Sin la presencia y regeneración del Estado, toda posibilidad de atenuar los impactos de un fenómeno global como el crimen organizado tenderán a diluirse.
Una tesis es fundamental para iniciar el debate: el crimen organizado es parte consustancial de los procesos de acumulación de capital, y –a su vez– se engarza con mecanismos de desposesión y despojo, así como con la triple explotación –la que recae sobre la naturaleza, la clase trabajadora y sobre la mujer.
Y ello se eslabona y, paralelamente, reproduce una descomposición del tejido social que incrementa exponencialmente la vulnerabilidad de las sociedades e individuos.
Más aún, el crimen organizado es parte de las estructuras de poder, riqueza y dominación, y funge a su vez como un dispositivo de segregación y control social que recae sobre comunidades enteras, familias e individuos; mostrando su rostro más lacerante a través de la violencia.
El poder del crimen organizado se fundamenta, en principio, en el control del territorio y desde allí escala –en países como México– al control y despojo de los recursos naturales y a la cruenta disputa en torno a bosques, aserraderos, agua, tierras fértiles, rutas y mercados para el tráfico de estupefacientes y armas.
Redondea su poder con la incursión de los recursos de procedencia ilícita en los mercados financieros y en el sistema bancario internacional.
Más todavía: en todo momento, el inframundo de la ilegalidad precisa de los Estados, la corrupción y de la impunidad para expandirse y profundizar sus formas de operación y los procesos de acumulación de capital en los cuales participa.
Paralelamente a ello, existe una geopolítica y una geoeconomía del crimen organizado, y éste solo se comprende por sus articulaciones en redes globales donde lo mismo juegan un papel crucial agencias de seguridad estadounidenses como la CIA y la DEA, que megabancos y fondos de inversión, empresas legales que reportan al fisco de sus Estados, procesos de militarización de la sociedades, así como una sofisticada división internacional del trabajo criminal donde lo mismo intervienen células radicadas en naciones subdesarrolladas como grupos delictivos asentados en los principales centros de consumo de enervantes (Europa y los Estados Unidos con su crisis de opiáceos que tiene a 50 millones de habitantes atrapados en el laberinto de las adicciones).
Además, actividades criminales como el narcotráfico son el salvavidas y el lubricante de la economía mundial, y más lo son cuando ésta entra en crisis. 950 mil millones de dólares son movidos anualmente y salir de la crisis económico/financiera del 2008/2009 solo fue posible con las operaciones de blanqueo de dinero en los megabancos globales.
Si el narcotráfico fuese declarado legal por los Estados, en un plazo extremadamente corto la economía capitalista sería dinamitada en sus cimientos y perdería razón de ser. Las mismas élites políticas que recurren a las campañas electorales financiadas con fondos de procedencia ilícita, tampoco serían posibles sin la contribución financiera de estas actividades criminales.
En una escala intermedia, existe una simbiótica relación entre el crimen organizado y la desigualdad y exclusión social. De ahí que cuando sus actividades se posicionan en sociedades desiguales y excluyentes, tienden a la devastación de las relaciones sociales, el tejido societal y el medio natural.
Pensemos, por ejemplo, en los incendios forestales provocados en varias regiones de México y su amplia relación –más que con las sequías– con la apropiación y despojo que emprenden las empresas criminales sobre vastos territorios del país cuando éstas protagonizan disputas con grupos rivales.
La tala clandestina de árboles es un negocio lucrativo para los criminales, aunque también las tierras arrasadas con los incendios forestales abren amplios procesos de acumulación donde intervienen empresas inmobiliarias y se arrincona o despoja a las comunidades autóctonas.
Los desplazamientos forzosos son moneda común en territorios de Tamaulipas, Chihuahua, Guerrero, entre otros. Afectando con ello –en una microescala– a familias e individuos que son obligados a abandonar territorios regularmente dotados de recursos naturales y cuya propiedad de la tierra es comunal o ejidal.
En esa misma microescala, el crecimiento del uso de enervantes se relaciona con el incremento de los delitos, los homicidios y la destrucción del mismo tejido social. El consumo de drogas sintéticas como el cristal involucra a niños y jóvenes carentes de referentes, expuestos a una vida sin sentido y reducidos a una orfandad ciudadana por parte del Estado.
En su desesperación son capaces de perpetrar delitos (robos, asaltos, etc.) y violencia intrafamilar para costear una dosis ofertada por el narcomenudeo que asedia hogares, barrios, escuelas y centros nocturnos. Es conveniente para las mismas estructuras de poder y riqueza que los jóvenes vivan presa de las adicciones y permanentemente drogados a que se despojen de su social-conformismo y muestren su inconformidad ciudadana por los cauces de la praxis política y la organización comunitaria.
El crimen organizado no es asunto de personas ociosas o de policías y ladrones, sino que es parte de un engranaje más amplio que aprovecha el debilitamiento de los entramados institucionales y de la vida social, cada vez más socavados por la lógica de la desigualdad, de la exclusión social, la concentración de la riqueza y el ingreso, y por la misma depredación de la naturaleza derivada del neo-extractivismo.
A su vez, ello se complementa con la precarización laboral y la pauperización social acentuadas con las políticas inspiradas en el fundamentalismo de mercado. De ahí que sea posible pensar de manera amplia en la genealogía de la violencia relacionada con el crimen organizado y sus vínculos con la crisis de Estado en países como México.
Las anteriores escalas analizadas y en las cuales impacta el crimen organizado, son una manifestación del colapso civilizatorio contemporáneo.
Trascender un enfoque reduccionista o policíaco/militar es fundamental para reivindicar la relevancia de una economía política del crimen organizado que relacione a éste con la simbiosis que guarda con los procesos de acumulación de capital a escala global y su organización transnacionalizada. En la microescala es pertinente recrear el sentido en la vida de niños y jóvenes, puntualizando en los cuidados y en la construcción de alternativas dentro del sistema educativo, el deporte y el campo laboral.
Pero con las ausencias del Estado y la magnificación de la orfandad ciudadana, eventos como la exhibición de niños armados para alistarse en las llamadas policías comunitarias del estado de Guerrero el pasado 10 de abril serán cada vez más una posibilidad en el ámbito de sociedades con sus tejidos social e institucional devastados. Sin la presencia y regeneración del Estado, toda posibilidad de atenuar los impactos de un fenómeno global como el crimen organizado tenderán a diluirse.
Isaac Enríquez Pérez es investigador de El Colegio Mexiquense, A . C., escritor y autor del libro “La gran reclusión y los vericuetos sociohistóricos del coronavirus. Miedo, dispositivos de poder, tergiversación semántica y escenarios prospectivos.” Twitter: @isaacepunam
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