Un nuevo documental en HBO repasa la vida de Roy Cohn, el ”abogado más duro, cruel, leal, vil y brillante de América” y mentor del presidente de EE UU
La llegada de Donald Trump a la Casa Blanca ha coincidido con un interés repentino por los mecanismos ocultos del poder: los escándalos mediáticos de Weinstein, Epstein, Ailes y Zuckerberg se alinean con series como Succession, de HBO, sobre un conglomerado mediático inspirado en el de Rupert Murdoch, ante el deseo del público por ponerle cara, apellidos y metodología a ese entramado abstracto que algunos llaman “el sistema”.
Ahora, el documental La historia de Roy Cohn, recién estrenado en HBO, explora la figura del hombre —”el abogado más duro, cruel, leal, vil y brillante de América”, según Esquire— que apadrinó a Donald J. Trump.
Su directora, Ivy Meeropol, es nieta de las primeras víctimas de este abogado nacido en Nueva York en 1927. Julius y Ethel Rosenberg fueron declarados culpables de espionaje en 1951 por filtrar planos de la bomba atómica a la Unión Soviética.
Cohn, en la acusación, lo había logrado mediante acusaciones alarmistas, discursos patrióticos y pruebas y testimonios manipulados. Convenció además al juez, en reuniones privadas, de imponerles una sentencia cuya espectacularidad estuviese a la altura de su cruzada: la silla eléctrica.
Años después, el hermano de Ethel admitiría haber mentido bajo juramento pero eso ya era irrelevante para Cohn, quien alardeaba de “hacer cualquier trampa con tal de incriminar a los culpables”.
El neoyorquino insistía en que, a pesar de ser judío (y homosexual en el armario), él jamás sería una víctima.
En su misión, entendió que para ser “un ganador” debía adelantarse a todo lo que se pudiese considerar “los otros”: los espías, los comunistas, los judíos bolcheviques, los gais que, decía él, presentaban “una grave amenaza contra nuestros hijos”.
De él se dijo que su desprecio por las personas y por la ley estaba tan patente en su cara que cualquiera que se cruzase con él sabía que estaba en presencia del mal.
En los cincuenta acabó al lado del senador McCarthy en los interrogatorios para desenmascarar comunistas: el público estadounidense se familiarizó por la radio con la voz de Cohn chantajeando, humillando y amenazando a sospechosos, vulnerando derechos para destruir la reputación de cada acusado (uno de ellos, ingeniero de un noticiero de radio, se suicidó tras prestar declaración).
Esa actitud macarra fulminaría la carrera de McCarthy, cuando Cohn empezó a tratar el Senado como su cortijo. Un amigo íntimo, David Schine, fue llamado a filas y Cohn prometió “destruir el ejército” si no le otorgaban la exención.
Huyó a Nueva York, humillado y sediento de venganza por las insinuaciones de varios senadores durante el juicio de que Schine y él eran “amigos cálidos” o directamente “mariposones”.
Una imagen del documental 'La historia de Roy Cohn'.
En Nueva York se forjó su mito y su modus operandi: clamar victoria, nunca admitir la derrota.
Se jactaba de que sus clientes lo contrataban por su capacidad para asustar a enemigos. Su cartera de clientes incluía políticos, cardenales, mafiosos, empresarios, celebridades, dueños de revistas y periódicos y presidentes de equipos deportivos.
Cohn prestaba sus servicios sin cobrar, porque sabía que el mayor poder era que la gente importante le debiese favores, y presumía de sus trucos para evadir impuestos: no tenía propiedades ni cuentas bancarias, le pasaba todos sus gastos al bufete que operaba en la sombra con el nombre de otros como titular.
Tampoco es que pagase nunca por nada: en el sistema judicial norteamericano cuesta más dinero (y tiempo y recursos) demandar a alguien por impago que las cantidades que él adeudaba.
En los sesenta se le juzgó por soborno, extorsión, fraude, malversación y conspiración. Fue declarado inocente en tres tribunales.
En uno de ellos, su abogado sufrió un ataque al corazón días antes de la conclusión y él mismo asumió su propia defensa con un alegato final de siete horas durante las cuales no miró sus notas ni una sola vez.
