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Segundo recuerdo contra Mario Vargas Llosa

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“… Creí que se habían olvidado de mí…” Con estas palabras, según los periódicos, recibió Mario Vargas Llosa la noticia del Nobel. Así comenzaba también el primer recuerdo contra el escritor peruano del autor de este artículo. En este segundo acercamiento a la figura de Vargas Llosa, Matías Escalera vuelve a desmontar el mito en torno a la figura del flamante premio Nobel de Literatura.

Debido al eco obtenido por el primer artículo, titulado Un recuerdo contra Mario Vargas Llosa, publicado en DIAGONAL, y por alguno de los comentarios que ha suscitado, creo conveniente aclarar y ampliar varios de los considerandos esgrimidos en él; empezando por lo evidente, no es la persona lo que me interesa. 
 
Muy pocas veces –creo que nunca por escrito, hasta la fecha–, he juzgado el carácter de nadie; es al hombre público –a sus conductas públicas y estrictamente políticas–, y al escritor, esto es, a su obra escrita, a los que me enfrento públicamente.
 
De hecho, Mario Vargas Llosa es una persona, por lo general, fina y educada –sea lo que sea lo que entendamos por ambos vocablos, y descartado el contenido de clase que conllevan–; lo era incluso cuando daba, impecablemente trajeado, sus mítines a los menesterosos campesinos de las aldeas peruanas, durante las campañas electorales –según cuentan aquellos que los presenciaron–; de hecho, el que quisiese hablar conmigo, un joven profesor, por aquel entonces –que no era nadie y al que no conocía de nada–, de un modo tan franco y abierto, es de resaltar y agradecer.
 
No era, pues, la persona, sino sus actos y su obra pública y publicada, el objeto del anterior artículo, como lo es el de éste. No se trata tampoco de una cuestión moral: en absoluto. Se trata de dilucidar qué es lo que ha echado a perder una escritura como aquella de sus primeros libros; por más “destellos geniales” que pueda haber en lo que escribe y ha escrito después de Conversación en La Catedral. Nadie puede perder, aunque se lo proponga, todas sus virtudes; pero la fuerza y el sentido que el compromiso con la realidad y la propia escritura da a una obra literaria, esa se perdió irremediablemente.

En algunos artículos y escritos que he leído en estas semanas, se hacen valoraciones de la trayectoria y de la curva que describe la obra de Vargas Llosa que coinciden aparentemente con lo dicho hasta ahora: cómo hay un momento en que su obra pierde, en efecto, interés y fuelle; pero el punto de partida de la mayoría de esos trabajos es otro y las causas establecidas, distintas; y es que, por lo general, no se precisan ni el alcance ni el significado de los términos que se utilizan, como, por ejemplo, el significado –entre nebuloso y tópico– de la palabra compromiso; o la inútil pretensión de rehuir el “debate ideológico” en el análisis crítico de una obra literaria; cuando es precisamente la ideología, o más propiamente la posición subjetiva desde la que se realiza el acto de escribir, lo que explica precisamente algunas de las decisiones técnicas y estilísticas más importantes en la obra de un autor; como es el cambio de estatus en el narrador que se detecta en las novelas de Vargas Llosa, y que, a grandes rasgos, iría de un narrador predominantemente dialógico y dialéctico, en sus primeras obras –las más recordadas y alabadas–, a otro de tipo unívoco y autoritario, que viene a coincidir –y no casualmente– con el giro copernicano que tiene lugar en el objetivo mismo de su escritura: que, resumiendo, iría desde el intento de determinar las claves de la realidad material, social, política e histórica, a partir de los conflictos e historias individuales, al principio; hasta la reducción de la realidad material, social, política e histórica a meros conflictos e historias individuales.

Y he aquí lo verdaderamente significativo, que este giro, este proceso de deshistorización de la escritura; esta reducción de lo material e histórico a lo puramente individual, se da invariablemente en todos aquellos novelistas y escritores que se deciden por la mera búsqueda del éxito en su “carrera literaria”, así como del reconocimiento y del lucro consiguientes –objetivo por lo común más acorde, es cierto, con sus orígenes de clase–, y que necesitan, por ello, acomodarse a las leyes del mercado. Véase, si no, el caso paradigmático –pero no único–, en la reciente novela española, de un Javier Cercas, y su lógico y candoroso panegírico al maestro menospreciado –¡por la izquierda!–, en el diario El País del pasado 17 de octubre.

Las posiciones subjetivas respecto de la realidad, igual que las coberturas ideológicas con que se justifican, condicionan irremediablemente la escritura; el compromiso, entendido este como la sujeción –racionalizada, o no– a los intereses materiales de una clase o de un grupo social (a cualquiera de las que o los que compiten de modo efectivo en la realidad material e histórica), o a sus mundos simbólicos –esto es importante–, no sólo es inevitable, sino que explica las decisiones escriturales –literarias, en este caso– que tomó Vargas Llosa en su momento; o las que hemos tomado, o tomamos, todos cuantos competimos en el dominio específico de lo literario y lo escritural. 

Y quien no quiera verlo es que está ciego, o se hace el ciego.

Más allá de la anécdota y del desencuentro personal, esa patética necesidad de premios y de reconocimiento, de la que hablábamos en el primer artículo, como esa “prosa exquisita”, tan universalmente alabada; o esa “mirada entomológica y omnisciente del autor que, amparado en una ética humanista de clase, y, por tanto, de distinción, contempla de forma condescendiente el pecado de ser humano atado al brutal hecho de existir y reproducirse, tal y como hacen las clases subalternas”, de la que habla un querido compañero mío en las tareas de Tierradenadie Ediciones, Mario Domínguez; tan propia de ese segundo Vargas Llosa que denunciamos, y tan cercana en muchos aspectos a la mirada dominante en cierta novela fascista de nuestra posguerra, especialmente en “aquellas obras que exponían justamente la brutalidad del momento, como La colmena, de Cela”, según me señala también mi compañero Mario Domínguez; esa mirada distanciada y entomológica, tan distinta de aquella primera mirada tan cercana y explicativa que descubrí, siendo joven, en Los cachorros o en La ciudad y los perros, no es más que la ideología hecha literatura, mírese por donde se mire.

