El presidente estadounidense Joe Biden y el Partido Democráta han iniciado importantes reformas en Estados Unidos, pero no son reformas sociales sino de carácter societal.
Biden y el Partido Demócrata están creando condiciones para la reactivación del imperialismo. Pero es difícil decir actualmente si todo ese proceso va a continuar o si acabará siendo abandonado debido al evidente estado senil del presidente.
El presidente estadounidense Joe Biden ha dedicado el primer mes de su mandato a su objetivo de reforma societal y su segundo mes en la Casa Blanca a sentar las bases de su política exterior.
Todavía no se sabe con precisión en qué consistirá la tercera fase de sus primeros «100 días», que bien podría estar relacionada con los temas económicos.
Esa eventual tercera fase debería traducirse en una actualización de la infraestructura estadounidense, hoy en ruinas, lo cual se financiaría aumentando los impuestos en un 30%, según la doctrina keynesiana aplicada a su máxima expresión.
No entraré a analizar aquí las razones –justificadas o no– de la política de la administración Biden. Me limitaré sólo a exponer sus consecuencias.
Después de une reducción registrada al inicio de la epidemia de Covid-19, el precio de la gasolina en las estaciones estadounidenses aumentó en un 30% desde la elección de Joe Biden.
Reforma societal
La izquierda occidental ha renunciado a defender las naciones y los pobres. En Estados Unidos, esa izquierda se concentra hoy en la búsqueda de la Pureza, según el modelo de los «Padres peregrinos» de la mitología estadounidense, en expiar los “pecados” del pasado –como la masacre contra los «pieles rojas», la esclavitud de los negros traídos de África, la destrucción de la naturaleza– y en construir un mundo mejor, pero no basado en la igualdad entre las personas sino en la equidad entre las diferentes comunidades.
Estados Unidos es un muy vasto país poblado por migrantes que llegaron a América empujados por razones económicas. En el pasado, Estados Unidos practicó una selección de migrantes basada en criterios sanitarios y económicos, pero ese país siempre se vio a sí mismo como un refugio para los pobres con espíritu emprendedor.
Durante los últimos 40 años, Estados Unidos se ha visto ante una población de inmigrantes ilegales, un fenómeno que nunca antes había enfrentado. Hoy en día, hay en Estados Unidos entre 11 y 22 millones de inmigrantes ilegales.
El Partido Demócrata pretende resolver ese problema –modificando las reglas de inmigración, el estatus de los inmigrantes legales y también el de los inmigrantes ilegales– pero aún vacila en cuanto a hacerlo con una sola ley o con varias. Está presente en el Partido Demócrata el recuerdo del proyecto del senador Chuck Schumer (demócrata por el Estado de Nueva York), quien trató de abarcar demasiadas cosas diferentes a la vez y acabó siendo rechazado, a pesar del respaldo del presidente Obama.
En primer lugar, los demócratas pretenden otorgar la ciudadanía estadounidense a 5,6 millones de personas que llegaron ilegalmente a Estados Unidos siendo menores –los llamados «dreamers»– y que hoy, desde el paso del presidente Obama por la Casa Blanca, ya no pueden ser expulsados del país.
Sin embargo, aunque el Partido Demócrata cuenta ahora con la mayoría en las dos cámaras del Congreso, no es seguro que se adopte una ley en ese sentido ya que, sin esperar a que se concretara esa especie de “amnistía general”, decenas de miles de migrantes centroamericanos se pusieron en marcha hacia Estados Unidos, en cuanto se anunció la elección del hoy presidente Joe Biden, creyendo que serían bien recibidos en el «País de la Libertad», y están cruzando en masa la frontera mexicana donde encuentran la oportunidad de hacerlo.
Esto sucede en momentos en que el Partido Demócrata ha dejado de lado la noción de Patria. Con el inicio del nuevo periodo de sesiones del Congreso, la presidente demócrata de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, presentó un voluminoso proyecto de ley (H.R. 1) que pretende reformar el sistema electoral. Ese proyecto consiste esencialmente en transferir al gobierno federal la responsabilidad de las listas de electores, actualmente en manos de los Estados. El resultado sería que al menos 13 millones de extranjeros –principalmente inmigrantes ilegales– que hoy figuran en los registros federales, se convertirían en electores. Algunos países ya conceden a los extranjeros el derecho a votar en elecciones locales, pero sería la primera vez que un país autoriza los extranjeros a votar para elegir el jefe del Estado.
Ese proyecto se remite a un debate iniciado hace ya varios años. En 2016, 834 218 personas favorables a Hillary Clinton votaron ilegalmente en la elección presidencial. Eran extranjeros pero votaron en la elección presidencial sin tener la ciudadanía estadounidense.
