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****Muchos vieron con asombro como el presidente estadounidense Donald Trump firmaba uno tras otro un gran número de decretos el día mismo de su investidura.
La prensa europea lo describió como un autócrata empeñado en demostrar su poderío.
Nadie parece haber observado que una buena parte de esos decretos imponen límites al poder del Estado federal, incrementando el de los diferentes Estados que conforman la nación estadounidense.
Ese es el tipo de errores de interpretación que abunda ahora entre Estados Unidos y Europa.
Como puede verse, la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca modifica grandemente las reglas del juego en el escenario internacional.
Pero las acciones de Trump suelen ser objeto de interpretaciones erróneas –la mayoría de los analistas pasan por alto los usos y costumbres propios de los estadounidenses y proyectan sobre Donald Trump los debates políticos locales de sus propios países.
La confusión se hace aún mayor debido al hecho que casi todos han adoptado la ideología que estaba de moda en Washington.
Muchos ven aquella ideología como la doxa estadounidense, cuando en realidad era sólo un momento de la historia de Estados Unidos y todos olvidan generalmente sus numerosas escuelas de pensamiento.
La llegada de Donald Trump a la Casa Blanca modifica totalmente la distribución de las cartas en los ámbitos ideológico, geopolítico, económico e incluso militar. En efecto, por primera vez en casi 2 siglos un jacksoniano vuelve a estar en el poder en Estados Unidos [1].
Menos en los westerns, todos habíamos olvidado el pensamiento jacksoniano y ya no somos capaces de anticiparlo.
Es cierto que Trump ya había estado en el poder durante 4 años, pero, en aquel momento, sus mismo aliados republicanos le impidieron en muchos casos seguir su propia política, mientras que la prensa al servicio del Partido Demócrata nos aseguraba que Trump era un enfermo mental o un fascista.
Extrañamente, los gurús de las redes sociales que defienden el punto de vista de Donald Trump sólo nos hablan de su lucha ideológica contra el wokismo, sin mencionar nunca su concepción de las relaciones internacionales y muchos menos sus ambiciones políticas.
Eso resulta particularmente raro, sobre todo si tenemos en cuenta que, desde la elección del pasado 5 de noviembre, el equipo de trabajo de Donald Trump se ha acercado a numerosos influencers, en los países de la Unión Europea y en Reino Unido, y ha comenzado a remunerarlos cuantiosamente.
Hay varias maneras de interpretar esa contradicción: Donald Trump quiere “adormecer” a los europeos sobre sus verdaderas intenciones… o considera que los europeos sólo pueden entender una sola cosa a la vez. Nosotros, por nuestra parte, seguiremos haciendo nuestro trabajo, describiendo las diferentes facetas de este personaje, sin olvidar ninguna.
La lucha contra la ideología woke
El wokismo se describe generalmente como una reacción ante el recuerdo del esclavismo y de la segregación racial. Se considera que los descendientes de los colonizadores europeos, ahora conscientes de los horrores que se cometieron en el pasado, tratan hoy de hacer algo para compensar aquel comportamiento de sus antecesores.
Esa no es mi opinión. A mi modo de ver, el wokismo no tiene nada que ver con aquellos crímenes.
Si se adopta una visión antropológica de la cuestión, hay que reconocer que fenómenos idénticos existieron en todas las grandes religiones.
En el cristianismo, es Orígenes de Alejandría (también conocido como Orígenes Adamantius), el padre de la Iglesia del siglo III, quien mejor representa ese fenómeno ya que se dice que llegó a castrarse para tener la garantía de no poder cometer pecado, o, más recientemente, está el ejemplo de Juan Calvino, quien se hizo célebre al aplicar en la teocrática República de Ginebra los mismos métodos que la Inquisición española.
No se debe olvidar que lo que hoy es Estados Unidos partió de una colonia creada en Plymouth (en la llamada Nueva Inglaterra, más exactamente en Massachusetts) por un grupo de puritanos, o sea calvinistas.
El Lord Protector, Oliver Cromwell, los había enviado al “nuevo continente” como misioneros, pero no tanto para convertir a los “pieles rojas” como para convertir a los europeos católicos enviados por el rey de España.
En las colonias que los puritanos creaban en Norteamérica las mujeres tenían que cubrirse la cabeza, la plegaria era obligatoria, los homosexuales eran castigados con latigazos, etc.
Aquellos fanáticos son las mismas personas que los estadounidenses de hoy llaman los “Padres Peregrinos” (no confundir con los “Padres Fundadores”, que fueron juristas).
