Mary Shelley, nacida Mary Godwin, en Londres, en 1797, publicó, con veinte años, su obra más famosa (de hecho, la única famosa), que tituló Frankenstein o el moderno Prometeo.
Fue un éxito inmediato en Gran Bretaña y es, sin género de duda, una de las novelas de terror más famosas jamás escrita, no tanto por la calidad de su prosa, como por el tema que aborda: la creación, por el doctor Víctor Frankenstein, de un ser vivo con los restos de humanos muertos.
La posibilidad de ser Dios, dando vida a lo inerte. La fama de la criatura devorará al padre, al menos nominalmente. Se olvida el nombre del creador y pasa a conocerse al monstruo como Frankenstein, siendo ése el apellido de su ¿padre?, que queda, así, subsumido por su criatura.
Con la popularidad y el tiempo, la criatura se incorpora al imaginario colectivo para denominar como Frankenstein a las obras que terminan convertidas en algo monstruoso, indeseable, inesperado, antinatural.
Prometeo, hijo de Jápeto y de la ninfa Clímene, era hermano de Epimeteo y, ambos, tenían el trabajo de crear a la Humanidad y de dotarla de todo lo necesario para vivir.
Fue Prometeo quien hizo a los humanos bípedos y, en la satisfacción de su obra, decidió entregarles el fuego.
Zeus se enfureció, porque el fuego era un don divino reservado a los dioses. Para castigarlo, ordenó a Hefestos que encadenara a Prometeo en una cueva, donde, por 30.000 años, un águila le devoraría las entrañas, que se regeneraban cada día. Hércules, camino de Hespérides, encuentra a Prometeo, mata al águila y lo libera.
Mary Shelley quiso vincular su novela con el mito de Prometeo porque ambos, Víctor Frankenstein y Prometeo, hicieron algo prohibido. Uno dar vida a la muerte, que es atributo de Dios. El otro, robar el fuego sagrado, que era atributo de los dioses.
Este breve introito literario-mítico-psiquiátrico tiene como propósito recrear el origen del renacimiento chino y las consecuencias del legado del dueto Nixon-Kissinger: un episodio que, desde hace años, es comentado, diseccionado, glosado, analizado y, claro, debatido, en EEUU.
El episodio es el siguiente.
Contaba el periodista William Safire –columnista en el diario The New York Times y ex redactor de los discursos del ex presidente Richard Nixon (si era ex de alguna dama no lo sabemos)-, que, en los primeros años de la década de los 90, tuvo una conversa con Nixon sobre los hechos acontecidos décadas atrás, cuando Nixon era presidente.
Habían conversado, en concreto, sobre la decisión de Nixon de restablecer relaciones con China y de abrir al gigante comunista el comercio y las inversiones de empresas estadounidenses y del resto del mundo occidental. El relato de Safire es este:
“Antes de la muerte de Nixon, le pregunté, oficialmente, si tal vez nos habíamos excedido un poco al venderle al público estadounidense los beneficios políticos de un mayor comercio [con China]. Ese viejo realista, que había jugado la carta de China para explotar la división en el mundo comunista, respondió con cierta tristeza que no estaba tan esperanzado como antes: 'Es posible que hayamos creado un Frankenstein'.”
Ahora retrocedamos en el tiempo.
En 1971, la República Popular China era una especie de apestado mundial. Aunque el país, en 1945, estaba en guerra civil, el gobierno del Kuomitang tenía la representación de China en la Conferencia de San Francisco y, como tal, participa en las negociaciones para crear la Organización de Naciones Unidas (ONU).
En 1949, el Kuomitang es derrotado por el Partido Comunista y se traslada a la isla de Taiwán. EEUU, instalada ya la Guerra Fría, y gozando de mayoría absoluta en la recién nacida ONU, logra que la organización mantenga como representante de China al gobierno de Taiwán. De esa forma, la República Popular China permanece fuera del sistema de NNUU veintidós años, una situación que cambia, de forma inesperada y radical, en 1971.
En esos años, EEUU se encuentra en lo más crudo de la Guerra de Vietnam, las bajas se acumulan, el erario está resentido y en Washington andan buscando, casi desesperadamente, fórmulas para cambiar el rumbo de una guerra cada vez más impopular.