En tal sentido habría que considerar también, como síntomas incontestables de ese giro copernicano, tanto su elogio de la mentira, del que hablamos en el primer artículo; como ese característico abuso de la “imaginación creativa” en la manipulación y en la efectiva deshistorización de los hechos narrados, tan ejemplarmente llevada a cabo, con respecto al protagonista y a la obra de referencia, Os sertoes, en La guerra del fin del mundo; o, de otro modo, en La fiesta del chivo, en la que el papel jugado por los Estados Unidos queda efectivamente ausente.

En La guerra del fin del mundo, que trata del levantamiento realista de los campesinos liderados por Antonio Conselheiro, ¿por qué ese tratamiento degradado del personaje del intelectual Euclides da Cunha?, se pregunta Walnice Nogueira Galvan, especialista en la obra de Euclides da Cunha; para la que resulta tal degradación tan incomprensible como intencionada; en una novela, por lo demás, que, en palabras de la profesora brasileña, se toma “una obra de arte, Os sertoes, un monumento, y algo complejísimo, y se transforma en un simple best-seller, quitándole toda la complejidad, transformándola en algo banal…”

Margaret Thatcher, el líder político en el que Mario Vargas Llosa se miró durante años, nos da una de las claves del asunto con una de las sentencias que mejor ha expresado y resumido lo que es el neoliberalismo: “la sociedad no existe, sólo existe el individuo”. ¿Ha quedado claro? Si no es así, veamos lo que Belén Gopegui escribió acerca de La fiesta del chivo en su extraordinario artículo "Literatura y política bajo el capitalismo", en 2005: “… en estos momentos el capitalismo no necesita tanto explicitar sus demandas pero, si lo necesitara, habría formulado el encargo más o menos así: Conviene que quien en su día defendió la literatura como una forma de insurrección permanente, y hoy está claramente al servicio del llamado neoliberalismo, escriba una novela sobre una dictadura latinoamericana. 

Conviene que se trate de una dictadura antigua, sobre la que ya se hayan cerrado teóricamente las heridas. Conviene distanciar esa dictadura de los Estados Unidos lo más posible aunque sin incurrir en mentiras gruesas puesto que hay hechos que ya son de dominio público…/… convirtiendo cualquier acto de resistencia en fruto de la inquina o la venganza personal. Se le sugiere, puesto que al fin y al cabo no le llevará mucho trabajo, haga de un personaje cercano a Trujillo un simpatizante de Fidel Castro. Alguien particularmente abyecto, por ejemplo el jefe de la policía política, el máximo torturador. Si la verdad histórica dice que ese hombre formó parte de una operación encubierta de la CIA contra Fidel Castro no la mencione, en este caso no es demasiado conocida.” ¿Lo está ya?

Veamos, no obstante, otras expresiones sintomáticas del mismo proceso, esta vez, en la faceta de crítico, de lector de lectores, con esa interpretación puramente escapista que hace nuestro autor de la obra y de la figura de Juan Carlos Onetti; excelente paradigma, donde los haya, y ejemplo último de los límites y de las servidumbres a los que se ve sometido un escritor e intelectual que renuncia al compromiso con la realidad y con su propia escritura, a cambio de una “carrera literaria” llena de éxito y de premios. 

Del título del libro, El viaje a la ficción (2008), en el que se toma y utiliza como mera coartada a Onetti, Vargas Llosa ha dicho lo siguiente: “la respuesta a la derrota cotidiana es la imaginación: huir hacia un mundo de fantasía. Es decir, aquella operación de donde nació la literatura, por la que existe la literatura y por eso el título del libro”.

¿De veras es la fantasía y la imaginación la única respuesta a las derrotas? 

¿Y la inteligencia racional, o el análisis crítico de las causas, o la ironía movilizadora, o la acción? 

Sí, qué pasa con la acción liberadora, ¿la descartamos? Descartémosla, nos despeinaremos y perderemos la compostura, o el nudo de la corbata, o la “prosa exquisita”, o los premios, o el reconocimiento. La ironía, qué pasa con la ironía.

Nos dejamos en el tintero otros muchos aspectos indeseables del escritor que ha llegado a ser y del hombre público Mario Vargas Llosa, premio Nobel de Literatura, autor respetado y reconocido, político, ideólogo y articulista; como su vergonzosa posición respecto de la guerra de Iraq, y la posterior explotación periodística y mediática que hizo de la misma, mediante sus bien pagadas crónicas, auténticos “trofeos de guerra”; para eso les dejo y les recomiendo la lectura del capítulo correspondiente del libro de Santiago Alba Rico, Crímenes de guerra (Madrid, 2003) (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=114511).

“Cartografía de las estructuras de poder…” e “imágenes vigorosas sobre la resistencia individual frente al poder”. Son los argumentos de la Academia sueca, pero ¿realmente sucede así? ¿Es el individuo la medida de la Historia? ¿Hacemos solos, por nuestra cuenta, aislados de los demás, la realidad? ¿Los modos de producción capitalista nos oprimen a nosotros solos? ¿Nos liberaremos de ellos solos? ¿Tenía razón Margaret Thatcher? ¿Tiene razón el Tea Party? O será la imaginación y la fantasía las que nos salven.

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