Todavía hoy, los estadounidenses les rinden homenaje cada año con la celebración del Thanksgiving.
Aquellos personajes importaron la idea de que la política debía ser “pura” y fueron los iniciadores de las destrucciones de estatuas de “herejes”.
En 2014, el término woke (palabra de la lengua inglesa que significa “despierto”) comenzó a utilizarse para designar a las personas conscientes de las consecuencias sociales que todavía tienen en Estados Unidos el esclavismo y la discriminación racial.
Al calor de la “convergencia de luchas”, ese término se extendió a los reclamos vinculados a la orientación sexual e incluso al género.
Al tratarse de un movimiento que buscaba la “pureza”, en el sentido religioso del término, sus seguidores comenzaron a exigir a la sociedad en general la imposición de prácticas “correctas” o “buenas” para combatir las discriminaciones, raciales u otras desigualdades, presentadas como “sistémicas”.
De hecho, ese movimiento milita por la «discriminación positiva» como medio de favorecer a todas las minorías.
Por supuesto, es evidente que el esclavismo fue una cruel realidad en Estados Unidos y que aquella realidad aún condiciona ciertos comportamientos actuales.
Pero es más que dudoso que la simple destrucción de todo lo que pueda recordar aquella época llegue a resolver los problemas de nuestra época.
Y es todavía menos probable que favorecer a los candidatos negros sea lo que les permita realmente liberarse de la condición de sus ancestros. Son muchos los que perciben instintivamente que esos “remedios” son peores que los males que supuestamente combaten.
Eso es, en todo caso, lo que han podido comprobar los habitantes woke de Los Angeles al ver sus casas arrasadas por los incendios. Inmediatamente notaron la ineficacia de los bomberos reclutados según los criterios de la «discriminación positiva», y no en función de sus capacidades reales.
El wokismo es, en definitiva, una versión moderna del puritanismo de los «Padres Peregrinos», pero Estados Unidos es un país heterogéneo y multicultural.
Hay que reconocer que, antes de que el Partido Republicano, asaltado por el “trumpismo”, se convirtiera en jacksoniano, el Partido Demócrata, bajo la influencia de Barack Obama y Joe Biden, se había convertido al wokismo.
Todo eso ha dado lugar a numerosas confusiones ya que el conjunto de la clase política de Washington abandonó, por motivos ideológicos, su comportamiento tradicional, al que ahora comienza a regresar.
Durante la última campaña electoral estadounidense, con vista a la elección presidencial, dos jóvenes influencers se destacaron por su denuncia del wokismo.
La periodista negra Candace Owens –hoy en plena offensiva contra el presidente de Francia, Emmanuel Macron, y su esposa [2]– calificó el movimiento Black Lives Matters de «banda de chiquillos llorones que se hacen pasar por oprimidos para llamar la atención».
Por su parte, el influencer gay Milo Yiannopoulos –está casado con otro hombre– presentó exitosamente sus parodias del feminismo lésbico y del movimiento LGTBQIA+. Estos dos influencers llevaron numerosos negros y gays a no votar por el Partido Demócrata, como lo hacían sus padres o abuelos, sino por Donald Trump.
En su discurso de investidura, Donald Trump ya anunciaba el fin de las políticas de «discriminación positiva» y precisó que a partir de ahora el Estado federal reconoce sólo dos sexos. Parece un cambio espectacular, pero se produce en un momento en que la gran mayoría de los electores estadounidenses ya están convencidos [3].
El excepcionalismo estadounidense
Donald Trump es partidario del «excepcionalismo estadounidense» [4]. Según esa doctrina, Estados Unidos es «la luz sobre la colina», puesta allí por Dios para iluminar el mundo.
Esa doctrina, también directamente surgida del ejemplo de los «Padres Peregrinos», asegura que el viaje de los puritanos a Norteamérica es comparable al de los hebreos de la Antigüedad.
Llegaron a Norteamérica como «pueblo elegido» ya que huían del “faraón” (la monarquía británica que Oliver Cromwell había derrocado), habían atravesado el Mar Rojo (en realidad el Océano Atlántico) y habían descubierto una “tierra prometida (Norteamérica).
Todos y cada uno de los 47 presidentes que han gobernado Estados Unidos han abrazado y defendido esa mitología, que Washington usa como argumento tanto para justificar su rechazo de los principios del derecho internacional como su apoyo al Estado de Israel.