El jurado acabó llorando ante su patriotismo y Cohn se aseguró así de declarar sin que el fiscal pudiese contrainterrogarlo. Lo infame no eran solo sus prácticas amorales, sino que esas prácticas fuesen legales. “No quiero saber cuál es la ley, quiero saber quién es el juez” solía decir.
En el documental, el congresista John Leboutillier describe lo que sigue considerando “la mayor manifestación de poder” que ha presenciado en su carrera. Nada más ser elegido, Leboutillier recibió una carta de Cohn en la que le pedía que firmase una carta de recomendación para el nombramiento de Maryanne Trump (hermana de Donald) como juez.
Un tiempo después, Lebouitillier le pidió ayuda a Cohn porque necesitaba acelerar el proceso de naturalización de un soldado.
Cohn le indicó que enviase a su ayudante a un juzgado y que este entrase en una sala y se colocase de pie al fondo. En cuanto el juez lo vio, decretó un descanso en el juicio que estaba efectuando y firmó la concesión de ciudadanía estadounidense en el acto.
Un perfil en Esquire de 1978 titulado No te metas con Roy Cohn describía su casa, con docenas de animales disecados; su sonrisa sin alegría; las cicatrices de sus cirugías estéticas; su tic de sacar la lengua para limpiarse las comisuras entre frase y frase; su costumbre de nunca pedir comida en los restaurantes y coger de la del resto de comensales y su hábito de hacer girar el Rolodex para alardear de su lista de contactos. “
Para practicar la abogacía, Cohn solo necesita un teléfono” concluía. El abogado envió su Rolls Royce al periodista para que colocase un ejemplar firmado en el asiento de atrás.
De izquierda a derecha, Donald Trump, el exalcalde de Nueva York Ed Koch y Roy Cohn, en la inauguración de la Torre Trump en 1983.SONIA MOSKOWITZ / GETTY IMAGES
Las élites neoyorquinas, a medio camino entre el miedo y la fascinación, celebraron a Cohn como una estrella.
En una de sus fiestas de cumpleaños, Margaret Trudeau, la madre de Justin, acabó sentada sobre la tarta. En otra, celebrada en Palladium, los monitores emitían en bucle vídeos de los discursos anticomunistas de Cohn en los cincuenta, algo que Andy Warhol definió como “excitante”.
Los invitados eran artistas, políticos, periodistas, modelos, jueces y chaperos. “Resulta difícil concebir el nivel de depravación que los círculos elegantes solían tolerar y hasta qué punto esa tolerancia se percibía como un signo de sofisticación”, analiza Michelle Goldberg en The New York Times. “Durante los tiempos de Warhol, la celebración amoral de la fama era considerada glamurosa y atrevida. Y la indignación era profundamente tediosa”.
En Ángeles en América, la obra de Tony Kushner ganadora del Pulitzer en 1993, él salía como personaje (en su adaptación de HBO, lo interpretaba Al Pacino). En una escena, un personaje le definía como “la estrella polar de la maldad humana, uno de los peores seres humanos que jamás vivieron y el cabrón más malvado, retorcido y vicioso que esnifara cocaína en Studio 54”.
Según cuenta la casera de su casa de verano, Cohn no pasaba ni un minuto en soledad. A pesar de estar dentro del armario caminaba del brazo de sus amantes (siempre jóvenes y musculosos) y no disimulaba que su compañía favorita eran los hombres heterosexuales rubios y atléticos.
Así que cuando conoció a Donald Trump en 1976 nunca se separaron. “Cohn explica a Trump. Puedes ver [en Trump] la satisfacción que Cohn sentía al no tener que someterse a las reglas que él mismo imponía en las personas más débiles” concluye Goldberg.
En 1975, la empresa inmobiliaria de Trump fue juzgada por discriminación y vulneración de los derechos civiles (no alquilaba apartamentos a negros, anotando una sutil letra C –por colored– en sus solicitudes para denegarlas automáticamente) y al empresario le encantó el consejo de Cohn: “No te defiendas, ataca”.
