
RESUMEN:
El artículo aborda la evolución de la política exterior de Estados Unidos en las dos primeras décadas del siglo XXI. Se estudian los diseños estratégicos de Bush 43, Obama y Trump, y se observan las condicionantes y perspectivas generales de la administración Biden en este campo. Se argumenta que la política exterior estadounidense pasó del unipolarismo del primero, a los proyectos de ajuste de los restantes.
Esto fue resultado de la transformación de la balanza de poderes en el sistema internacional, la transformación estructural del capitalismo global, la redistribución espacial y reorganización de los procesos productivos y las cadenas de valor, y la competencia por la supremacía tecnológica. Todo ello sin abandonar el objetivo de sostener al país como primera potencia mundial.
INTRODUCCIÓN
Las elecciones presidenciales de 2020 en Estados Unidos se desarrollaron en medio de una crisis de alcance global, en la que se integraron los múltiples efectos de la pandemia de COVID-19 con las vulnerabilidades de una economía financiarizada que no había resuelto los problemas clave hechos visibles por la Gran Recesión de 2008.
La contienda se planteó como el enfrentamiento entre dos proyectos diferentes para la reorganización del complexus cultural estadounidense.
Por un lado, el representado por Joe Biden, nominado tras una elección primaria marcada por tintes similares, que aparecía como un ajuste parcial guiado por la preservación del modus operandi del establishment tradicional, en una versión cercana a lo que había sido la administración Obama (Domínguez y González, 2020).
Por otra parte, el proyecto identificado con el presidente entonces en ejercicio, Donald Trump, quien se presentó desde 2015 con un discurso populista y anti establishment, y con una agenda visiblemente orientada a la desregulación y la reducción de impuestos a las corporaciones y personas de más altos ingresos, matizada por fuertes visos de nativismo, todo lo cual atrajo a una importante masa de votantes, particularmente aquellos dentro del arquetipo WASP (blanco, anglosajón, protestante) (Major, Blodorn y Blascovich, 2016; Smith y Hanley, 2018).
La victoria de Biden preparó la escena para un nuevo cambio.
Este artículo responde a un objetivo fundamental:
Explicar las tendencias y factores que condicionaron la conformación de la política exterior estadounidense en el período 2001-2021 y que por tanto condicionaron el planteamiento del tema en los comienzos de la administración de Joseph Robinette “Joe” Biden Jr.
Para ello se proponen dos objetivos específicos: primero, caracterizar la política exterior de las administraciones de George Walker Bush (Bush 43), Barack Hussein Obama y Donald John Trump; segundo, explicar la influencia de los cambios estructurales en el sistema mundo sobre la conformación de la política exterior estadounidense en ese período.
DESARROLLO
Hegemonía y unipolarismo: el camino a la crisis El colapso del socialismo en Europa oriental y central y la desintegración de la Unión Soviética entre 1989 y 1991 trajeron consigo una profunda transformación en el sistema-mundo. La más inmediata y visible de ellas fue el fin de la guerra fría entre Estados Unidos y la URSS, con la victoria del primero, lo cual conllevó a la desaparición de lo que había sido el eje articulador del sistema de relaciones internacionales durante más de cuatro décadas.
Semejante cambio, y sobre todo, la aparente sorpresa por la desaparición de la Unión Soviética, obligaron a Washington a plantearse un ajuste general de su política exterior, a partir de una reinterpretación de su posición en el sistema internacional, del diseño estratégico de su proyección global y de los instrumentos para su implementación.
Ese acomodo inicial ocupó el remanente de la administración de George Herbert Walker Bush (Bush 41) y todo el doble mandato de William Clinton.
También se planteó para las élites de poder la necesidad de actualizar los mecanismos de legitimación de su política exterior de cara a la opinión pública interna y a los aliados internacionales, ante la desaparición de la amenaza soviética, que había actuado como fuente plausible para la legitimidad de la hegemonía estadounidense (Kissinger, 1974; Nye, 1990; Rostow, 1993; Brilmayer, 1994; Fromkin, 1995; Alzugaray, 2008).
El centro focal de la atención se ubicó en el vasto escenario euroasiático, lo cual se aprecia en la actividad sobre todo en el llamado Medio Oriente, con la primera Guerra del Golfo (1991), y en escenarios cercanos a esa región, como el acercamiento a las repúblicas ex soviéticas del Asia Central, la presencia en Somalia —marcada por el fracaso militar de 1993— y el ejercicio de influencia sobre los gobiernos emergentes de la transición en Europa central y oriental. Este es un punto interesante.
Ciertamente esta orientación está en línea con las consideraciones de Zbigniew Brzezinski (1998) sobre los imperativos que definen los objetivos y estrategias de Estados Unidos para la preservación de su posición en el sistema internacional.
Si miramos a los orígenes de la geopolítica como disciplina, este planteamiento coincide con la visión del heartland del británico Halford Mackinder (1904) y la construcción de hegemonía, en detrimento del rimland y el equilibrio de poder del neerlandés-estadounidense Nicholas Spykeman (1942).
El año 2001 marcó un punto de inflexión en este proceso. El ataque a las Torres Gemelas de Nueva York proveyó a los decisores de política de Estados Unidos de un enemigo externo, el terrorismo, con características muy distintas a lo que había sido el “imperio del mal” de la guerra fría.
A diferencia de la URSS y sus aliados, que constituían un bloque de Estados claramente identificables, el terrorismo apareció como una amenaza amorfa, fácilmente asociable a Estados, etnias, organizaciones e individuos diversos, y por tanto carente de una línea de fisura clara.
No obstante, la administración de George W. Bush planteó la “guerra contra el terrorismo” en términos dicotómicos —“el que no está con nosotros está con los terroristas”— tratando de forzar a aliados y potenciales rivales a un alineamiento sin matices.
Simultáneamente, la tendencia unipolarista que se había configurado durante la década precedente, se reforzó y consolidó como el núcleo del nuevo diseño de política exterior. A diferencia de las políticas de Bush 41 y Clinton, se dejó de lado la legalización formal de las acciones de Washington por el Consejo de Seguridad de la ONU y el unilateralismo se convirtió en modo de operación en la arena internacional.
Se priorizaron los instrumentos del hardpower (poder duro), es decir, el uso de la fuerza militar y las presiones económicas y políticas directas, con acciones abiertas en los diferentes escenarios, y se incorporó el polémico principio de acción preventiva (Bacevich, 2002). Estos fueron los núcleos de la llamada “Doctrina Bush”, según reflejaron las estrategias de seguridad nacional publicadas por la administración (President of the United States, 2002; 2006).
Este enfoque se acompañó por una interpretación del terrorismo a través de referentes subjetivos, como parte de lo que Samuel Huntington (1996) definió como el choque de civilizaciones, que en su criterio representaba la principal fuente de conflictos a escala global. Particularmente, la amenaza terrorista se asoció con el Islam, y por tanto a los terroristas con los musulmanes, sin una clara distinción entre extremismo religioso, terrorismo, religión, comunidades musulmanas e islam político, y sin análisis serios sobre sus interrelaciones.