Desde el punto de vista estadounidense –y esto no tiene nada que ver con Donald Trump– Washington nunca aceptará rendir cuentas ante absolutamente nadie, y eso incluye a la Organización de las Naciones Unidas y sus órganos o agencias.
Es verdad que Washington protegió y utilizó a numerosos criminales en tiempos de la guerra fría.
También es cierto que ha asesinado cientos de miles de coreanos, vietnamitas, afganos, iraquíes, libios, palestinos, sirios, etc., pero en Washington se considera que ningún presidente estadounidense debe llegar a verse ante un tribunal internacional, sin importar lo que haya hecho.
En una tribuna publicada en 2013 por el New York Times el presidente ruso Vladimir Putin subrayaba que es «extremadamente peligroso estimular a la gente a considerarse excepcional, sea cual sea la motivación» [5].
La doctrina del «excepcionalismo estadounidense» implica, en efecto, una aceptación tácita de la supuesta existencia de una diferencia, de una jerarquía entre los hombres, como cuando se aplica a una realidad política el concepto teológico de «pueblo elegido».
A lo largo de toda su historia, los gobiernos de Estados Unidos no han aceptado nunca rendir cuentas a extranjeros. Es por error que los comentaristas de hoy atribuyen a las ideologías actuales ciertas decisiones de los gobiernos de Estados Unidos, cuando en realidad esas decisiones habrían sido las mismas de todas maneres.
Por ejemplo, se dice erróneamente que Donald Trump sacó a Estados Unidos de los Acuerdos de París sobre la lucha contra el calentamiento climático porque piensa que esos acuerdos son una idiotez. Y es cierto que Trump no cree que las opiniones del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (GIEC) tengan verdadero valor científico.
Pero, con Donald Trump o sin él, Washington no podía seguir siendo parte de una serie de acuerdos que ponen los actos de Estados Unidos bajo el escrutinio de otros. Fue por ideología que los presidentes Obama y Biden abandonaron la tradicional posición estadounidense. Trump, ahora, adopta una posición conforme a la tradición estadounidense, que además corresponde a su propia ideología.
La “libertad” del Far West
En el momento de la creación de Estados Unidos, en 1776, o sea 13 años antes de la Revolución Francesa, los «Padres Fundadores» no estaban de acuerdo entre sí sobre la concepción de la libertad y de los derechos humanos.
Inspirados en las ideas de Voltaire, los franceses veían la libertad y los derechos humanos tanto desde el punto de vista individual como bajo el prisma del interés colectivo.
Pero para los «Padres Fundadores» estadounidenses la libertad era simplemente poder hacer lo que uno quiere en su patio. Es por eso que los estadounidenses son alérgicos al principio de las cotizaciones sociales obligatorias.
Esa manera de pensar está llena de inconvenientes.
La concepción estadounidense de los «Derechos Humanos» está en total contradicción con la concepción francesa de los «Derechos del Hombre y del Ciudadano». Desde el punto de vista anglosajón (y eso tiene que ver con la tradición británica), se trata únicamente de protegerse de la «razón de Estado».
Por el contrario, desde el punto de vista de los revolucionarios franceses, la libertad no es tanto tener la garantía de protección contra algún eventual abuso del Estado como tener derecho a participar en la elaboración de las leyes [6].
Hoy en día el debate sobre la libertad de expresión está falseado por la superposición de interpretaciones diferentes.
La administración Biden, siguiendo el punto de vista woke, consideró que tenía la responsabilidad de informar al público sobre los peligros del covid y salvarlo de la enfermedad… prohibió cualquier forma de debate científico y censuró toda opinión disidente. Pero, según la tradición de los «Padres Fundadores», el Estado no tenía derecho a inmiscuirse en los intercambios de opiniones en las redes sociales.
Según la concepción del Estado de los revolucionarios franceses seguidores de Voltaire, el Estado no tenía derecho a prohibir absolutamente nada sino a tratar de que los tribunales intervinieran para prohibir los mensajes que pudiesen llevar los internautas a formarse opiniones erróneas, que a su vez podrían llevarlos a poner en peligro su salud –en ese caso, tendrían que haber apuntado a los mensajes sobre la obligación universal de ciertos medicamentos.
[1] El autor se refiere aquí a los seguidores del pensamiento de Andrew Jackson, el 7º presidente de Estados Unidos (1829-1845). Nota de Red Voltaire.
[2] «Después arremeter contra Reino Unido, Alemania y Dinamarca, el equipo de Donald Trump apunta a Francia», Red Voltaire, 16 de enero de 2025.
