Todo cumpleaños que se precie tiene palabras y música para celebrarlo, y los cumpleaños del sandinismo no son una excepción. La canción que se escucha en las calles de Nicaragua es una canción romántica.
Los derechos de autor pertenecen al FSLN, uno de los partidos mejor organizados del continente. La palabra y la música son la epopeya del sandinismo y de sus intérpretes.
Una celebración colectiva, un desbordamiento de rostros, sonidos, colores y sonrisas. Todo se mezcla en el cielo que, como una capa, nos recuerda que estamos en el Trópico donde el marxismo tropical también gobierna con alegría.
Se celebra el 43º aniversario de la Revolución Popular Sandinista, que derrotó a la tiranía somocista y puso al rojo y al negro en la cima de la pirámide de colores.
Fue el fin de una de las dictaduras más feroces de la historia del continente latinoamericano por parte de los muchachos. Sí, muchachos que crecieron bajo el fuego, que fueron capaces de derrotar a uno de los ejércitos con mayor eficiencia militar e índice de criminalidad de Centroamérica. Fue hace 43 años y para siempre.
Se celebró con manifestaciones a lo largo y ancho del país, con el acto central en Managua. Una ceremonia a la que asistieron invitados de todo el mundo; elegante, sobria, pero no exenta de pasión.
Después de todo, ¿Cómo podría hacerlo?
Desde enero de 2007, cuando el comandante Daniel Ortega volvió a ponerse la banda presidencial, devolviendo al sandinismo al lugar que la historia y la sangre de los nicaragüenses le habían asignado, la Revolución ha iniciado su tercera etapa, la más sólida, la más generosa.
Sì, la Revolución tiene tres etapas: la primera fue la guerra de guerrillas victoriosa y la década de gobierno, marcada inmediatamente por una guerra deseada, financiada y dirigida por Estados Unidos.
La década revolucionaria terminó con una derrota electoral, nunca militar.
Se entregò el gobierno: hubo sentido de la responsabilidad, respeto a los pactos institucionales. Era la certificación del sandinismo como generador de democracia en el sentido ateniense del término, no en el estadounidense.
Siguieron dieciséis años de oscuridad, de pobreza extrema, hambre, ignorancia y enfermedad. El liberalismo se estrelló contra la población para enriquecer desproporcionadamente a unos pocos al precio de la inanición de todos.
Los súbditos de Washington se lanzaron sobre los logros de la década roja y negra con la voracidad de los lobos, y el sandinismo se esforzó por evitar que las conquistas logradas en diez años de revolución fueran aniquiladas.
La oligarquía ordenó a sus hijos en las filas del FSLN a volver a los intereses familiares, pero la operación de destrucción desde adentro fracasó estrepitosamente.
El sandinismo, ahora huérfano de sus traidores y firmemente en manos de Daniel Ortega y Tomás Borge, levantó muros, defendió lo defendible y resistió lo necesario.
En cualquier momento podría haber derrocado por la fuerza a los gobiernos liberales que ofrecían asquerosos espectáculos, pero prefirió quedarse en el surco de la Nicaragua nacida el 19 de julio de 1979 y quiso recuperar el control del país en las calles y del gobierno en las urnas.
Sucedió en noviembre de 2006, y los relojes volvieron a la hora legal.
Nicaragua inició sus primeros pasos hacia lo que, quince años después, parece ser la mayor y más profunda modernización de un país jamás imaginada en esta parte del mundo. Resultados económicos y sociales extraordinarios, un crecimiento vertical y horizontal constante que ha marcado regularmente la seguridad del país, su fiabilidad, tanto interna como externa.
La derrota del odio
Se celebró la 43ª etapa de una carrera de larga duración, porque 43 años de revolución no son pocos y no han sido fáciles.
Más aún si uno los ha vivido obligado a defender lo conquistado porque el enemigo -el poderoso de afuera y el mandón de adentro- nunca ha renunciado a la idea de arrebatarle el país a sus habitantes, de volver a sentarse a saquearlo como siempre, pero no lo ha logrado, a pesar de los dólares, el terror, las mentiras y el odio repartidos a manos llenas en 2018.
Ante el horror, el sandinismo se hizo intérprete de una alta mediación política al aceptar el diálogo con el terror, sentándose en la misma mesa con su cúpula, la que hablaba como mediador pero bajo la sotana se movía como inspirador.
El sandinismo supo esperar, la lógica de las armas no fue la primera opción. Su Comandante de siempre y para siempre supo mostrar paciencia e impuso vigilancia y disciplina, dio al diálogo un tiempo prolongado para no sumir al país en el caos y la violencia antes de haber intentado todas las vías de reconciliación.
Una vez que se demostró ante todos que estaba en marcha un intento de golpe de Estado, fruto de una conspiración internacional hetero-dirigida y hetero-financiada, con la participación de embajadas, iglesia, ONGs y medios de comunicación al servicio de la oligarquía, decidió que el tiempo de las palabras había terminado, que había vuelto el tiempo de la legalidad.