Aquí hay que considerar, además, que la población musulmana se concentra en regiones de gran importancia estratégica, debido a la presencia de recursos de alto valor como el petróleo y el gas natural (Golfo Pérsico, África Norte, Indonesia), o por su localización en zonas de tránsito o en las fronteras de posibles rivales (Afganistán, Siria) y algunas que combinan las dos condiciones (Asia Central).
Es decir, este sesgo se construyó a partir de tres dimensiones clave de la conformación de políticas (Domínguez y Barrera, 2020: 174-181): por una parte, era funcional a los intereses de los principales actores que intervienen en el proceso, tanto gubernamentales como, especialmente, no gubernamentales;
en segundo lugar, era consistente con la política de Estado de la potencia norteña, derivada de su proyecto nacional de construcción y sostenimiento de hegemonía regional y global; finalmente, expresó las peculiaridades de los sistemas de significación y estructuras de pensamiento que producen el conocimiento del que parten los actores para evaluar sus intereses y posibilidades en la toma de decisiones en estos ámbitos.
Parece evidente que este diseño de política se basaba en la consideración de que no podía existir ningún actor internacional plenamente independiente de Estados Unidos capaz de tener algún éxito, por lo cual Washington estaba en posición de conducir el funcionamiento del sistema internacional siguiendo sus propios criterios.
Esta es una idea con importantes implicaciones: interpreta a las organizaciones multilaterales y los aliados como otros tantos instrumentos de hecho para ser utilizados a conveniencia;
a la vez, indica una concepción de hegemonía centrada en la capacidad coercitiva y coactiva, con un espacio secundario para la cooptación.
En retrospectiva, este diseño estratégico tenía vulnerabilidades claras. La primera de ellas es que, por su propia definición, no estaba en condiciones de adaptarse a cambios relativamente importantes en el balance de fuerzas en el sistema-mundo.
La emergencia de potencias globales o regionales capaces de ejercer influencia fuera, e incluso a contrapelo de la estructura de poder controlada por Estados Unidos, haría inviable la conducción directa de los procesos internacionales por la potencia norteamericana.
El único camino para mantenerla sería impedir que tales cambios se produjeran. Esto la colocaba a su vez dentro del contexto señalado por Paul Kennedy (1987) en su teoría del sobredimensionamiento imperial, lo cual implica una falta de correspondencia entre los recursos de la potencia dominante y las demandas emanadas del ejercicio de poder.
Estas limitaciones se hicieron visibles desde el mismo mandato de Bush. Por ejemplo, se apreció en la dificultad para concluir la guerra en Afganistán e Iraq, unida a la inestabilidad generada en el Golfo Pérsico. Es cierto que la guerra contra el terrorismo, por su propia naturaleza genérica y difusa, aparecía como un conflicto permanente, pero esta misma tendencia significa una presión constante sobre recursos materiales y humanos que son siempre finitos, incluso en las épocas de crecimiento económico.
La generación de caos puede servir para producir cambios en el sentido deseado por sus promotores —cambio de régimen político, reorganización productiva— pero hay que considerar dos fenómenos relacionados: la inestabilidad incrementada afecta también la viabilidad de los modelos de reproducción de las potencias centrales, particularmente en un sistema-mundo global de partes crecientemente interdependientes; por otra parte, como en todo sistema complejo abierto en el que intervienen factores causales y casuales, los procesos están sujetos a la aparición de consecuencias no esperadas, algunas de las cuales pueden desbordar la capacidad de gestión de las potencias y sus élites, y la resiliencia de los sistemas.
Estudios críticos sobre el unipolarismo recopilados por la revista World Politics en 2009 señalaron varios de sus problemas. El mayor de ellos, según el criterio de los autores, era la creciente dificultad y complejidad que alcanzaron la revisión de los instrumentos teóricos, la transformación de las alianzas y asociaciones, las relaciones de poder y los procesos de legitimación, como parte del ajuste general de la política exterior a raíz del fin de la bipolaridad (Ikenberry, Mastanduno y Wohlforth, 2009).
También identificaron varias aristas. Entre ellas se cuentan los problemas de legitimidad relacionados con la supervivencia de estructuras sociales desfasadas respecto al estatus político internacional y el tratamiento “hipócrita” de temas esenciales (Finnemore, 2009), o la incapacidad de Estados Unidos para guiar en todo momento la evolución y ajustes de la economía global, ante la ausencia de una justificación plausible de seguridad exterior (Mastanduno, 2009).
No obstante, esta visión sobre los límites del unipolarismo, aunque valiosa, parece limitada. La razón más evidente para ello es la emergencia o reemergencia de actores globales en curso de cambiar de manera radical la balanza de fuerzas en la arena internacional.
Dos ejemplos clásicos son los de China y Rusia. Estos países experimentaron un significativo crecimiento económico —particularmente, China— a la vez que definieron sus agendas de política exterior en torno a intereses propios, en el caso ruso con una señalada dimensión de reconstrucción como potencia y recuperación de espacios de influencia, mientras Beijing proyectó sobre todo su potencial económico de forma acelerada. Ambos pasaron además por la modernización de sus fuerzas armadas, lo cual planteó problemas adicionales.
A los anteriores hay que sumar otros Estados con crecimientos económicos significativos, gran potencial humano y material, y capacidad proyectar influencia en su entorno regional, como los casos de India y Brasil, y en menor escala algunos que caen en la categoría de potencias medias y potencias regionales, como Irán o Vietnam.
Esta dinámica marcó una reconfiguración de alianzas y vínculos internacionales de gran importancia.
En junio de 2001 se creó la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS), que agrupó a Rusia, China, Kazajstán, Kirguistán, Tayikistán y Uzbekistán (Gorodetsky, 2003: 142-150). La OCS incluyó niveles importantes de cooperación en la esfera castrense, además de concertación política y económica, con dos grandes fuerzas en su centro (China y Rusia), y la participación en una u otra condición de Estados tan importantes como India, Pakistán, Kazajstán e Irán. Esto los colocó en una fuerte posición en Asia-Pacífico, Asia Central, la cuenca Caspio-Cáucaso y el Golfo Pérsico.
El caso de Rusia en particular es relevante en la transformación de la balanza militar. La política exterior rusa durante la era marcada por el liderazgo de Vladimir Putin (a partir de 1999) y la proyección estadounidense articulada en torno a la Doctrina Bush se hallaron desde temprano en curso de colisión.
La política rusa pragmática y flexible de 2001 y 2002, transitó hacia un fortalecimiento de posiciones y una postura más confrontacional (Trenin, 2009). En 2008 se generó un punto de inflexión en el desarrollo de esa relación, cuando el gobierno de Georgia, apoyado por Estados Unidos y la OTAN, escaló el conflicto con las regiones separatistas de Abjasia y Osetia del Sur, apoyadas por Moscú. Las tropas rusas intervinieron y derrotaron a las fuerzas georgianas sin que la alianza atlántica tuviera una respuesta efectiva.
Esta operación fue seguida por una serie de acciones que confirmaron el cambio de actitud de Moscú, como lo fueron el reinicio de los vuelos de la aviación estratégica sobre el océano Atlántico, el tratamiento de la crisis en Ucrania y la anexión de Crimea.