[3] Donald Trump no ha tratado de negar que hay miembros de la especie humana que no reúnen las características cromosómicas que definen a las personas del sexo masculino, ni tampoco las que definen al sexo femenino. Sólo criticó el hecho que el Estado federal había impuesto a la sociedad una supuesta necesidad de organizarse como si esas excepciones fuesen la regla.
[4] El lector interesado encontrará extremadamente útil la lectura de las actas del coloquio organizado por el Carr Center for Human Rights Policy bajo el título American Exceptionalism and Human Rights, por Michael Ignatieff, Princeton University Press, 2005.
[5] “A Plea for Caution From Russia”, por Vladimir Putin, The New York Times (Estados-Unidos), Voltaire Network, 12 de septiembre de 2013.
[6] El británico Thomas Paine, iniciador la guerra de independencia estadounidense, fue diputado a la Convención Nacional francesa de 1792 y se negó a votar por la ejecución del rey Luis XVI porque estimaba que atribuir a un solo hombre la responsabilidad por todas las injusticias podía poner fin al proceso de transformación de la sociedad. Thomas Paine escribió un libro sobre las dos concepciones antinómicas de los Derechos Humanos. Su libro fue el más leído durante todo el periodo de la Revolución Francesa.
En 1833, en aplicación de la “Indian Removal Act”, los “pieles rojas” de la Nación Cherokee dejaban sus tierras ancestrales, –al este del río Misisipi, en el sur de Estados Unidos– en manos de los colonos de origen europeo para ir a instalarse al oeste del Misisipi.
Entre 4 000 y 8 000 miembros de la Nación Cherokee murieron de frío, hambre o fatiga extrema durante aquel desplazamiento de población, que pasó a la historia como el “Sendero de Lágrimas”.
Los cherokee de hoy son el único pueblo originario de Norteamérica que aún conserva una parte considerable de su cultura.
Aquella deportación masiva inspira la visión del presidente estadounidense Donald Trump sobre cómo resolver el conflicto israelo-palestino.
El regreso del sudismo
Estados Unidos fue simultáneamente sudista y federalista. Dado el hecho que los sudistas fueron derrotados en la Guerra de Secesión, los vencedores federalistas impusieron el mito de que aquel conflicto interno estadounidense había sido una guerra entre esclavistas y abolicionistas.
En realidad, al principio de la Guerra de Secesión ambos bandos eran esclavistas… y al final los dos bandos eran abolicionistas.
Pero la Guerra de Secesión fue en realidad una guerra por el control de las aduanas, por determinar si las aduanas iban a depender de las autoridades locales de cada Estado o si estarían bajo el control del Estado federal, o sea del gobierno central con sede en Washington.
Los jacksonianos, precursores de los sudistas, querían un “Estado federal mínimo”, y pusieron numerosas competencias en manos de los diferentes Estados.
Eso fue lo que hizo Donald Trump durante su primer mandato, cuando apoyó que el tema del aborto pasara del Estado federal a las autoridades locales de los diferentes Estados.
A título personal, el propio Trump no parece tener una opinión definida sobre la cuestión del aborto.
Su adversaria en la última elección presidencial, Kamala Harris, dejándose llevar por su propia ideología woke, presentó injustamente a Trump como un “reaccionario”… en un país donde sólo la mitad de los Estados federados respetan los derechos de las mujeres y autorizan la interrupción voluntaria del embarazo. Esa fue una de las principales causas del fracaso de Kamala Harris.
Cuando Donald Trump anunció la creación de un Department of Government Efficiency (DOGE o Departamento de la Eficiencia Gubernamental), es porque quiere poner fin a un sistema de gobierno en el que una administración federal decide, desde Washington, cómo debe vivir cada estadounidense, aunque ese ciudadano resida a 2 500 kilómetros de Washington y en condiciones muy diferentes a las de la capital federal.
Es cierto que puso esa tarea en manos de un libertariano, Elon Musk, pero el objetivo de Trump no es reducir la cantidad de empleados del Estado federal basándose sólo en el liberalismo que promovía el difunto presidente Ronald Reagan. Trump plantea la disolución de numerosas agencias federales no porque cuesten caro sino porque las considera ilegítimas.
El debate entre sudistas y nordistas, entre confederados y federalistas, recuerda en ciertos aspectos el que surgió durante la Revolución Francesa entre los diputados llamados “de la montaña” o “montañeses” (en francés, “montagnards”), y los diputados que eran designados como “la llanura” o “el pantano” (en francés, “le marais”). también llamados “girondinos” en referencia a la región de francesa de Gironda.
