropas y
las bases estadounidenses se han extendido por todo el Golfo”,
escribe Lando, “lo mismo han hecho los empresarios chinos, ansiosos de
explotar los recursos vitales que el ejército de EEUU protege tan
concienzudamente…
Una extraña simbiosis: las bases estadounidenses y los
mercados chinos”.
Es decir, que el error más monstruoso de los
años de Bush –confundir lo bélico con el poder económico- ha quedado
grabado a fuego. Washington continúa lanzando sus aviones teledirigidos
para después hacer preguntas u ofrecer condolencias o lanzar alguna que
otra investigación.
Esta es, desde luego, la garantía para una estela de
destrucción y represalias.
Nada de esto puede beneficiarnos a largo
plazo, y menos que nada respecto a China.
Cuando la historia, que es la más imprevisible de las materias, se convierte en previsible, tengan cuidado.
En
lo que debería ser un momento para empezar a pensar al margen de lo
convencional, para abrir la mente, la única lección que Washington
parece ser capaz de absorber es que su fracasada política es la única
política posible.
Entre otras cosas, esto va a implicar más
“incidentes”, más “errores”, más “accidentes”, más muertos, más gente
amargada jurando venganza, más investigaciones, más alegaciones de
defensa propia, más condolencias, más expolio del tesoro de EEUU y más
desestabilización.
Como viene ocurriendo desde el 12 de
septiembre de 2001, Washington sigue empeñado y enredado en una perdida,
feroz y costosa batalla contra fantasmas, en la cual, por desgracia,
gente totalmente real muere y mujeres auténticamente reales se quedan
viudas.
Él tenía 22 años…
Ella solo 12…
Esas
son las líneas que Vds. van a tener que leer una y otra vez en el mundo
en que habitamos, un mundo donde algunos parecen no aprender nunca y no
habrá condolencia alguna que valga para poder reparar el daño.
Tom Engelhardt, es co-fundador del American Empire Project. Es autor de “The End of Victory Culture”, una historia sobre la Guerra Fría y otros aspectos, así como una novela: “The Last Days of Publishing”. Su último libro publicado es: “The American Way of War: How Bush’s Wars Became Obama’s” (Haymarket Books).
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