En 2017, el presidente Donald Trump creó una comisión ad hoc para comparar las listas de electores registradas por los Estados con los datos del Departamento de Seguridad de la Patria (Homeland Security o DHS). Su objetivo era evaluar el alcance del fraude que los demócratas habían cometido. Pero muchos Estados sólo entregaron listas inutilizables ya que contenían únicamente los nombres de los electores sin ninguna otra indicación que permitiese identificarlos –como la fecha y lugar de nacimiento. Al no poder hacer su trabajo en tales condiciones, la comisión acabó siendo disuelta.
Esta “confusión” entre ciudadanía y derecho al voto no es exclusiva de Estados Unidos. En Francia, el actual primer ministro, Jean Castex, utilizó la epidemia de Covid-19 para tratar de prohibir por decreto el regreso de los franceses residentes en el exterior que no fuesen capaces de presentar una razón de fuerza mayor para justificar su regreso, lo cual era una forma de destierro sin juicio.
Esa decisión abyecta acabó siendo revocada por el Consejo de Estado –el órgano francés a cargo de la justicia administrativa– pero demuestra que la clase dirigente francesa, al igual que la clase dirigente de Estados Unidos, ha perdido la noción de ciudadanía.
En Estados Unidos, el Partido Demócrata va más allá y pretende transformar el modo de vida de los habitantes del país –ni siquiera me atrevo a escribir de «sus conciudadanos»– y se autoadjudica ese poder en violación de la Constitución de los Estados Unidos de América.
En efecto, la administración Biden acaba de adoptar una serie de medidas espectaculares hacia la «transición energética», en realidad para reemplazar los vehículos con motores de gasolina por vehículos con motores eléctricos. Según un estimado establecido por el Interagency Working Group on Social Cost of Greenhouse Gases –un organismo que la propia administración Biden acaba de crear–, el costo de esa transición se elevaría 9 500 millardos de dólares [1].
Esa medida se traduciría además en la desaparición de una incalculable cantidad de empleos y la ruina de innumerables familias. Ese es precisamente el tipo de medida que llevó a la Guerra Civil en Estados Unidos –la llamada Guerra de Secesión– que duró de 1861 a 1865. En aquella época se trataba de poner los poderes aduanales en manos de las autoridades federales, lo cual habría favorecido el desarrollo de los Estados industriales del norte de Estados Unidos y provocado la ruina de los Estados agrícolas del sur.
Por iniciativa del Estado de Missouri, 12 Estados ya han recurrido a la justicia y están exigiendo la anulación de los decretos del presidente Biden. Ahora habrá que esperar por la decisión de la Corte Suprema.
En todo caso, el efecto destructivo de la «transición energética» no se limita a la sociedad estadounidense. También priva a Estados Unidos de un arma importante –su condición de primer exportador mundial de petróleo– ya que Biden se dispone a cerrar por decreto todos sus pozos de petróleo.
La política exterior
Llena de buena voluntad, la administración Biden ha proclamado por todo lo alto que va a restaurar los vínculos de Estados Unidos con sus aliados y consultar con ellos todas las decisiones que puedan afectarlos. También anunció que las diferencias entre Estados Unidos y China no deberían alterar las relaciones económicas pero que las diferencias con Rusia resultan intolerables.
Los europeos acogieron esas declaraciones como buenas… y no tardaron en ser víctimas de la decepcion. Pero tenían que haber intuido lo que iba a suceder desde que vieron que el secretario de Estado Antony Blinken no se dirigió a los 26 Estados miembros de la Unión Europea sino sólo a Alemania y Francia y en una videoconferencia donde apareció junto al jefe de la diplomacia británica.
Para empezar, la Unión Europea, que necesita obtener vacunas contra el Covid-19, solicitó a Washington que le vendiera las reservas de vacunas de AstraZeneca almacenadas en Estados Unidos, cuyas autoridades sanitarias no habían aprobado aún el uso de esa vacuna.
Los europeos recibieron una negativa rotunda de la Casa Blanca. La solidaridad estadounidense con sus aliados no llega al punto en que Washington se considere obligado a ayudarlos a enfrentar una epidemia mortal. Washington clasificó rápidamente las reservas de la vacuna de AstraZeneca almacenadas en Estados Unidos como «estratégicas», clasificación que no tenían cuando los europeos presentaron su pedido.
