*** Con el acceso bloqueado al resto del mundo y cercado por tierra mediante alambre de espino y vallas electrificadas, el litoral mediterráneo solía ser el único lugar en que los palestinos de Gaza podían respirar la majestuosidad de la tierra de Dios.
Allí iban las familias a divertirse, los amantes a estrechar lazos, los amigos a sentarse en la arena y hacerse confidencias.
Es allí donde la gente iba a pensar y a contemplar un mundo tan poco generoso con ellos. Donde iban a bailar, fumar narguile y forjar recuerdos.
Pero ahora esas orillas son un tormento.
Como región costera, el suelo de Gaza es arenoso, incluso tierra adentro. Como casi tres cuartas partes de su población viven en tiendas improvisadas, la arena se cuela en todas partes. Está en poca la comida que hay, una arenilla inoportuna en cada bocado.
Se amontona en el pelo de todo el mundo, todo el tiempo.
Se mete bajo el hiyab, que ahora las mujeres se ven obligadas a llevar todo el tiempo por falta de intimidad.
El cuero cabelludo pica constantemente y cada vez hay más gente que se afeita la cabeza, una decisión especialmente dolorosa para las mujeres y las niñas, lo que es un detalle más de esta degradación deliberada de toda una sociedad.
Los afortunados que tienen acceso a agua limpia pueden tomarse unas horas de respiro antes de que la autoridad de la arena se imponga de nuevo.
Dondequiera que haya arena, hay pequeños cangrejos de la arena, y otros insectos seguirán a medida que el clima se vaya calentando.
Una amiga me envió fotos de lo que creía que era una erupción cutánea en las extremidades, con la esperanza de que pudiera consultar a los médicos por ella.
Enseguida reconocí que probablemente eran picaduras de insectos y dos médicos confirmaron mi sospecha.
Juraba que había sido meticulosa con la limpieza diaria de su espacio para dormir, pero los médicos le explicaron que esos bichos podían ser demasiado pequeños para verlos.
Estos asaltantes microscópicos en su piel la abatieron un poco, a pesar de que ya había soportado lo insoportable: bombas y balas indiscriminadas, falta de todo, horripilantes escenas de muerte y desmembramiento casi a diario, el zumbido constante de drones que perturba la mente, el deterioro de familiares que necesitan medicamentos no disponibles y la imposibilidad de simplemente volver a casa.
Humillación
Es doloroso presenciar los detalles de una sociedad antigua reducida a las más elementales necesidades primarias.
Una amiga que vivía en un hermoso apartamento «elegante» con comodidades modernas, que enseñaba en la escuela primaria y dirigía programas extraescolares de ocio infantil, ahora estructura sus días en torno a dos horribles visitas a un retrete al aire libre compartido por cientos de personas.
Es un pútrido agujero en el suelo coronado por un cubo que corta la piel. No sabe adónde lleva, pero «no tira de la cadena, claro», dice.
Algunas personas hacen sus necesidades fuera del agujero, en el suelo de tierra, por lo que a veces debe caminar entre heces. Tiene cuatro paredes de plástico, pero no techo, lo que incrementa la humillación cuando llueve.
La madrugada es el mejor momento para ir porque la cola es más corta. Tiene cuidado cuando come o bebe, no vaya a ser que tenga que ir a destiempo.
Su hija de 6 años aprende a aguantar el mayor tiempo posible. Su hijo mayor puede acompañar a su padre al trabajo, donde hay un retrete que funciona, pero se siente culpable cuando hace sus necesidades, me dice su madre.
Cuando la visité, le llevé algunos artículos de aseo básicos, y estuvo a punto de llorar al contacto con la loción para la piel. «Sigo pensando que un día me despertaré y me daré cuenta de que todo esto no ha sido más que un mal sueño», dice.
Un recorrido terrible
Es un sentimiento que he oído muchas veces a distintas personas en diferentes partes de Gaza.
La denigración de sus vidas ha sido tan aguda y rápida que la mente apenas puede comprender la realidad. «Nunca imaginé que esta pudiera ser mi vida», dice y luego hace una pausa, añadiendo: «pero no siento que tenga derecho a quejarme porque al menos mi familia sigue viva». Esto también es algo que oí repetidamente a la gente de Rafah.
Se sienten culpables de haber sobrevivido hasta ahora.
Se sienten privilegiados porque tienen comida, por rancia o inadecuada que sea, mientras sus amigos, vecinos y otros familiares mueren lentamente de hambre en las zonas norte y norte-centro.
Se trata de personas que caminaron durante horas con las manos en alto, siendo objeto de burlas y mofas por parte de los soldados israelíes a lo largo del camino, aterrorizadas de mirar hacia el suelo o agacharse para recoger algo porque eso podía ser motivo de recibir el disparo de un francotirador, un destino que muchos se encontraron por el camino.
Casi todos sufrieron el saqueo de sus pertenencias por parte de los soldados, que dejaban tirado por la carretera lo que no querían.
«Mis hijos vieron a los lados de la carretera personas muertas y partes de cuerpos humanos en diferentes estados de descomposición.
¿Cómo les afectarán esas terribles visiones?», dice. Su hijo de 8 años perdió su shibshib (chancla) izquierda mientras hacían ese recorrido terrible, pero tuvo que seguir caminando con la única que le quedaba, porque mirar hacia abajo o, peor aún, agacharse, podía hacer que lo mataran.
Aunque había permanecido estoico a pesar de vivir un terror inimaginable, la pérdida de su sandalia fue lo que desmanteló su compostura.
Lloraba una y otra vez, rechazando el shibshib de su madre, hasta que un compañero refugiado que caminaba junto a ellos, con las manos levantadas por el mismo miedo, consiguió acercarle un shibshib desechado por el camino. «Por suerte era del pie izquierdo, así que volvió a tener un par, aunque no fueran iguales», cuenta su madre.
Susan Abulhawa es escritora y activista. Visitó Gaza en febrero y a inicios de marzo.
Traducido para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo
https://rebelion.org/sobre-el-terreno-del-genocidio-arena-mierda-carne-en-descomposicion-y-chanclas-perdidas/