La intervención en Siria colocó a Rusia como el principal actor en ese país (Simons, 2020), lo que la insertó directamente en el complejo sistema de conflictos de la Creciente Fértil y efectivamente bloqueó el posible avance de los intereses estadounidenses e israelíes en un país de gran valor geoestratégico.
En todos estos casos, el país euroasiático actuó a contrapelo de los intereses de Estados Unidos, amparado en su poderío militar, sin que Washington estuviera en condiciones de frenar o revertir ese avance.
Ello marcó el paso desde las formas tempranas de acercamiento a Occidente y de cooperación reticente de años anteriores, hacia el activismo independiente y la confrontación (Domínguez y Borges, 2016).
Este es un punto crítico, pues el unipolarismo, sobre todo en la forma que asumió durante la Administración Bush 43, se apoyaba en la premisa de una superioridad militar incontestable, reconocida aceptada por el resto de los actores del sistema internacional (Alzugaray, 2008: 365).
Las acciones de Rusia y la falta de respuesta creíble por parte de Washington, unidas al creciente poderío militar de China y de otros actores de menor alcance (Irán, Corea del Norte), demostraron la invalidez de esa premisa. Ello indica la inviabilidad del modelo en su conjunto.
Por otra parte, en 2009, ya con la administración Obama en funciones, se creó el BRIC, un foro que reunió a las cuatro mayores “economías emergentes”: Brasil, Rusia, India y China. En el momento de la formación del grupo, esos países comprendían el 26 % de las tierras emergidas, el 42 % de la población del planeta y el 14,6 % del PIB mundial.
Entre 1999 y 2008, los cuatro países fueron motores primordiales del crecimiento económico mundial, con incrementos promedios de 3,30 % para Brasil, 6,99 % para Rusia, 7,22 % para India y 9,75 % para China (De la Cámara, 2010).
El BRIC se creó para coordinar proyectos de desarrollo propios, con la colaboración de sus miembros y sin necesidad de la participación de las potencias tradicionales —Estados Unidos, Unión Europea— ni de las organizaciones financieras internacionales controladas por estos —Fondo Monetario Internacional, Banco Mundial—. La incorporación de Sudáfrica en 2010 amplió aún más el potencial del grupo.
La concertación en estos términos favoreció la consolidación de algunos de sus miembros, en particular de China, como polo alternativo en el sistema internacional, y generó ramificaciones hacia diversas regiones que retroalimentaron positivamente ese proceso.
Por otra parte, el foro proporcionó un escenario importante para el reforzamiento de la posición de India en el sistema internacional.
Este país tiene un potencial aun por explotar, y en proceso de configurar una proyección consistente para su política exterior (Sridharan, 2017). El grupo de los BRICS no se formó como una alianza estratégica, y probablemente no podría evolucionar en ese sentido en el futuro cercano, considerando además la rivalidad China-India. No obstante, generó importantes espacios de diálogo, concertación y cooperación entre potencias emergentes.
De tal manera, el sistema internacional entró en un evidente proceso de multipolarización, en el que los actores disponían de opciones para el establecimiento de asociaciones y alianzas que permitan contrabalancear otras influencias.
El potencial efectivo disponible para cada Estado, por supuesto, varía de acuerdo con múltiples factores, desde la ubicación geográfica hasta el régimen político de cada uno, pasando por los recursos naturales y humanos, la capacidad tecnológica y otros.
Todo esto representó la conformación paulatina de un sistema internacional excesivamente complejo y fluido para ser manejado desde un solo centro, por lo cual los métodos unilaterales no son eficientes.
Es decir, un sistema internacional para el que el modelo piramidal que presupone el unipolarismo dejó de ser viable. Sin embargo, esta es solo una dimensión del problema. Crisis y ajuste: “Smart power”, “neo-aislacionismo” y más allá
El año 2008 es recordado por un evento de especial relevancia: el estallido de la crisis económica, detonada por el colapso de la burbuja inmobiliaria —que ya había producido una contracción breve de la actividad económica entre finales de 2007 y comienzos de 2008— y el desplome de familias completas de activos financieros en septiembre de ese año en el contexto de una economía financiarizada, en la que el valor de mercado del total de activos financieros en 2008 era un 442 % del producto interno bruto (PIB) anual del país (Vasapollo y Arriola, 2010: 144).
La caída de las bolsas se transmitió rápidamente a la economía real, creando la más importante contracción del producto interno bruto estadounidense y global desde la crisis de 1929 (Bureau of Economic Analysis, 2017a).
La llamada Gran Recesión y la recuperación que le siguió integran de conjunto un proceso de crisis estructural profundo que desborda los marcos de las tradicionales recesiones cíclicas (Domínguez y Barrera, 2018: 145-167)
Es decir, al estudiar la política exterior de Estados Unidos y la dinámica del sistema internacional a partir de 2008, se deben considerar los efectos de la crisis económica. Esta generó un nivel considerable
de presión sobre el sistema de gobierno, dado por la demanda de políticas públicas para enfrentar la recesión, provenientes de distintos sectores con problemáticas e intereses diferentes, y en ocasiones contrapuestos.
Esas políticas absorbieron recursos materiales considerables, y causaron elevados niveles de tensión social, ante el deterioro del status de amplios segmentos de la población.
Esta consideración bastaría para apreciar la importancia de la crisis en la explicación de los problemas que enfrentó Washington en el sistema internacional, particularmente si incluimos los efectos que tuvo sobre sus principales aliados, sobre todo sus socios europeos.
Pero la cuestión es más profunda. La ocurrencia de crisis es parte integral del funcionamiento del capitalismo.
Los trabajos de Nikolai Kondratieff (1935) sobre los ciclos largos de cambio tecnológico y de Simon Kuznets (1973; 1957; 1955) sobre el ciclo de inversiones en infraestructura, entre otros, desarrollaron esa perspectiva, ya adelantada por Karl Marx, Jean Charles de Sismondi, Robert Owen y Charles Dunoyer. Ellos discuten factores que condicionan
los ciclos de crecimiento y contracción económica a partir del comportamiento de factores de producción claves (tecnología, infraestructura, capital fijo, u otros), lo cual implica cambios organizacionales, es decir, modificaciones de alcance cualitativo.
Desde mi perspectiva, se trata de la incapacidad del modelo de acumulación-producción vigente para responder a las demandas generadas por la evolución del complexus cultural–local, nacional, regional o global y para asimilar transformaciones de diversa naturaleza, entre ellos el cambio tecnológico.
Las implicaciones de la divergencia entre las demandas introducidas por las mutaciones del sistema y las formas de organización de vida media del sistema obligan a este último a adaptarse y transitar hacia una nueva configuración mediante la sustitución o modificación de los modelos agotados que forman el núcleo de la configuración en descomposición.
Esto incluye el modelo económico, pero también el modelo político (Domínguez, 2020).
El proceso de cambios económicos más visible en Estados Unidos —y en todo el mundo occidental—es el tránsito hacia una economía terciaria. Es decir, el paso de una economía industrial a una basada en los servicios, la producción de conocimientos y las finanzas. Estos son sectores que han existido históricamente, pero que cambian su posición para convertirse en el núcleo de la “nueva economía”.