Pero, en el caso de Estados Unidos, la historia de los Estados federados era breve, mientras que las diferentes regiones de Francia contaban cada una con un milenio de historia feudal y extender los poderes de las regiones reduciendo los de París siempre fue visto por los parisinos como una manera de rehabilitar el feudalismo.
El expansionismo estadounidense
Estados Unidos, que en el momento de su creación sólo contaba 13 Estados, se compone hoy de 50 Estados federados, un distrito federal y 6 territorios.
Desde un punto de vista estadounidense (que tampoco tiene nada que ver con Donald Trump), los Estados federados no han completado su crecimiento.
Desde los años 1930, los Estados de la Unión estadounidense aspiran a absorber todo el territorio de la plataforma continental norteamericana, lo cual incluye no sólo Canadá, sino también Groenlandia, Islandia e incluso Irlanda, además de México, Guatemala, Nicaragua, Costa Rica y Panamá, sin olvidar todo el Caribe [1].
Visto desde ese punto de vista estadounidense, cuya existencia no se debe a Donald Trump, no es extraño que Trump anunciara en su discurso de investidura que su país en lo adelante denominará el Golfo de México como “Golfo de América” –unas horas después, firmó un decreto (Executive Order) en ese sentido.
No debemos olvidar, por cierto, que los estadounidenses se refieren a sí mismos como “americanos”, y que se refieren a su país llamándolo “América”, lo cual no es originalmente una referencia geográfica sino una referencia al nombre del colonizador Américo Vespucio.
Finalmente, a pesar de que ya había mencionado el asunto, Donald Trump no anunció anexiones de Canadá, Groenlandia o del Canal de Panamá sino la colonización del planeta Marte.
Hay que aclarar que, a pesar de lo que se dijo en la prensa europea, Donald Trump nunca habló de conquistar la plataforma continental norteamericana recurriendo a la fuerza militar, aunque mencionó un eventual desarrollo de bases militares en Groenlandia.
Como seguidor de las ideas del 7º presidente de Estados Unidos, Andrew Jackson, Donald Trump prefiere comprar esos territorios, incluso parece que está “negociando” con Dinamarca, de manera ciertamente agresiva, la cesión de Groenlandia a Estados Unidos a cambio de un compromiso estadounidense en materia de defensa.
Nótese igualmente que la administración Trump reitera sus amenazas contra Cuba –históricamente Estados Unidos siempre ha mostrado una ambición colonial hacia Cuba– pero no hacia Venezuela, país situado fuera de la plataforma continental norteamericana.
Sin embargo, tanto Cuba como Venezuela son designados como países «comunistas» y la administración Trump dice tratarlos de la misma manera.
Teniendo en cuenta la proximidad ideológica entre los dos “pueblos elegidos”, la administración Trump aborda la cuestión de Israel como si los palestinos fuesen los “indios” que atacan diligencias en las películas de vaqueros.
En su época, el presidente Andrew Jackson decidió poner fin al conflicto con los “pieles rojas” –los pueblos originarios o “amerindios”– negociando tratados con las diferentes tribus.
Fueron muy pocos los tratados que llegaron a aplicarse, pero el gran “éxito” de Jackson fue con el pueblo cherokee (o cheroqui), que fue “reubicado” al sur del río Misisipi.
A pesar del sangriento episodio del “Sendero de Lágrimas”, los cherokee fueron la única población amerindia que se plegó totalmente a aquellos acuerdos.
Hoy en día, los cherokee son el único pueblo originario que logró sobrevivir preservando parte de su cultura. Los cherokee de hoy prácticamente viven de un imperio de casinos instalados en sus territorios.
Pero la aplicación de aquel método jacksoniano a los palestinos no puede funcionar ya que el pueblo cherokee no se ve a sí mismo como “propietario” de la “Madre Tierra” (los cherokee siguen sintiéndose cherokee donde quiera que estén).
Al contrario de los cherokee, los palestinos sienten apego por su tierra y perciben que su cultura perecerá con ellos si pierden esa tierra.
Sustituir la guerra por el comercio
La sustitución de la guerra por el comercio es el último punto importante para los jacksonianos. Donald Trump piensa que la mayoría de las guerras son masacres inútiles, que las guerras son sólo una manera de manipular a las masas para alcanzar objetivos inconfesables.
Según su visión, si las guerras suelen ser finalmente originadas por cuestiones de dinero, hay que sustituir las guerras por el comercio.
