Después de regenerar la figura de Stalin (Stalin. Historia y crítica de una leyenda negra,
El Viejo Topo), el filósofo italiano Domenico Losurdo vuelve a sacudir
con su irreverencia impecablemente documentada y argumentada los
patrones históricos preestablecidos, ahora desmitificando la figura de
Gandhi.
Para comenzar deja en evidencia ese manido recurso de quienes
dicen estar en contra de todo tipo de violencia, Losurdo comparte una
tesis ya defendida por Alfonso Sastre según la cual si renegamos de la
violencia de todo Estado es que negamos el Estado y si denunciamos la
violencia de todos los movimientos y organizaciones no estatales estamos
solo condenando al más débil.
Su objetivo con este libro será “mostrar
los dilemas, 'traiciones' decepciones y auténticas tragedias con que ha
tropezado el movimiento inspirado en el ideal de la no violencia”.
Así,
Losurdo desmonta el mito pacifista de Gandhi y repasa el compromiso del
apóstol indio en el reclutamiento de ciudadanos de su país para el
ejército británico en la Primera Guerra Mundial, incluso su iniciativa
de unirse a los británicos en sus acciones armadas para sofocar los
levantamientos de las colonias zulús en África, lo que muestra que no
era tan pacífico ni tan rebelde contra la metrópoli.
Ya desde su
presencia en Sudáfrica, el objetivo de Gandhi era incorporar a los
indios en el grupo social de la élite blanca más que combatir el
racismo, como bien muestra el autor en las citas que reproduce de los
textos de Gandhi.
Frente a una violencia revolucionaria, reivindicada
por Marx, Engels o Lenin, que se enfrenta a la explotación y que
condena la Primera Guerra Mundial al considerarla como una matanza de
trabajadores contra trabajadores, Gandhi busca el reconocimiento del
fuerte poniéndose de su lado.
Es lo que Losurdo presenta como la
dicotomía cooptación/emancipación.
Gandhi, en un primer momento, junto
con los laboristas ingleses e italianos, “reivindica la cooptación de la
clase obrera en la clase dominante en Occidente, aunque ello signifique
avalar guerras y violencias sangrientas en perjuicio de los pueblos
coloniales.
Una postura que Engels y las corrientes más radicales del
movimiento socialista rechazan de lleno”. Una vez comprobado que su
estrategia no sirvió y el imperio británico sigue humillando y
marginando a sus compatriotas comienza a enfrentarse a la opresión de la
raza blanca, condena la industrialización occidental, reivindica la
superioridad moral de la India (ahimsa), presenta a Dios de su
parte y termina liderando un nacionalismo religioso.
De este modo Gandhi
incorpora el martirio a su forma de lucha (“Quien pierda su vida, la
ganará y quien intente salvarla, la perderá”). Mientras el partido de
Lenin lucha con la convicción de actuar en consonancia con la
irresistible corriente de la historia, el partido de Gandhi está
convencido de poseer la ayuda divina.
Tal y como sucede con los
feyahidines, la violencia/no violencia de la lucha de Gandhi es, ante
todo, una misión moral que se verá premiada con la salvación eterna.
Política y religión irán indisolublemente unidas.
Su carisma y heroísmo
serán su principal patrimonio que le legitiman como líder, de ahí la
conmoción social que provocan sus ayunos de protesta.
No acaban
aquí la revelaciones audaces de Losurdo sobre Gandhi, encontraremos el
ruralismo fascista del líder indio que le lleva a simpatizar con
Mussolini (“salvador de la nueva Italia”, “muchas de sus reformas me
atraen”) y sus agresiones a Abisinia y Etiopía (“sólo puedo rezar y
confiar en que haya paz”).
Más tarde se verá su indecisión a apoyar a
los aliados contra el nazismo (“no deseo la derrota de Gran Bretaña,
pero tampoco la derrota de los alemanes”,”Roosevelt y Churchill son tan
criminales como Hitler y Mussolini”).
Losurdo denuncia que los
constructores de las historia “han erigido al líder indio en apóstol y
mártir de la no violencia frente a los héroes de los movimientos
revolucionarios por la emancipación de los pueblos coloniales; y así,
inopinadamente, Gandhi se convierte en la antítesis de Mao, Ho Chi Minh,
Castro y Arafat”.
Otro mito que desmonta Losurdo es la supuesta
eficacia de la “no violencia” de Gandhi en el logro de la independencia
de la India.
Al fin y al cabo la descolonización de la India se hizo en
pleno proceso de descolonización mundial con un imperio británico
agotado por la guerra mundial, incluso Irlanda mediante su sangrienta
guerra logró la independencia veinticinco años antes.
El miedo a repetir
esa experiencia, en opinión de Losurdo, es lo que hizo a Inglaterra
reconocer la independencia de la India.
No es Gandhi el único
“pacifista” que Losurdo desmitifica, también explica cómo Hannah Arendt
aplica diferente tabla de medir a la violencia judía contra el nazismo y
la de los pueblos coloniales y los negros contra sus opresores.
Otro
líder de la no violencia cuya trayectoria ha sido tergiversada por la
historia es Martin Luther King. Según nuestro autor, la ideología
dominante elogia y canoniza al primer King, al que aspira a conseguir
que los negros sean partícipes del “sueño americano”, pero condena al
olvido al líder afroamericano que condena el racismo blanco de Estados
Unidos y la guerra colonial de Vietnam y expresa su admiración por
líderes negros comunistas.
Para terminar Losurdo destapa la farsa
en torno al depositario de la herencia pacifista de Gandhi, el Dalai
Lama. Mientras se nos presentan el budismo y los monjes tibetanos como
sinónimo de no violencia y el comunismo como sinónimo de expansionismo y
violencia, Losurdo destapará el pasado de genocidio y exterminio a
manos del V Dalai Lama, la teocracia feudal con la que dominaron el
Tíbet, los grupos tibetanos adiestrados, armadas y equipados con
material bélico de Washington, el racismo y las vocaciones de limpieza
étnica de los Dalai Lama, el culto que el Tercer Reich reservaba al
Tíbet.
El repaso de estos falsos mitos promovidos por el poder
que tiene como estrategia presentar a los rivales de Occidente como la
reencarnación de la violencia y a sus amigos como los nuevos "Gandhis",
lleva a Losurdo a denunciar las nuevas políticas de subversión y
manipulación de la opinión pública internacional a través de las
denominadas “revoluciones de colores”.
Es decir, promover rebeliones
artificiales mediante el odio religioso, étnico o cultural; financiar
grupos minoritarios que activen estas maniobras, magnificar su apoyo
popular en los medios de comunicación y establecer paralelismos entre
sus líderes y los mitos no violentos consolidados por la manipulación de
la historia.
Así, la “no violencia”, antes arma de los débiles, se
transforma en un arma más a disposición de los poderosos y prepotentes
que, incluso desde fuera de la ONU, están decididos a imponer la
voluntad del más fuerte.
Ahora la proclamación del ideal de no violencia
coincide con la apoteosis de Occidente, que se erige en garante de la
conciencia moral de la humanidad y se considera autorizado a provocar
desestabilizaciones y golpes de Estado.
Losurdo, Domenico. “La cultura de la no violencia”. Península. 2011. Traducción de Helena Aguilà