En los años cincuenta, la industria manufacturera estadounidense generaba más del 50% de su PIB, y en 2007 esta cifra había caído hasta el 12,8%. Por demás, los servicios de más rápido crecimiento eran de alto contenido en conocimiento: consultorías, marketing, investigación y desarrollo, educación, gestión, entretenimiento, servicios financieros, servicios de salud y otros, aportaban el 44,6 % del PIB en 2007.
Gobierno, en sí mismo un sistema de actividades especializadas, contribuía otro 13,2 % (Bureau of Economic Analysis, 2017b).
Este proceso está acompañado, inevitablemente, por la llamada deslocalización industrial, es decir, el desplazamiento de la producción manufacturera hacia otras regiones y países. Esto se produce a través de dos mecanismos básicos.
Uno es el offshoring, que significa el emplazamiento de centros de producción controlados y gestionados por empresas estadounidenses —o europeas o de otros países insertados como emisores en esta dinámica—en el territorio de Estados donde los costos de producción sean más bajos, por tener una fuerza de trabajo más barata, menores cargas fiscales, regulaciones, más las combinaciones de varios de estos factores.
El otro es el outsourcing, es decir, la contratación de la producción a empresas manufactureras establecidas en esos mismos países, mientras que la empresa contratante se concentra en el diseño, la promoción y la comercialización de los bienes y servicios producidos.
En esta relación, la empresa contratante controla la circulación de productos y capitales, es decir, controla el funcionamiento de la cadena de valor.
Un proceso de esta naturaleza tiene varios corolarios inmediatos. El primero y más evidente es la desindustrialización relativa de los viejos cinturones fabriles, con la consecuente generación de grandes cuotas de desempleo friccional y la pérdida de estatus asociada, con la consecuente decadencia de la clase media propietaria de la postguerra (Temin, 2017: 1-46), la fractura del mercado laboral (Autor y Dorn, 2013) y el crecimiento de la desigualdad (Piketty, 2014). El otro, la complementaria industrialización
de países y regiones receptores de los flujos de inversión, posición esta que ocuparon primero países de América Latina (México, Honduras, Colombia), en forma de industrialización dependiente del tipo maquila, más adelante los llamados “Tigres Asiáticos” (Corea del Sur, Malasia, Filipinas, Tailandia), y a la que después se sumaron otros como Vietnam y el más grande de todos, China. Esta última ha evolucionado para convertirse en líder industrial y mayor exportador a nivel mundial. Los efectos de esta reorganización de las redes productivas son claramente visibles en la transformación sostenida de la distribución de ingresos en las décadas más recientes (Milanovic, 2019).
Este proceso es posible debido al desarrollo de las tecnologías de la informática y las comunicaciones, que permiten conexiones rápidas en tiempo real, y por tanto, facilitan la coordinación de procesos en las cadenas de valor transnacionales, unido al sostenido abaratamiento y mejora del transporte de cargas internacional.
Por si sola, la redistribución espacial de los procesos económicos implica una modificación de las relaciones entre Estados, dado el crecimiento de la interdependencia, aunque la neoindustrialización se produce en principio de forma dependiente. Pero también representa una redistribución de recursos materiales, y por tanto de potenciales instrumentos para el ejercicio de poder en el sistema internacional.
A lo cual hay que agregarle otro factor: en esa distribución, el control sobre las cadenas de valor, y por tanto sobre el funcionamiento de la economía global, dependen del control sobre la producción de conocimiento y los estándares tecnológicos.
Este desarrollo se encuentra en el centro de la transición hacia una nueva etapa del capitalismo, el capitalismo post-industrial (Domínguez, 2012), que podemos definir como capitalismo del conocimiento.
La crisis de 2008 puso al descubierto el agotamiento del modelo de acumulación y creó las condiciones para la transición hacia la nueva configuración, lo cual per se implica un ajuste de los sistemas políticos (Domínguez, 2017). Pero el ajuste político implica también un ajuste del sistema internacional.
En este sentido, la clave para interpretar el nuevo contexto la encontramos en la lucha en torno a la 5G, la quinta generación del estándar de tecnología de conexión inalámbrica, que se encuentra en el corazón de la llamada “internet de las cosas”, la cual marca la frontera del desarrollo en la segunda y tercera décadas del siglo XXI.
El despliegue de ese estándar en forma de redes físicas, procesadores y software, se considera que es el factor de más peso en la reconfiguración de las cadenas de valor, circuitos productivos, circuitos de capital, control de la información —mercancía y capital clave en la economía del conocimiento— (Patwary et al., 2020; Huia et al., 2020; Mistry et al., 2020), y por tanto de la organización social y política concomitantes.
El control de la 5G y sus derivaciones se convirtió en el objetivo primario de la competencia internacional.
A estos factores tecnológicos hay que sumar el paradigma energético y las relaciones ecológicas, que
ponen sobre el tapete incluso la supervivencia de la especie humana (Hornborg, 2020).
Entre enero de 2009 y enero de 2021, las administraciones Obama y Trump propusieron dos respuestas diferentes a este dilema.
El primero de ellos se planteó un ajuste basado en su interpretación del llamado smartpower (poder inteligente), que significa, esencialmente, el uso de los instrumentos del poder suave (mecanismos de cooptación diversos) y del poder duro (mecanismos coercitivos de distintas naturalezas) de acuerdo con las circunstancias y escenarios concretos de implementación, partiendo de una valoración objetiva de los recursos disponibles, los posibles beneficios y los costos (Nossel, 2004), lo cual en su caso significó la revalorización del poder blando —secundario para la Doctrina Bush— y la resignificación de los instrumentos de política orientados a preservar el liderazgo estadounidense, según el orden internacional liberal (Nye, 2011; 2008).
Este enfoque se expresó claramente en las estrategias de seguridad nacional publicadas durante el período (President of the United States, 2015; 2010).
Dentro de ese ajuste se explica el interés en retornar al multilateralismo, no como la aceptación de encontrarse entre iguales en el sistema internacional, ni como una búsqueda de concertación strictusensu, sino como el reconocimiento de la necesidad de emplear alianzas como mecanismo para aligerar la carga y así reducir la tensión para los recursos materiales y humanos de Estados Unidos.
Pero esto siempre se presentó desde una perspectivav de liderazgo “natural” estadounidense. Igualmente, hay que notar que los instrumentos coercitivos fueron utilizados dentro de esos marcos de definición, como se observó en el tratamiento de los casos de Libia, Ucrania y el complejo escenario Golfo Pérsico-Levante.
En un plano similar habría que colocar la promoción de los megaacuerdos comerciales internacionales, la Asociación Transpacífica (TPP) y la Asociación Trasatlántica de Inversión y Comercio (TTIP) (Herrmann, 2014; Rahman y Ara, 2015). Estos tendían a ubicar a Estados Unidos como eje de un sistema de áreas de libre comercio, con reglas esencialmente diseñadas por y para ellos. Esto implicaba también un proyecto de gestión del proceso de reconfiguración de las redes productivas y de valor, con Washington como líder.