Juntos convocaron una rueda de prensa para anunciar que demandarían al Departamento de Defensa por 100 millones de dólares, una querella absurda que sin embargo causó sensación en la prensa por su espectacularidad.
Cohn aseguró que el Departamento de Defensa tenía vínculos con los nazis y con el Ku Klux Klan, el tipo de mentira sin pruebas que distraía a los medios de otras noticias sí verificadas como que toda la Torre Trump iba a ser construida con cemento, un material que en el Nueva York de los setenta gestionaba exclusivamente el capo de la mafia Fat Tony Salerno.
Como exclamaba el Roy Cohn de Ángeles en América: “¿Que si era legal? A tomar por culo la legalidad. ¿Que si soy buena persona? A tomar por culo las buenas personas. ¿Quieres ser bueno o quieres ser eficiente? ¿Quieres practicar la ley o someterte a ella?”.
Al Pacino interpreta a Roy Cohn en la serie 'Ángeles en América'.
Cohn ejerció de mentor de Trump. Pedía favores a los medios para presentarlo en sociedad como la personificación del sueño americano (obligó a Forbes a colocar a Trump en su lista de los hombres más poderosos de 1976, cuando Trump todavía no había triunfado con ningún negocio), le recomendaba que arruinase la vida a todo aquel que se interpusiese en su camino soltando bulos en la prensa y le animaba a mentir, estafar y abusar sistemáticamente, porque nadie tendría demasiado en cuenta la corrupción si alardeas de ella y la acompañas de un buen show.
“Cuando alguien te acorrale, cambia de tema”, “cuando alguien te demande, demándale tú a él”, “nunca te disculpes, siempre ataca”. Viendo el documental de HBO, resulta imposible no imaginarse a Cohn como ventrílocuo retroactivo del actual inquilino de la Casa Blanca: cuando le acusan en televisión de malversación, citando un libro concreto, Cohn se limita a responder “pues léete otro libro”.
Durante su campaña, Trump hizo suyos estos preceptos: “Nadie conoce el sistema mejor que yo, así que solo yo puedo arreglarlo”, prometió. Aquella demanda por discriminación racial fue zanjada con un acuerdo extrajudicial “pero nunca tuvimos que admitir nuestra culpa”, presumió. Presumía de que Hillary Clinton había asistido a su boda con Melania en 2005 porque “yo había donado dinero para su campaña, no le quedaba más remedio”. Incluso se apresuró a encontrar su propio “otros” en los mexicanos.
Roy Cohn siguió mintiendo hasta su fin, en agosto de 1986. Aseguró que se moría de cáncer de hígado cuando tenía sida y Ronald Reagan, que todavía no había pronunciado el nombre de la enfermedad en público, movió hilos para darle prioridad en unos tratamientos experimentales.
Pero la humillación que tanto temía le llegó seis semanas antes del fin: le retiraron su licencia por haber robado dinero de sus clientes, llegando a hacerse pasar por un enfermero para que un cliente moribundo y sedado firmase un documento que lo nombraba como testaferro. Solo un invitado acudió a su último cumpleaños.
Trump también se distanció de él: cuando Cohn le pidió una habitación en uno de sus hoteles para que su novio pudiese morir de sida en paz, Trump se la concedió pero luego le pasó la factura. Cohn, claro, nunca la pagó. En su lecho de muerte Trump le envió unos gemelos de diamantes. Resultaron ser falsos.
El relato de Cohn siguió contándose post mortem. Y no solo porque la estructura de intercambio de favores, chantajes y extorsiones inventada por él siguió ocurriendo después de él: Harvey Weinstein, por ejemplo, perpetró sus abusos sexuales durante décadas protegido por una prensa afín, unos políticos demócratas a los que había donado dinero y una industria atemorizada por sus represalias.
Ese relato de Cohn pervivió porque Roy Cohn creó un presidente desde la tumba.
Y la colcha gigante extendida en 1989 en Washington para conmemorar a los fallecidos anónimos por el sida incluyó un panel en homenaje a Roy Cohn que conseguía humillarlo mediante la compasión: “Matón. Cobarde. Víctima”.