Estaba, también, el problema de la proliferación de armas nucleares. En EEUU se había llegado a la conclusión de que, siendo una posibilidad real la Destrucción Mutua Asegurada (DMA), no tenía sentido seguir fabricando misiles intercontinentales (ICBM).
La URSS había multiplicado su arsenal nuclear, pasando de poseer 75 ICBM en 1960, a disponer de 1.513 en 1970.
Sus misiles balísticos lanzados desde submarinos (SLBM, por sus siglas en inglés) habían pasado de unos pocos en 1960, a 304 en 1970. EEUU disponía de más SLBM (656), pero la URSS los superaba en ICBM (‘sólo’ poseía 1.054). De esa guisa, Nixon y Kissinger, pensaron en negociar un acuerdo de equilibrio nuclear, para cerrar una carrera armamentista interminable.
La idea de reabrir vías de negociación con la República Popular China estuvo influida por el temor que despertaba el prestigio de la URSS en los países del entonces Tercer Mundo, pues los años 60 y 70 habían sido de descolonización, y buena parte de los nuevos Estados eran partidarios de la URSS, cuyo papel era determinante en la lucha descolonizadora.
Introducir a China, rival ideológico de los soviéticos, en los juegos políticos mundiales y en los nuevos países, buscaba debilitar a la URSS, al situar a otra potencia comunista en el nuevo mundo alumbrado por la descolonización.
En 1969, los reclamos chinos sobre territorios de la URSS derivaron en choques armados, que hicieron que la URSS movilizara enormes contingentes de soldados a las fronteras con China.
Esta situación hizo que, en China, se fortaleciera la posición de quienes deseaban una apertura con EEUU, dada la superioridad militar soviética. Las condiciones estaban dadas para que EEUU se aplicara a crear un ambiente propicio para el restablecimiento de relaciones diplomáticas con China, después de casi tres décadas de guerras, insultos y denigraciones mutuas.
Se hizo folclore, entonces, presentar este proceso como derivación de un encuentro entre jugadores de pingpong chinos y estadounidenses –de ahí el nombre que se le dio, de “diplomacia del pingpong”-, que ocurrió, pero en juegos políticos de tal envergadura no se buscan caminos tan simples.
Lo cierto era que EEUU quería utilizar la rivalidad sino-soviética en su propio beneficio, de forma que, si EEUU lograba agudizar esa rivalidad, China podría dedicar más recursos a su frontera con la URSS y quitaría presión al Sudeste Asiático, que era donde EEUU tenía sus verdaderos intereses. China, por su parte, necesitaba de un contrapeso a la URSS, que pasaba por buenos momentos en lo económico y lo militar y EEUU era el único país que podía dar tal contrapeso.
Según relata Joseph Bosco, en un artículo de octubre de 2020, en la revista The Hill, Richard Nixon había sido un furibundo anti-chino, pero, una vez electo presidente y con Henry Kissinger de asesor de seguridad nacional, las desconfianzas hacia China “desaparecieron en el éter”.
Nixon y Kissinger creían firmemente que “jugar la carta de China” daría a EEUU ventaja para lograr la distensión con la URSS -proyecto favorito de Kissinger-, y lograr una retirada honrosa de Vietnam que salvara las apariencias.
El relato de Bosco confirma las intenciones que guiaron al dúo Nixon-Kissinger para abrir el diálogo con China, a la que el “realista Kissinger” hizo una serie de concesiones previas, particularmente sobre Taiwán, que dejarían poco beneficio a EEUU.
En abril de 1971, el gobierno chino hizo llegar una invitación secreta a EEUU, pidiendo la visita de un enviado personal del presidente Nixon, para preparar el camino a un restablecimiento de relaciones entre ambos países.
El viaje lo realiza Henry Kissinger y, un año después, en 1972, Nixon efectúa una visita oficial a China, se reúne con Mao y se emite un comunicado final, que decía que Taiwán era parte indiscutida de China y que lo referente a Taiwán era una cuestión interna china.
En los meses siguientes al viaje a Beijing estalla el escándalo Watergate y Nixon es obligado a renunciar en 1974. No obstante, las relaciones con China estaban restablecidas y los negocios bullían.
Después de Nixon, en EEUU, viendo el gobierno de reojo a la URSS y los empresarios sus bolsillos, todos los presidentes y consorcios estadounidenses favorecen cuanto pueden las relaciones económicas, comerciales y financieras, y hasta científico-técnicas.