Desde la misma perspectiva habría que interpretar el llamado “reset” de las relaciones con Rusia que propuso Obama, el pivote hacia el Pacífico y el replanteamiento de las relaciones con América Latina.
Con Moscú, se planteó un relanzamiento tras el deterioro de los años anteriores y las fricciones en torno a los conflictos de la Transcaucasia, en el momento en que llegaba una nueva administración a la Casa Blanca y Dmitri Medvedev era el presidente ruso. El intento no fue demasiado exitoso, empero, lo cual se evidenció claramente con la participación de Rusia en el conflicto sirio, las nuevas fricciones por Ucrania y Crimea y las sanciones impuestas por Washington (Kramer, 2010; Pifer, 2015; Domínguez y Borges, 2016).
El pivote hacia la región Asia-Pacífico fue una consecuencia lógica del reconocimiento del papel de Asia oriental como principal motor del crecimiento económico mundial y el reforzamiento de China como potencia con capacidad para competir globalmente.
El plan incluyó el desplazamiento de fuerzas aeronavales y de otros tipos, para desplegar en la cuenca del Pacífico el 55 % de las unidades y medios de combate disponibles. Obviamente todo esto se convirtió en fuente de potenciales conflictos con Beijing, como lo fue el acercamiento a Vietnam, además del siempre latente caso de Taiwán (Oehler-Şincai, 2016; Cheng, 2013).
Para América Latina se implementó una política que incluyó el mantenimiento de instrumentos coercitivos, como la reconstituida IV Flota, el apoyo al golpe de Estado contra Manuel Zelaya en Honduras y al golpe parlamentario contra Fernando Lugo en Paraguay, y la continuidad del Plan Colombia, con variantes del multilateralismo guiado como el lanzamiento de la Alianza del Pacífico en 2011.
También se incrementaron las presiones contra Venezuela, al tiempo que se inició un importante proceso de cambios en la política hacia Cuba. Es decir, la región fue objeto de una aplicación coherente del enfoque de smartpower, como parte del proyecto de recuperación de los grados de control perdidos a partir de los procesos políticos desarrollados desde los años finales del siglo XX (Domínguez, 2016).
La llegada a la Casa Blanca de Donald J. Trump trajo un significativo cambio de orientación. Desde su campaña había criticado a Obama por su supuesta debilidad y sus igualmente supuestas constantes disculpas.
El discurso, y en gran medida la actuación de Trump en la arena internacional pasó a proyectar un enfoque nacionalista, a tono con su slogan de America First.
El planteamiento en sí mismo es interesante por lo contradictorio, pues por una parte criticó y efectivamente canceló numerosos acuerdos internacionales de distintos tipos, pues, en sus palabras, ponían a Estados Unidos en desventaja y eso hacía que el país “perdiera” continuamente en lugar de “ganar”, como era su promesa.
En ese sentido, se abandonaron las negociaciones del TPP y el TTIP, el país se retiró del acuerdo sobre cambio climático de París, el acuerdo nuclear con Irán, y más adelante incluso dejó de participar en organismos multilaterales como la UNESCO, la Organización Mundial de la Salud —en el contexto de la pandemia de COVID-19— y el Consejo de Derechos Humanos de la ONU. Esto fue acompañado por un discurso que apuntaba a dejar de lado las guerras inútiles y compromisos que representasen una carga para el país norteño.
Al mismo tiempo, la administración sostuvo otras formas de activismo internacional, mantuvo tropas y bases militares en todo el planeta, y si bien no comenzó ninguna guerra, tampoco concluyó las que estaban en curso. Generó complicaciones adicionales en Siria con el despliegue de tropas en las zonas petroleras del país.
Violó una práctica de décadas al sostener una conversación con el mandatario de Taiwán, lo cual generó tensiones adicionales con China.
Estas últimas alcanzaron un nivel muy alto a partir de la imposición de sanciones a empresas de ese país, en primer lugar, el gigante tecnológico Huawei, y el lanzamiento de lo que puede ser catalogado como una guerra comercial. Igualmente, el ataque letal contra el general iraní Qassim Suleimani incrementó las tensiones en la región.
En paralelo, se proponía un acuerdo de paz para el conflicto palestino-israelí, que resultó inaceptable para los primeros, y se promovían acuerdos entre Israel y las monarquías del Golfo Pérsico. El mismo Trump agredió verbalmente a líder norcoreano Kim Jong-un, y después participó en negociaciones en la península coreana, en un proceso con múltiples altibajos.
Se revirtieron las políticas de Obama hacia Cuba, se introdujeron nuevas sanciones contra la isla y se incrementó de forma sostenida la presión sobre Venezuela.
En otras palabras, lo que por un lado puede parecer un enfoque neoaislacionista o jacksoniano de la política exterior, por otro mostró una tendencia intervencionista de corte unipolar, en las que se abandonaron mecanismos multilaterales de forma abierta, e incluso se generaron fricciones con los aliados europeos y la OTAN, quienes además fueron afectados por la introducción de aranceles especiales, utilizados como mecanismo de presión, contrarios a las normas de la Organización Mundial de Comercio, en gran medida dictadas por Estados Unidos en otra época.
El poder inteligente fue abandonado, y se utilizaron mecanismos de poder duro, de forma más descarnada que la administración Bush 43. Todo esto apareció reflejado en la estrategia de seguridad nacional publicada por la administración (President of the United States, 2017).
La interpretación de la proyección exterior simplemente como el comportamiento errático de una administración incapaz o poco interesada resultaría limitada. Ciertamente, la inestabilidad del gabinete y el ejecutivo en general provocó numerosos cambios, además de que el Departamento de Estado nunca completó su staff. Sin embargo, hay por lo menos dos factores de peso a considerar, que dotan de sentido a lo que de otra manera aparece como un agregado caótico de políticas incoherentes.
Por una parte, esta inestabilidad mantuvo un nivel de tensión continua y de identificación de amenazas —y éxitos supuestos o reales— que contribuyó a legitimar a la administración ante un segmento de la opinión pública y a energizar a su base electoral.
Esto ha sido visto como una política exterior populista, derivada del tipo de populismo profesado por Trump y varios de sus principales aliados y simpatizantes, así como por figuras del espectro político que se insertan en el populismo de derecha nativista, como Steve Bannon, y los distintos grupos que se integran en corrientes como la Alt-Right, Q-Anon y diversas milicias supremacistas y nativistas. Normalmente esta interpretación deriva de definir el populismo como una estrategia discursiva (Hall, 2021; Wojczewski, 2020).
Pero existe otra dimensión que, en mi criterio, es sumamente importante: la política exterior de Trump, como gran parte del resto de sus políticas, es una respuesta a la llamada globalización. Las transformaciones estructurales que discutía antes han sido agrupadas bajo esa denominación un tanto oscura, cuyas ramificaciones impactaron directamente a sectores trabajadores y clase media, pero también plantearon problemas para algunos sectores de las élites económicas.