Frente al horror por el horror, que hubiera querido encerrar la historia del sandinismo en un rincón, como si fuera incapaz de gobernar sin derramar sangre, llegó el momento de recordar a todos, especialmente a los enemigos y falsos amigos, que una Revolución auténtica posee razón y fuerza.
Que el monopolio de la fuerza pertenece a quienes saben cómo, cuánto y cuándo utilizarla. Así que, tras dos meses de falso diálogo y auténtico golpe de estado, el comandante del sandinismo decidió dar la orden de limpieza: mientras medía la fuerza con la que debía proceder para ir a sacar a los asesinos de los indefensos, a los vándalos y a los torturadores de los inocentes.
Se demostró que no es posible derrocar al sandinismo por la fuerza y se reiteró la pertenencia al sandinismo del único proyecto nacional viable y creíble para el progreso del país.
Este 43º aniversario
Hay una palabra recurrente en la historia de la independentismo latinoamericano de la que el sandinismo es hijo legítimo: soberanía. Es una palabra rimbombante, lleva inherente en sus letras el desafío y la desfachatez de pensar y querer derribar el orden imperial, y por eso fascina y seduce. En Nicaragua ha encontrado una aplicación concreta.
La soberanía, en la epopeya del sandinismo, es un hilo rojo y negro que une todos estos 43 años. Es un vestido que va bien con todas las fases de su historia política y humana, que a partes iguales contribuyen a contar su historia.
Desde 1979, la soberanía ha sido la brújula de Nicaragua.
Por la total autonomía del país, por su política exterior e interior basada en el interés nacional y no dedicada a los intereses extranjeros. Por su atención a los desfavorecidos y no a los privilegiados, esquema pre-establecido para la postura del país ante los retos que afronta.
Y cuando a través de las políticas socioeconómicas del país, coherentes con su modelo de desarrollo equitativo y sostenible, la soberanía desciende del verbo a la tierra, entonces emerge con mayor claridad la dimensión de la soberanía que trae consigo la Revolución Sandinista.
Soberanía es ante todo autosuficiencia alimentaria. Soberanía es autosuficiencia energética. Soberanía es un sistema de atención y bienestar sostenible e indiferente a las sirenas extranjeras de la especulación privada.
Soberanía es educación gratuita y de calidad en todos los niveles. Soberanía es una asistencia sanitaria del más alto nivel, comparada con las mejores referencias regionales y donde hay pacientes y no clientes, médicos y no mercenarios.
En política exterior, soberanía es que nadie se permite decir a Nicaragua dónde debe situarse, al lado o en contra de quién y de qué. A nivel interno, soberanía es una estabilidad política envidiable.
Por muy fuerte que sea el sentimiento de responsabilidad, no hay forma de que la rendición o la obediencia a quien no sea su pueblo encuentren un camino fácil.
La revolución desde el gobierno
Puede parecer retórico, excesivo, o quizás raro, hablar de una Revolución cuando el gobierno se alcanzó por votos en unas elecciones y no en una insurrección. Pero si esto es cierto en general, en este caso concreto hay que hacer una excepción, porque la historia de Nicaragua se ha convertido en otra cosa.
Su destino ha dado un vuelco y se ha puesto de nuevo en pie en la dirección correcta. El gobierno revoluciona porque es el mandato que se le ha dado, revoluciona porque lo necesita y también porque, seamos sinceros, revolucionar luchando o administrando es lo que mejor sabe hacer.
A nivel identitario, la revolución sandinista ha unido la independencia latinoamericana con el socialismo, aunque aplicado en las condiciones de un país tropical con economía rural, ciertamente no en la Europa de principios del siglo XX.
Y en el plano ideológico tomó lo mejor de las dos revoluciones que cambiaron la historia, la rusa y la francesa.
Desde la primera la irrupción en el escenario de las clases trabajadoras, la entrega del destino de un país a ellas. De la segunda, la igualdad, la libertad y la fraternidad, los componentes más presentes en esta nueva Nicaragua.
Por eso Nicaragua vive aún hoy su Revolución: porque ha hecho de la soberanía el término adecuado para su proceso de transformación, que sin perder la identidad rural encuentra su modelo de desarrollo en la modernización ahora acelerada del país.
Un modelo que debería ser estudiado y respetado por todos aquellos izquierdistas que siempre se sientan a la derecha de lo existente, que tienen en la apatía y la atrofia su ADN entreguista.
Aquí se mide la calidad de una Revolución hecha de ideas en movimiento y no de ideologías rígidas. En la capacidad de leer los grandes cambios históricos, los grandes ideales, y saber aplicarlos aquí y ahora, peligrosamente cerca de las garras de la hiena.
Así es como un país pequeño y pobre se convirtió en una nación, cómo la gente se convirtió en un pueblo, y cómo la historia de hoy superó el sueño de ayer.
por: Fabrizio Casari