La afluencia masiva de inversiones a casi todos los niveles, primero en las ‘zonas especiales’ y, luego, en medio país, dieron un empuje formidable a China. Las grandes corporaciones de todo tipo, por su parte, estaban sumergidas en una euforia permanente, a causa de los pingües beneficios que obtenían del país asiático.
En 2001, el presidente Clinton está tan entusiasmado con China que propicia su ingreso en la Organización Mundial de Comercio (OMC), lo que daba el espaldarazo definitivo a Beijing. China, de la mano de EEUU, ingresa con honores al templo del comercial mundial.
El suicidio de la URSS, por demás, hizo ver a la dirigencia china la necesidad de abrir, de forma general, espitas económicas y comerciales a la población, para evitar un colapso económico como el que había sufrido la superpotencia soviética.
Apertura y mano ancha en lo económico y puño de hierro en lo político, fueron los dos pilares sobre los que iba a descansar el modelo chino de desarrollo y modernización.
China hizo lo que la URSS, dirigida por el incompetente Gorbachov, fue incapaz de hacer. Abrir la mano en lo económico y cerrarla en lo político.
El éxito chino, sin embargo, se iba traduciendo en un desastre económico, comercial, político y militar para EEUU. A medida que pasaba el tiempo se empezaba a producir un efecto no esperado y, menos aun, deseado, que era el ascenso fulgurante de la República Popular, cuyos niveles de crecimiento económico –de una media del 10% anual- iban empequeñeciendo EEUU.
La renta per cápita en China, en 1978, era de 13 euros en el campo y de 33 en las ciudades.
En 2022, dicha renta fue de 12.200 euros. El porcentaje del PIB chino pasa de ser el 1,4% del PIB mundial en 1973, a ser el 18% en 2022. En términos de paridad adquisitiva, China es la primera economía del mundo, lejos, muy, muy lejos de lo que era China cuando la visitó Kissinger.
El ‘mundo feliz’ que se prometían en EEUU al crear de la nada una complicidad sino-estadounidense contra la URSS, había convertido a China en un Frankenstein que apuntaba al corazón mismo de la hegemonía mundial de EEUU.
Nixon había pronunciado su, después, célebre y desalentada frase, refiriéndose a la China de hace treinta años, cuando el gigante asiático apenas empezaba a despegar.
Si hubiera podido vivir y ver la China –y la Rusia- de este año 2023, habría quedado convencido de que “la carta china” no había creado un Frankenstein, sino dos, China y Rusia. Que, ahora, en vez de tener una China aliada contra la URSS, tenían en China a un poderoso y amenazante rival y que ese rival ha establecido una alianza de hierro y fuego con una Rusia renacida y dispuesta a hacerse valer. Una alianza era lo peor que podía pasarle a EEUU.
A la alianza chino-rusa la llaman, en EEUU, “la pesadilla de Brzezinski”, en referencia al sucesor de Kissinger, considerado como el último gran paladín de la geopolítica en EEUU. Zbigniew Kazimierz Brzezinski, era origen polaco, como Kissinger, y había sido asesor de seguridad nacional del gobierno de James Carter. Y es que, en mayo de 2017, poco antes de su muerte, Brzezinski comentó que el escenario más peligroso para EEUU sería una gran coalición entre China y Rusia, unidas no desde el punto de vista ideológico, sino por reclamos complementarios (debe admitirse que la proximidad de la muerte tiene efectos confesorios.
Nixon se imaginó haciendo de Víctor Frankenstein y a Brzezinski le asaltaron pesadillas geopolíticas. Pocos quieren morir sin confesarse).
De esta pesadilla es “pater pricipalis” Henry Kissinger. Tomando en cuenta los colosales beneficios obtenidos por China gracias a la “diplomacia del pingpong”, es comprensible que Xi Jinping recibiera al anciano político como despedida.
¿Lo habrá hecho con sorna, el presidente chino? Debemos entender esa reunión de despedida. Mucho le debía China a don Carnicero Kissinger. EEUU, viendo los resultados de aquella jugada antisoviética, parece que muy poco.
El aguafuerte de Goya: el sueño de la razón produce monstruos, como Frankenstein (o China). No lo olviden, mis palinuros y atlántidas. Buena semana decembrina, que será mejor con una humeante taza de café.
Augusto Zamora Rodríguez