Algunas de las políticas de la administración aparecieron como un intento de desacople con esa dinámica (Aronskind, 2017). Pero la guerra comercial contra China y las sanciones a sus empresas de tecnología indican otra cosa: la administración Trump acudió al uso de los instrumentos del Estado para intentar desviar el curso de la competencia por la supremacía tecnológica, en la que la potencia norteña estaba siendo superada (Lee, 2020; Jaisal, 2020).
Las elecciones presidenciales de noviembre de 2020 arrojaron como ganador al veterano político y antiguo vicepresidente de Obama, Joe Biden.
La victoria de Biden, seguida de una larga secuencia de conflictos políticos y demandas judiciales emanados de la negativa de Trump a aceptar el resultado —con su punto culminante en los disturbios del 6 de enero de 2021 en Washington— produjo un escenario de fuertes tensiones, en el que la nueva administración tenía que enfrentar numerosos desafíos.
El primero y más visible era la gestión de la pandemia, seguido por la necesidad de conformar políticas que permitiesen la recuperación económica y de los niveles de vida de la población, ello en condiciones de una intensa polarización política, con decenas de millones de trumpistas reacios a aceptar a la nueva administración, y un expresidente tratando de permanecer como una fuerza política de referencia.
Todo ello pasaba por revertir una parte considerable de las políticas de su predecesor y enfrentar los obstáculos impuestos por el ambiente político general, por los mecanismos de funcionamiento del sistema de gobierno —en primer lugar, el Congreso— y la composición de las cortes federales, donde predominaban jueces conservadores, muchos de ellos nominados por Trump.
En ese contexto, la política exterior debía ser objeto de revisión, en tanto que parte integral del sistema de políticas públicas del país (González, 1990) y por tanto resultado de procesos y factores similares a los que condicionan la conformación de otras políticas públicas, con el añadido de imperativos producidos por presencia de otros Estados y actores internacionales (Domínguez y Barrera, 2020: 174).
Dicha revisión estaba marcada por un problema fundamental: el sistema internacional, como el sistema-mundo en general, había experimentado grandes transformaciones de alcance estructural durante años, y las políticas estadounidenses de las últimas tres administraciones habían sido otros tantos intentos de responder a esa realidad cambiante.
De tal manera, la nueva administración demócrata encontró un reto interno: gobernar con el rechazo de millones de ciudadanos que creen que la elección fue fraudulenta. Pero por supuesto, el reto mayor que se encontró Biden fue la gestión de la pandemia de COVID-19, que tuvo en Estados Unidos al país más afectado en términos sanitarios, y con una
economía nuevamente en crisis. En una economía estadounidense y global altamente financiarizada,
los mercados de valores tuvieron comportamientos imprevistos (Khan et al., 2020), añadiendo nuevos grados de inestabilidad. De tal manera, la administración Biden se viob en situación de repensar la política exterior del país en condiciones sumamente difíciles.
El problema fundamental en la arena internacional era muy profundo. Las transformaciones en el sistema-mundo discutidas anteriormente pueden ser interpretadas desde un modelo teórico propuesto por Giovanni Arrighi y Beverly Silver (1999).
Desde esa perspectiva, la crisis estructural y la transición observadas, además de significar el agotamiento de una configuración y la formación de otra, representarían también una transición de hegemonía, es decir, la decadencia de una potencia hegemónica y el ascenso de otra tras una etapa de competencia y conflictos.
Esta interpretación puede parecer un tanto extrema, pero la pérdida de hegemonía por parte de Estados Unidos parece clara, cuando consideramos los fenómenos discutidos anteriormente. Este tema se debatió de hecho en Estados Unidos, particularmente a partir del reconocimiento de la disgregación del orden mundial conformado tras el fin de la guerra fría del siglo XX (Haas, 2017).
En ese contexto, las élites norteñas tenían dos posibilidades básicas: aceptar el cambio y ajustarse a las nuevas circunstancias (Drezner, Krebsy Schweller, 2020), o intentar or todos los medios mantener su posición, lo cual puede llevar a inestabilidad y conflictos.
Esta última idea fue manejada por el establishment liberal de política exterior, aunque de manera diferente, como la necesidad de reconstruir una política que lleve a Estados Unidos a liderar el enfrentamiento a las problemáticas globales (Blackwill y Wright, 2020).
La posición de Biden en ese debate fue expresada por él mismo, en un escrito publicado en Foreign Affairs (Biden, 2020). La idea básica es que Estados Unidos, que desde su perspectiva había visto debilitada su influencia internacional producto de la política de Trump, debía volver a liderar el mundo ante los retos planteados en ese momento.
Es decir, el entonces candidato presidencial se colocó claramente en línea con el establishment liberal de política exterior, algo que no sorprende. Esto sustenta el criterio de que la orientación general de la política exterior estadounidense, su política de Estado general en ese campo, no cambió.
Porter (2018) sugiere que esto se debe a la capacidad del aparato burocrático del Estado para mantener esa orientación, a contrapelo de las preferencias de presidentes y otros políticos. Considero que la realidad es más compleja, y para explicarla habría que considerar los equilibrios de intereses entre los distintos sectores de las élites, entre los cuales se encuentran los políticos y administradores profesionales.
La idea de reconstruir el liderazgo estadounidense que Biden asumió antes de iniciar su mandato, que probablemente proyectó concretar recuperando políticas similares a las de la administración Obama con varios matices, tenía que lidiar con varios problemas, más allá de crisis sanitaria y económica.
El más relevante era el creciente poderío de China, que tenía una política exterior activa, con características peculiares (Hagström y Nordin, 2020), y la complejidad de un sistema internacional marcado por la interdependencia, en la que el balance de poderes en su forma clásica (Little, 2007) se hacía difícil (Han y Paul, 2020).
CONCLUSIONES
Los ataques del 11 de septiembre justificaron el lanzamiento de lo que llegó a ser conocido como la Doctrina Bush, esencialmente un modelo de actuación basado en el unipolarismo, la superioridad militar y económica, la acción preventiva y la proyección hegemónica. En los años siguientes, cambios
verificados en los equilibrios de fuerzas en la arena internacional pusieron en duda la validez de ese modelo y apuntaron a un proceso de multipolarización.
Las administraciones estadounidenses posteriores a 2008 se encontraron ante el dilema de tener que ajustar su diseño estratégico de política exterior, en un contexto global marcado por el cambio en la balanza de poderes a partir del reforzamiento de actores independientes, varios de ellos rivales, realidad esta que se configuró en medio de un cambio estructural del capitalismo como modo de producción global a partir de
la transición hacia el capitalismo del conocimiento, con una redistribución geográfica de los procesos productivos (económicos, políticos, simbólicos) y la emergencia de actores en la organización del sistema-mundo.
Un eje central en esa dinámica fue la competencia por la supremacía tecnológica, donde la rivalidad con China se convirtió en el principal espacio de confrontación, con contactos con el accionar de otros actores.
Las administraciones de Obama y Trump respondieron a las circunstancias de formas muy diferentes: uso del multilateralismo y el poder inteligente por parte del primero, unilateralismo radical, con fuertes matices de nacionalismo y visos de neoaislacionismo en el segundo.