En muchos casos, ese principio suele funcionar. Pero también hay guerras que surgen por motivos muy complejos, que nada tienen que ver con objetivos comerciales. En esos casos, el “jacksonianismo” no funciona.
Y en ese caso se halla la guerra en Ucrania.
Quien parte del principio que Rusia sólo quiere anexar Ucrania, puede pensar que sólo basta negociar para darle a Rusia al menos algo que satisfaga su apetito.
Pero si Moscú desea sinceramente finiquitar el pasivo de la «Gran Guerra Patria» –en otras palabras, solucionar definitivamente los problemas no resueltos durante la «Segunda Guerra Mundial»–, o sea vencer a los nazis y a los nacionalistas integristas (los «banderistas») que han logrado llegar al poder en Ucrania, entonces una simple negociación comercial no bastará para detener el conflicto.
Ahí reside el “talón de Aquiles” de la administración Trump. El móvil de la guerra en Ucrania no es económico, aunque eso es lo que repiten los políticos occidentales.
Moscú exige seriamente la desnazificación de Ucrania. Estados Unidos tendrá que aceptar esa realidad, o asumir la posibilidad de un gravísimo enfrentamiento.
Si Estados Unidos reconociese el reclamo ruso, todavía habría que enfrentar un segundo problema.
Rusia es un territorio inmenso. En aras de garantizar la seguridad de sus 20 000 kilómetros de fronteras, Moscú exige tradicionalmente que sus vecinos sean neutrales.
Ahí reside el malentendido sobre la OTAN: Rusia reconoce, en la Declaración de Estambul de 2003, el derecho de cada país a ser miembro de una coalición militar, pero rechaza que esa adhesión abra el camino al despliegue de armas de un tercer país en los territorios de sus vecinos.
Y es totalmente cierto que, en tiempos del presidente ruso Boris Yeltsin y pese a las repetidas advertencias rusas, los gobiernos estadounidenses forzaron la incorporación a la OTAN de los diferentes Estados postsoviéticos… menos Rusia, que también quiso convertirse en miembro de esa alianza.
No hay ninguna razón que motive los jacksonianos a continuar la ampliación de la OTAN. Pero renunciar a ella supondría abandonar la política expansionista de los partidos republicano y demócrata… y concentrarse en el principio jacksoniano de la conquista de la plataforma continental norteamericana.
Para Donald Trump, es evidente que Estados Unidos no tiene ninguna razón que justifique su implicación en el conflicto de Ucrania, así que su intención es poner fin a la guerra mediante la eliminación de toda subvención al régimen de Kiev.
La Unión Europea ve en esa política de Trump una invitación a asumir el peso de la guerra en lugar de Estados Unidos. pero esa interpretación también es errónea: la Unión Europea sólo existe por voluntad de Washington y si se implica en Ucrania sin que Washington se lo pida, la UE no logrará otra cosa que acelerar su propia disolución.
En cuanto a la guerra comercial, los no estadounidenses vieron con desagrado el uso que el presidente Donald Trump da a los aranceles. Los no estadounidenses piensan que ese tipo de impuesto sólo tiene sentido cuando se trata de proteger algún sector económico, pero para los jacksonianos la imposición de aranceles es también un arma política.
Por ejemplo, Donald Trump impuso a los productos colombianos un arancel de 25% y anunció que en una semana lo elevaría al 50% si el gobierno de Colombia seguía negándose a aceptar la expulsión de los migrantes colombianos ilegales que Estados Unidos quería devolver a ese país.
La medida estuvo en vigor sólo unas horas, ya que el mismo Trump la anuló cuando el gobierno colombiano se plegó a recibir los deportados.
Trump hace ahora lo mismo cuando impone a Canadá y a México un arancel de 20% y de 10% para China.
Tampoco alega en esos casos argumentos económicos sino de naturaleza política, considera que China vende a los cárteles del narcotráfico los compuestos químicos necesarios para la producción de drogas y que México y Canadá permiten el tráfico hacia Estados Unidos.
El caso de la Unión Europea es diferente. La administración Trump quiere reequilibrar la balanza comercial y podría imponer aranceles de 10%, pero sólo para ciertos productos.
Se trata en ese caso de un uso convencional de los aranceles… aunque es difícil ver cómo podría Washington conciliar esas medidas con los compromisos que contrajo al incorporarse a la Organización Mundial del Comercio (OMC).
https://www.voltairenet.org/article221746.html