Segundo incidente: la administración Trump había logrado normalizar las relaciones diplomáticas entre Marruecos e Israel a cambio de reconocer el Sahara Occidental –ex colonia de España– no como una República independiente sino como parte del reino marroquí. Con la elección de Joe Biden, España creyó que la nueva administración modificaría esa decisión. ¡Error! Estados Unidos no tardó en orquestar una clara amenaza militar dirigida a España para disuadirla de toda voluntad de intervención.
El Pentágono simplemente «olvidó» avisar a Madrid sobre la realización de un ejercicio aeronaval conjunto de la marina de guerra estadounidense (US Navy) con la marina de guerra de Marruecos y hasta “perdió” los mapas de la región. Resultado: en una mañana de marzo, los controladores aéreos de las Islas Canarias vieron estupefactos como decenas de aviones de guerra estadounidenses invadían «por error» el espacio aéreo de España.
Tercer incidente: los miembros europeos de la OTAN quedaron simplemente al margen de las negociaciones sobre el futuro de Afganistán, donde esos países tienen desplegados varios contingentes militares… bajos las órdenes de Estados Unidos.
Cuarto y último incidente: Washington ha decidido que los europeos tienen que abandonar la construcción del gasoducto Nord Stream 2. Para forzarlos a ello, el Departamento estadounidense del Tesoro ha abierto investigaciones sobre todas las personas y empresas implicadas en esos trabajos. Y ahora se esperan sanciones estadounidenses, pero no contra los rusos sino contra los europeos, con excepción de los alemanes.
Por otro lado, el Departamento de Estado sostuvo un encuentro de 2 días, en Alaska, con los principales responsables de la diplomacia china. Ante las cámaras de televisión, el secretario de Estado Blinken regañó a sus interlocutores chinos sobre el Tíbet, Hong Kong, los uigures y Taiwán. Pero después, a puertas cerradas, sucedió lo que tenía que suceder. Washington disoció esos reclamos de los intereses económicos de la clase dirigente estadounidense, puso fin a la política anterior de la administración Trump y aceptó la reanudación de las importaciones masivas de productos chinos, en detrimento de los obreros estadounidenses.
Pero es con Rusia que las cosas han tomado un rumbo inesperado. En una entrevista concedida a la televisión estadounidense, el presidente Biden no encontró nada mejor que insultar al presidente Putin, tratándolo públicamente de «asesino», apreciación particularmente chocante en boca del presidente de Estados Unidos, país que dedica 8 000 millones de dólares anuales a los asesinatos selectivos de personas que no le agradan en cualquier lugar del mundo.
El presidente Biden se dio incluso el lujo de amenazar personalmente a su homólogo ruso afirmando que «pagará las consecuencias» por algún acto que la inteligencia estadounidense le atribuye, como de costumbre sin presentar pruebas.
Históricamente, Washington reservaba ese tipo de injurias a líderes del Tercer Mundo cuyos países planeaba destruir, pero nunca a un dirigente ruso. Y los dirigentes europeos no se han atrevido a reaccionar.
Moscú reaccionó primeramente llamando a consulta su embajador en Washington. Y después respondió por boca del propio presidente Vladimir Putin. Este último subrayó que muchos suelen proyectar lo que en realidad son al emitir opiniones sobre los demás. Dicho de otra manera «uno suele ser lo que dice que los demás son». Acto seguido, el presidente Putin invitó al presidente Biden a sostener con él un debate público en vivo.
La portavoz de la Casa Blanca se apresuró a declarar que el presidente Biden está demasiado ocupado, lo cual le impide aceptar el debate que Putin le propone. Es evidente que en Washington no quieren arriesgar la credibilidad estadounidense permitiendo que Biden participe en un «debate entre líderes».
¿Será Biden separado del poder?
También es evidente la inquietud sobre la salud del presidente Biden. Ya hemos indicado que padece del Mal de Alzeihmer. Simplemente, otros gobiernan por él. Pero el hecho que el poder esté realmente en manos de personas no identificadas convierte a Estados Unidos en un régimen opaco, absolutamente no democrático.
Varios miembros del Congreso ya mencionan en privado la posibilidad de reconocer la incapacidad del actual presidente y destituirlo de su cargo. Otros solicitan públicamente que le sea retirado el acceso al «maletín nuclear».
Mientras tanto, la vicepresidente Kamala Harris se hace cada vez más presente en los medios, aunque limitándose a utilizar como recursos el feminismo y su estatus de miembro de una minoría étnica. Claramente, está preparándose para garantizar la sucesión a corto plazo. El propio Biden ya la ha llamado varias veces «Señora Presidente». ¿Error o premonición?
https://www.voltairenet.org/article212514.html