La administración Biden inició sus funciones en circunstancias sumamente complicadas. La situación
demandaba una revisión integral de políticas en todas las esferas. Sus planteamientos previos, el contexto interno y global, y su pertenencia al establishment político tradicional configuraron un escenario de ajuste en un sentido similar al promovido por Obama, pero en circunstancias más difíciles. En el núcleo de ese ajuste debía situarse la competencia con China, y en menor medida con otros actores internacionales, como Rusia o India.
Pero hasta el momento de escribir estas líneas, las tres administraciones habían convergido en torno a
una idea central: la proyección de Estados Unidos como primera potencia global. Es decir, sin aceptar la posibilidad de la decadencia, y por tanto creando crecientes potenciales de conflicto.
El ajuste, en cualquiera de las variantes, interactúa con una dinámica del sistema mundo que incluye un cambio en el locus del poder a partir del control de los paradigmas y estándares tecnológicos existentes.
Las teorías de Kennedy y Arrighi-Silver, sugieren la inviabilidad del sostenimiento de la hegemonía de Estados Unidos a largo, e incluso, a mediano plazo.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Alzugaray, C. (2008). Crisis de hegemonía y orden mundial:
La relación Estados Unidos-América Latina. En J. Hernández Martínez, (Coord.). Los EE. UU. a la luz del siglo XXI. La Habana: Ciencias Sociales.
Aronskind, R. (2017). Trump: ¿Un parche nacionalista a la crisis de la globalización? Revista Estado y Políticas Públicas, (8), 59-79.
Arrighi, G. y Silver, B. J. (1999). Chaos and Governance in the Modern WorldSystem. Minneapolis, Londres: University of Minnesota Press.
Autor, D. H. y Dorn, D. (2013). The Growth of Low Skills Service Jobs and the Polarization of the US Labor Market.
American Economic Review, 103(5), 1553-1597.
Bacevich, A. J. (2002). American Empire. The Realities & Consequences of US. Diplomacy. Cambridge: Cambridge University Press.
Biden, J. R. (2020). Why America Must Lead Again: Recusing US Foreign Policy after Trump. Foreign Affairs, 99(64).
Blackwill, R, D. y Wright, T. (2020). The End of World Order and American Foreign Policy. Council Special Report No. 86. New York: Council on Foreign Relations.
Brilmayer, L. (1994). American Hegemony. Political Morality in a One-Superpower World. New Haven: Yale University Press.
Bureau of Economic Analysis. (2017a). Gross Domestic Product change compared to previous period. Recuperado de https://bea.gov/national/xls/gdpchg.xls
Bureau of Economic Analysis. (2017b). Value Added by
Industry as a Percentage of Gross Domestic Product.
Recuperado de https://bea.gov/iTable/iTable.
cfm?ReqID=51&step=1#reqid=51&step=51&isuri=1&51
01=1&5114=a&5113=22r&5112=1&5111=1997&5102=5) Cheng, R. (2013). A Critical Analysis of the US Pivot
Toward the Asia-Pacific: How Realist is Neo-Realism?
Connections, 12(3), 39-62.
De la Cámara, M. (2010). La política exterior de Rusia.
Recuperado de http://www.realinstitutoelcano.org/
wps/wcm/connect/ba032880446822ba96349fb769acd8f9/
DT33-2010_de_la_Camara_politica_exterior_Rusia.pdf?MOD=AJPERES
Domínguez, E. (2020). Transición y cambio político. Sobre la naturaleza dinámica del sistema y cómo estudiarla.
En E. Domínguez López, y O. R. González Martín, (coords) ¿Cómo estudiar a Estados Unidos?
Propuestas teórico-metodológicas para un proyecto transdisciplinario, La Habana: Editorial UH, 13-65.
Domínguez, E. (2017). La teoría del realineamiento y la evolución del sistema político estadounidense. Revista Universidad de La Habana, 284, 84-105.
Domínguez, E. (2016). Factors Determining Dialogue: Cuba in the U.S. Strategic Plan for the 21st Century. En M. Crahan y S. M. Castro Mariño (Eds.), Cuba-US Relations: Normalization and its Challenges, (pp. 83-104.) New York: Institute of Latin American Studies-Columbia University.
Domínguez, E (2012). De novoorbis: capitalismo post-industrial.
Temas, 71, 117-125.
Domínguez, E. y Barrera, S. (2020). La conformación de la política de Estados Unidos hacia Cuba: las sanciones como política pública. Estudios del Desarrollo Social: Cuba y América Latina, (8 especial), 172-198.
Domínguez, E. y Barrera, S. (2018). Estados Unidos en transición. Cambios, resistencias y realineamientos.
La Habana: Ciencias Sociales.
Domínguez, E. y Borges, J. (2016). Estados Unidos y Rusia en el siglo XXI: de la cooperación reticente a la confrontación abierta. Revista Mexicana de Análisis Político y Administración Pública, 1, 93-118.
Domínguez, E y González, D. (2020). Transición y procesos electorales en Estados Unidos: El reajuste del sistema político y las primarias presidenciales demócratas de 2020. Política Internacional, 8, 6-29.
Drezner, D. W., Krebs, R. R. y Schweller, R. (2020). The End of Grand Strategy: America Must Think Small.
Foreign Affairs, May-June, 107-117.
Finnemore, M. (2009). Legitimacy, Hypocrisy, and the Social Structure of Unipolarity: Why Being a Unipole isn’t All it’s Cracked Up to Be. World Politics, 61(1), 58-85.
Fromkin, D. y Knopf, A. (1995). In the Time Changed Americans.
The Generation that Changed America´s Role in the World. New York.
González, R. (1990). Teoría de las relaciones políticas internacionales. La Habana: Editorial Pueblo y Educación.
Gorodetsky, G. (Ed.) (2003). Russia between East and West Russian Foreign Policy on the Threshold of the Twenty-First Century. Londres, Portland: Frank Cass.
Haas, R. (2017). A World in Disarray: American Foreign Policy and Crisis if the Old Order. New York: Penguin Press.
Hagström, L. y Nordin, A. (2020). China’s Politics of Harmony and the Quest for Soft Power in International Politics. International Studies Review, 22, 507–525.
Hall, J. (2021). Trump’s populist foreign policy rhetoric. Politics, 41(1), 48–63.
Han, Z. y Paul, T. V. (2020). China’s Rise and Balance of Power Politics. The Chinese Journal of International Politics, 13(1), 1–26.
Herrmann, U. (2014). Free Trade Project of the Powerful.
TTIP. Transatlantic Trade and Investment Partnership.
Bruselas: Rosa Luxemburg Stiftung.
Hornborg, A. (2020). The World-System and the Earth System: Struggles with the Society/Nature Binary in World-Systems Analysis and Ecological Marxism. Journal of World-Systems Research, 26
(2), 184-202. Huia, H., Ding, Y., Shi, Q., Li, F., Song, Y. y Yan, J. (2020).
5G network-based Internet of Things for demand response in smart grid: A survey on application potential. Applied Energy, 257, 1-15.
Huntington, S. P. (1996). The Clash of Civilizations and the Remaking of World Order. New York: Simon & Schuster.
Ikenberry, G. J., Mastanduno, M. y Wohlforth, W. C. (2009). Introduction: Unipolarity, State Behavior, and Systemic Consequences. World Politics, 61 (1), 1-27.
Jaisal, E. K. (2020). The US, China and Huawei Debate on 5G Telecom Technology: Global Apprehensions and the Indian Scenario. Open Political Science, 3 (1), 66–72. Kennedy, P. (1987). The Rise and Fall of the Great Powers.
Change and Military Conflict from 1500-2000. New York: Random House.
Khan, K., Zhao, H., Zhang, H, Yang, H., Shah, M. H. y Jahanger, A. (2020). The Impact of COVID-19 Pandemicon Stock Markets: An Empirical Analysis of World Major Stock Indices. Journal of Asian Finance, Economics and Business, 7(7), 463 – 474.
Kissinger, H. (1974). American Foreign Policy. New York: W. W. Norton & Company, Inc., New York.
Kondratieff, N. D. (1935). Great cycles of economic life.
The Review of Economic Statistics, XVII(6), 105-115.
Kramer, D. J. (2010). Resetting U.S.–Russian Relations: It Takes Two. The Washington Quarterly, 33(1), 61-79.
Kuznets, S. (1973). Modern Economic Growth: Findings and Reflections. The American Economic Review,
63(3), 247-258.
Kuznets, S. (1957). Quantitative Aspects of the Economic Growth of Nation: II. Industrial Distribution of National Product and Labor Force. Economic Development and Cultural Change, 5(S4), 1-111.
Kuznets, S. (1955). Economic Growth and Income Inequality.
The American Economic Review, 45 (1), 1-28.
Lee, N. T. (2020). Navigating the U.S.-China 5G Competition.
Global China: Assessing China´s Growing Role in the World. Washington DC: Brooking Institution.
Little, R. (2007). The Balance of Power in International Relations: Metaphors, Myths and Models. Cambridge,
New York: Melbourne, Madrid, Cape Town, Singapore, São Paulo: Cambridge University Press.
Mackinder, H. J. (1904). The Geographical Pivot of History.
The Geographical Journal, 23(4), 421-437.
Major, B., y Blodorn, A. (2016). The threat of increasing diversity: Why many White Americans support Trump in the 2016 presidential election. Group Processes & Intergroup Relations, 21(6), 931–940.
Mastanduno, M. (2009). System Maker and Privilege Taker: U.S. Power and the International Political Economy.
World Politics, 61(1), 121-154.
Milanovic, B. (2019). Inégalités mondiales: Les destin des classes moyennes, les ultra riches et l´egalité des chances. París : La Decouverte.
Mistry, I., Tanwar, S., Tyagi, S. y Kumar, N. (2020). Blockchain for 5G-enabled IoT for industrial automation: A systematic review, solutions, and challenges. Mechanical Systems and Signal Processing, 135, 1-21.
Nossel, S. (2004). Smart Power. Foreign Affairs, 83(2), Recuperado de https://www.foreignaffairs.com/articles/united-states/2004-03-01/smart-power Nye, J. S. (2011). The Future of Power. New York: Public Affairs.
Nye, J. S. (2008). The Powers to Lead. Oxford, New York: Oxford University Press, Oxford.
Nye, J. S. (1990). Bound to Lead. The Changing Nature of American Power. New York: Basic Books.
Oehler-Şincai, J. M. (2016). United States Pivot Towards Asia-Pacific: Rationale, Goals and Implications for the Relationship with China. Knowledge Horizons – Economics,
8 (1), 25–31.
Patwary, M. N., Nawaz, S. J., Rahman, M. A., Sharma, S. K. y Rashid, M. M. (2020). The Potential Short- and Long-Term Disruptions and Transformative Impacts of 5G and Beyond Wireless Networks: Lessons Learnt from the Development of a 5G Testbed Environment.
IEEE Access, 8, 11352-11379.
Pifer, S. (2015). US-Russia Relations in the Obama Era: From Reset to Refreeze? En IFSH (ed.). OSCE Yearbook 2014, Baden-Baden: OSCE, 111-123.
Piketty, T. (2014). Capital in the Twenty-First Century.
Cambridge, Londres: The Belknap Press of Harvard University Press.
Porter, P. (2018). Why America’s Grand Strategy Has Not Changed: Power, Habit, and the U.S. Foreign Policy Establishment. International Security, 42 (4), 9–46.
President of the United States (2002). The National Security Strategy of the United States of America 2002.
Recuperado de http://www.state.gov/documents/organization/63562.pdf
President of the United States (2006). The National Security Strategy of the United States of America 2006.
Recuperado de https://www.comw.org/qdr/fulltext/nss2006.pdf
President of the United States (2010). The National Security Strategy of the United States of America 2010.
Recuperado de https://www.whitehouse.gov/sites/default/files/rss_viewer/national_security_strategy.
pdf
President of the United States (2015). The National Security Strategy of the United States of America 2015. Recuperado de https://www.whitehouse.gov/sites/default/ files/docs/2015_national_security_strategy.pdf
President of the United States (2017). The National Security Strategy of the United States of American 2017. Recuperado de https://trumpwhitehouse.archives.
gov/wp-content/uploads/2017/12/NSS-Final-12-18-2017-0905-2.pdf
Rahman, M. M. y Ara, L. A. (2015). TPP, TTIP and RCEP: Implications for South Asian Economies. South Asia Economic Journal. 16(1), 27–45.
Rostow, E. V. (1993). The National Security Interests of the United States, 1759 to the Present. Toward Managed Peace. New Haven: Yale University Press.
Sridharan, E. (2017). Possible future directions in Indian foreign policy. International Affairs, 93(1), 51–68.
Simons, G. (2020). Russia as a Powerful Broker in Syria: Hard and Soft Aspects, Culture, Personality, Society in the Conditions of Digitalization: Methodology and Experience of Empirical Research Conference. KnE Social Sciences, 418–432, DOI 10.18502/kss.v5i2.8385 Smith, D. N. y Hanley, E. (2018).
The Anger Games: Who Voted for Donald Trump in the 2016 Election, and Why? Critical Sociology, 44(2), 195–212. Spykeman, N. J. (1942). America´s Strategy in World Politics: The United States and the Balance of Power. New
York: Harcourt, Brace and Company.
Temin, P. (2017). The Vanishing Middle Class: Prejudice and Power in a Dual Economy. Cambridge, Londres: The MIT Press.
Trenin, D. (2009). Russia Reborn: Reimagining Moscow’s Foreign Policy. Foreign Affairs, 88(6), 64-78.
Vasapollo, L. y Arriola, J. (2010). ¿Crisis o Big Bang? La crisis sistémica del capital ¿qué, cómo y para quién?
La Habana: Ciencias Sociales.
Wojczewski, T. (2020). Trump, Populism, and American Foreign Policy. Foreign Policy Analysis, 16(3), 292–311.
Dr. C. Ernesto Domínguez López
Doctor en Ciencias Históricas. Profesor Titular. Centro de Estudios Hemisféricos y sobre Estados Unidos (CEHSEU), de la Universidad de La Habana.
ernestodl@cehseu.uh.cu